En una fotografía puede reflejarse una sentencia de muerte, aunque sea tomada de manera involuntaria, Alguien que sale en busca de rostros anónimos y retrata la figura de una fugitiva.

De joven a Nigro le gustaban las manifestaciones y los conflictos, y había sacado fotos a través de la neblina ácida de los gases lacrimógenos, entre los bastonazos de la policía y bajo lluvias de piedras. Una vez los perdigones de goma de la guardia de infantería lo alcanzaron en el muslo izquierdo y lo tuvieron que llevar al hospital. Pero ya había pasado los cincuenta y el trabajo se había hecho tranquilo y monótono: hacía fotos durante las entrevistas, gente en el sillón de su casa tomando café. Pero además Nigro publicaba sábado de por medio una foto bajo el título “Una cara en la multitud”. Eran imágenes de lugares abarrotados de gente: la calle Florida al mediodía, el interior de los vagones del subterráneo a las siete y media de la mañana, los cines de Lavalle los sábados a la noche, la gente que bajaba de los trenes en Once cada amanecer. Que otros fotografiaran playas vacías u objetos inanimados: él prefería esas fotos donde no había espacio para moverse. Prefería lo cerrado, lo irrespirable. Buscaba el momento en que una persona (sólo una persona de aquella muchedumbre) miraba hacia la cámara. Todos estaban ajenos a su labor de fotógrafo, menos uno que descubría la lente con curiosidad, indiferencia o alarma. El primer sobre llegó por correo a la redacción. Su nombre —Norberto L. Nigro— estaba escrito a mano, con tinta negra y serena caligrafía. No había señal de remitente. En su interior había una foto tamaño 13 por 18. Al principio pensó que la enviaba algún colega “artista”. Siempre bromeaban con Orsini —su jefe en el diario— sobre los fotógrafos “artistas” que reemplazaban la realidad por la construcción artificiosa, lo figurativo por lo abstracto, el silencio de las fotografías por largos parlamentos abstrusos. Sacaban una foto de la pata de una silla, un semáforo verde, ropa colgada en la terraza, y luego hacían exposiciones que titulaban “Manifestación de lo visible”, “Los bordes de lo real” o “La oscuridad de la luz”. Pero esta foto no tenía ni título ni firma de autor. Sólo se veía el agua de una pileta de natación. La segunda fotografía llegó una semana después, tan anónima como la primera. Ahora se veía el borde de la pileta. Había algo irracional en el ángulo de la toma, como si el disparador hubiera sido oprimido por accidente. Esta foto también estaba sacada desde lo alto. En el primer envío, la falta del remitente podía atribuirse a una distracción: ahora Nigro sabía que estaba frente a un acto voluntario. Unos días después Orsini lo descubrió mirando la tercera fotografía —el techo de una calesita, con sus gajos blancos y rojos borrados por el óxido y la mugre— y le preguntó qué era. Nigro buscó en su escritorio, le mostró las otras dos fotos y le preguntó si sabía si alguien más las había recibido. Orsini negó con la cabeza: —Debe ser un loco. —Los locos expresan demasiado, y acá no se expresa nada. —¿Te suena el lugar? —Parece la pileta de un club. No piso una pileta desde hace treinta años. —Es una pileta con trampolín. Sacaron todas las fotos desde arriba. Pero Orsini no conseguía mantener la atención en algo por largos períodos de tiempo; apenas sonó el teléfono se olvidó de las fotografías. Siguieron llegando, una en septiembre, dos en octubre, tan vacías de gente como la primera. Aunque no mostraban nada temible ni había alguna señal de amenaza, Nigro sentía un puntazo de inquietud cada vez que abría los sobres. Eran como las sucesivas letras de un mensaje secreto. Sabía bien que una parte esencial de ese mensaje era que las fotos estuvieran vacías, que no se viera a una sola persona. Fue el vendedor de café del diario, un idiota de veinticinco años, especialista en interrumpir conversaciones y derramar café quemado sobre los escritorios, el que hizo la gran revelación. Sin que nadie pidiera su opinión, señaló las fotos que Nigro había extendido sobre la mesa: —Maestro, ya que saca fotos de una pileta, podría mostrar alguna chica en bikini. —No son mías. Ni siquiera sé dónde las sacaron.—En el Parque Chacabuco. —¿Seguro? El vendedor de café ordenó las fotos sobre el escritorio, como si dispusiera los fragmentos de un mapa. —La pileta, los árboles, la terraza del natatorio, el techo de la calesita, que está a unos pasos. —¿Y tiene trampolín? —Tres trampolines. Uno muy alto. Los otros dos a igual altura. Nigro fue hasta el archivo y buscó alguna noticia relacionada con la pileta del Parque Chacabuco, algo que lo pudiera unir a él con las fantasmales fotografías. Le pasaron un sobre de papel madera. Viejas noticias sobre la construcción de la autopista que cruzaba el parque, y los daños que había causado; la desaparición, en los años setenta, de la estatua de una pantera; los recuerdos amables de un manisero que recorrió el parque durante cuarenta años con su carrito. Una vez habían acuchillado a un hombre en una esquina del parque, pero eso había ocurrido dos años antes, y bien lejos del natatorio. Vio también fotos de la pileta con su trampolín: la construcción que lo sostenía era un arco de cemento pintado de azul. El sábado siguiente salió a pie desde su barrio, Boedo, rumbo al parque. El mes de noviembre había derramado sobre las veredas las