Con el disparador de un crimen – convertido en caso judicial – en un territorio extraño, Rodolfo Yanzón construye una trama que, sin alejarse del thriller, desvela choques culturales y mitologías universales que cambian de forma en sus manifestaciones locales y cuya hermandad queda rota u oculta por el poder de la dominación.
Llámeme para decirme cómo le fue en Laguna Blanca y si Stendhal, Proust o Roa Bastos le fueron de ayuda”, le dice la joven Maia al abogado Samodi al despedirse de él en la terminal de la ciudad de Formosa.
La conversación – entre erudita y trivial – es la de dos desconocidos reunidos por el azar en la lotería de los asientos de un ómnibus por cuyas ventanillas corría el paisaje de una provincia que parece dividida a cuchillo por dos climas, el húmedo y el seco.
El diálogo entre Maia, docente de la Universidad de Formosa, y el abogado Samodi – de quien nunca sabremos su nombre de pila – se había disparado también por un contraste que recorrerá siempre el texto de Mandíbula, la primera novela del también abogado Rodolfo Yanzón.
“¡Un lector de Proust viajando por Formosa!”, lo había iniciado Maia al ver el ejemplar de En busca del tiempo perdido que leía Samodí.
El abogado continuará su viaje hasta Concordia y después hacia Laguna Blanca,donde intentará encontrar elementos para la apelación judicial de un baqueano de Parques Nacionales condenado por un crimen ocurrido tres años antes y que, dice, nunca cometió.
El título de la novela surge de un dato aparentemente ínfimo: al cadáver de la víctima le falta la mandíbula, que nunca pudo ser hallada. Y sin mandíbula no se puede comer – aunque los muertos no coman – pero tampoco se puede hablar, aunque todo forense que se precie de serlo asegure que los cadáveres hablan.
En ese sentido, Mandíbula (Vs Editores) es también una novela que rompe el silencio de un pueblo, el guaraní, cuya cultura aplastada por el Occidente colonizador Yanzón recupera en el texto, también apelando a los contrastes de su historia y de su mitología frente a la literatura occidental y la mitología griega. Hay algo de lo que Huxley llamó “filosofía perenne” en esos contrastes, algo de hermandad humana que subyace en el fondo de las diferencias.
Antonio Cabaña, el condenado, se ha hecho baqueano de Parques Nacionales por necesidad y tal vez ese movimiento que lo ha hecho cambiar de bando sea también una traición. La víctima – muerta por un disparo en medio de la selva y que en realidad es imposible saber de dónde vino – es un cazador furtivo y ha crecido compartiendo la vida con Cabaña. Y sin embargo, una línea simbólica pero encarnada los ha puesto en lugares enfrentados.
Pero esa línea es tan difusa y serpenteante como el propio Río Pilcomayo – que separa a Formosa del Paraguay – cuyo cauce se modifica permanentemente, cambiando los límites y llevando a quienes viven en sus orillas de un territorio a otro.
“Los guaraníes ofrecen su trabajo a las explotaciones forestales cada vez que necesitan dinero. Una vez obtenido lo necesario se pierden por los senderos del monte, porque su verdadera vida se desarrolla donde continúan reinando los antiguos dioses, donde ningún extraño puede alterar la majestad de los ritos ni el imperio de las palabras, ni el esqueleto de la bruma ni el humo que se eleva de las pipas en la que los sabios fuman su tabaco. La relación con sus dioses es lo que mantiene el sentido de pertenencia a una comunidad. Lo que Samodi creyó que era el rubor del guaraní ante otro, no es más que el modo de relacionarse con un todo del que se sienten ajenos y al que solo acuden de manera esporádica, pero vital. La diversidad anima su espíritu de resistencia”, escribe Yanzón, con una prosa fluida y atractiva que, vale repetirlo, hace de los contrastes un camino que lleva al lector a otras realidades que, en el fondo y aunque no lo sepa, no le son del todo ajenas, porque se tratan de aquello en lo que los seres humanos creen y, dialécticamente, los construye.
El abogado Samodí ya no será el mismo después de ese camino que parece marcado con líneas blancas por las necesidades e imposiciones arbitrarias de la Justicia pero cuyas señalizaciones se vuelven cada vez más borrosas frente a la magnitud de la naturaleza, de su exuberancia y de los seres que viven – real o mitológicamente – en ella.
Ricardo Ragendorfer ha escrito con acierto en la contratapa de la novela que Mandíbula es “un thriller guaraní en cuyas páginas se desliza una metáfora sobre la civilización universal”.
Una civilización universal cuya filosofía perenne – volviendo a Huxley – hermana a los hombres, cuya hermandad esencial termina sin embargo quebrada por los límites violentos que imponen las culturas dominantes con la legalidad que construyen para sostener su poder.
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