flores celestes de los jacarandás y las flores amarillas de las tipas. En la puerta del natatorio, un empleado de guardapolvo gris le dijo que no podía pasar, que la pileta abría el primer martes de diciembre. Nigro le explicó que sólo quería sacar una foto desde el trampolín; era para anunciar en el diario el comienzo de la temporada. Mencionó nombres de imaginarios funcionarios municipales, y ante la sucesión de secretarios y subsecretarios el hombre de guardapolvo gris lo dejó pasar. El fotógrafo atravesó el vestuario de hombres, que olía a lavandina, y abrió una puerta que conducía a la pileta. El trampolín lo esperaba en lo alto como una promesa; confiaba en que cuando estuviera en el mismo punto donde había estado su anónimo corresponsal su pregunta encontraría una respuesta. Subió con paso inseguro los escalones —aborrecía las alturas— y llegó hasta el trampolín. El vértigo hacía que las manos le temblaran. Fotografió el fondo de la pileta, ahora sin agua y con zonas donde había saltado la pintura; fotografió un palo borracho, el arruinado techo de la calesita; repitió con paciencia cada una de las fotos de su anónimo predecesor. Cuando terminó con sus fotos se dio cuenta de que no estaba solo. Había un desconocido junto a él, con un pulóver grueso, a pesar del calor de noviembre. Tendría poco más de cuarenta años y llevaba unos lentes cuadrados, anticuados. Tenía un aire de seriedad y concentración, como quien completa palabras cruzadas. Le cerraba el paso hacia las escaleras. —Sabía que al final iba a venir —dijo el hombre. Nigro pensó un momento en ponerse a gritar, pero la idea lo avergonzó. —¿Nos conocemos? —No. Es la primera vez que nos vemos. Soy de Misiones. Soy fotógrafo, como usted. Pero mis fotos no salen en los diarios. Casamientos. Fiestas de quince. —¿Me deja bajar? —Vino hasta aquí para saber por qué le envié esas fotos, y ahora lo único que quiere es irse. —Me dan miedo las alturas. —Otro punto que tenemos en común. Nigro calculó el peso del otro. Era más liviano que él, pero el espacio del trampolín era tan chico que si lo empujaba no tendría ninguna oportunidad. “Debería haber esperado a diciembre, que la pileta estuviera llena”, pensó. —En reconocimiento a su vértigo voy a ser rápido —dijo el hombre—. Hace tres años en un casamiento, en el centro de Misiones, me encontré con una antigua amiga de la adolescencia. Era la novia. Al volver a verla, me di cuenta de que había desperdiciado mi vida. Con alguna excusa absurda la llevé a la terraza y le saqué fotos, los dos solos, mientras abajo el novio se emborrachaba con sus amigos. Apenas volvió de la luna de miel nos empezamos a ver. Dos años después decidimos escaparnos juntos. Dejamos una serie de pistas, que permitían conjeturar que vivíamos en alguna ciudad de Italia. En realidad, siempre estuvimos en Buenos Aires. El hombre se asomó, como si calculara la distancia que lo separaba del fondo de la pileta. —El marido hubiera seguido creyendo que estábamos en Europa, lejanos e inalcanzables. Pero usted la fotografió en un vagón de subte, a la tarde, cuando la gente vuelve cansada del trabajo. Era la única que miraba a la cámara. ¿Recuerda esa fotografía? —Buenos Aires es una ciudad grande. —Ella tenía una hermana que vivía aquí, cerca de Congreso. El exmarido vigiló la casa hasta que ella apareció. Era febrero. Habíamos quedado en encontrarnos en esta pileta, como hacíamos dos veces en la semana. No llegaba. Me subí al trampolín para tener una vista más amplia. Nunca llegó. El marido la encontró a la salida de la casa de su hermana, la llamó por su nombre y cuando ella giró hacia él le disparó un tiro en la frente. Después se mató también. Usted trabaja en un diario, tal vez hasta cubrió la noticia. —No hago policiales. —¿No entendió, al ver todas mis fotos juntas, que se trataba de una espera? —El hombre juntó las manos: era su primer gesto de ansiedad—. ¿No se dio cuenta de que todo estaba vacío porque yo estaba esperando a una mujer que no llegaría jamás? Nigro calló: no quería decirle que no había pensado nada de eso. La única interpretación que había hecho de esas fotos eran los insensatos pasos que lo habían llevado hasta el trampolín. El otro hizo un movimiento brusco y Nigro se preparó para defenderse. La cámara era pesada. Si lo golpeaba en la cabeza… Pero el movimiento brusco sólo era para hacerse a un lado, para dejarlo pasar. Nigro empezó a bajar lentamente los escalones de cemento.—Con cuidado, fotógrafo. Estas escaleras están hechas sólo para subir. Los pies torpes tanteaban los escalones. Nigro apuró el descenso. Quería alejarse del otro. Borrarlo de su mente. Cuando llegó abajo, vio que el otro seguía en el trampolín, como un vigía. Unos días más tarde Nigro recibió un último envío. Abrió el sobre con avidez. Era un recorte del diario, con su propia foto: un vagón de madera del subte A a las seis de la tarde; todos ajenos a su tarea excepto la mujer que miraba a la cámara con los ojos grandes del temor. Una cara en la multitud.

 

Pablo de Santis es escritor y guionista. Entre sus libros, El palacio de la noche, ¿Quién quiere ser detective?, El inventor de juegos y Filosofía y letras. Este relato forma parte de la antología Buenos Aires Noir, compilada por Ernesto Mallo y publicada  por Penguin Ramdon House.

 

 

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