Muchas veces el amor entre un padre y su hijo es vivido como necesario pero cargado de una sombría fatalidad. Una masajista entra en los cuerpos de ambos y trae la paz que sigue a la inquietud.  (Ilustración: Folon)

El y su padre eran un animal amarillo, un mismo animal mirándose al espejo. El sueño se repetía. Se despertaba angustiado y cada vez le era más difícil volver a dormirse. Durante el día se sentía más rígido que de costumbre, más encorvado. Su mujer incluso le preguntó una vez si estaba bien, aunque después, cuando él intentó explicarse, ella pareció no querer saber demasiado. Entonces alguien le pasó el dato de la señora Linn. Podía ir con esa señora o con cualquier otra, había una en cada barrio. Lo importante, le dijeron mientras le anotaban el número en un papel, era no dejarse estar.

Hizo una visita, y volvió a verla una vez por semana. El alivio tras cada sesión lo ayudó a definir el malestar: desaparecían los nervios y la angustia que tiraba de la garganta hacia el estómago. El efecto duraba todo ese día con una plenitud comparable, según él, a la de caminar volando, y una paz residual quedaba en los días siguientes. Pero al final la rigidez siempre volvía.

En la quinta sesión contó el sueño, y la señora Linn aplicó aceite esencial de lavanda y abrió la ventana por completo. Él hundió la cabeza en el generoso agujero de la camilla y dejó a la señora Linn trabajar. Las manos, los codos y las rodillas eran la verdadera fortaleza de esa mujer, y solo a través de ellos se dejaba él influir. En la sexta sesión habló del padre, de esa primera vez que el padre se había ido de la casa y de la mujer policía que llamó para avisar. Lo habían encontrado caminando solo por la banquina de la autopista, un conductor llamó a emergencias de inmediato. Recuerda a su madre al teléfono y la voz de la mujer policía regañándola: ¿se daba cuenta de lo peligroso que era para todos que su marido se paseara solo por la autopista? Ahora alguien tenía que ir a buscarlo a la comisaría.

Su madre se puso la campera sobre el pijama y él y su hermana esperaron sentados en el living. «Si levantan el culo del sillón –les dijo la madre–, no más padre para nadie.»

Cuando la sesión terminaba, la señora Linn decía «Abra lentamente los ojos». Era agradable encontrar la luz tanto más tenue, y no lo inquietaba no saber en qué momento ella había cerrado las cortinas. En la octava sesión contó la siguiente vez que el padre había intentado dejarlos: su madre escribía la lista de las compras, su padre miraba atentamente los azulejos de la cocina, los amarillos.

–Sé que es extraño –le aclaró a la señora Linn–, pero estoy seguro de que solo miraba los amarillos. Amarillos como en mi sueño.

Temía que entre tantos pacientes la señora Linn olvidara los datos más pequeños, y quizá estaba ahí, en el amarillo, el detalle importante. Pero los dedos de la señora Linn subieron rápidamente por su espalda y él entendió cuán familiarizada estaba ella con este tipo de relatos, y confió en que él debía seguir adelante con el suyo, sin tantas aclaraciones.

–Mi padre se levantó y salió de la cocina –continuó él–, y fue la manera en que lo hizo, un poco más rígida de lo usual, lo que me puso en alerta. «¿Adónde vas? –le preguntó mi madre–. Te vas sin la lista de las compras.» Fue algo bastante violento cómo ella metió el papel en el puño de él, como meter una carta demasiado grande en la boca de un buzón demasiado blando. Pero mi madre sabía lo que hacía: con un pedido en las manos, mi padre tendría que regresar.

–Inhale y exhale profundamente –le recordaba siempre la señora Linn–. Si quiere, puede cerrar los ojos.

A veces él levantaba la cabeza del agujero de la camilla para aclarar algo o tantear la mirada de la señora Linn. Pero ella hundía el codo en algún punto estratégico de su cuerpo, y enseguida lo devolvía a su sitio. Sus codos, sus puños y sus rodillas se acercaban siempre brillantes y humectados, ávidos por frotar. Sacudía los pomos de crema antes de abrirlos y estrujarlos. Decía que estaba bien que la crema se sintiera fría al primer contacto con el cuerpo, porque estimulaba la epidermis y activaba los músculos.

–Tengo miedo –dijo él en su novena sesión–, miedo de muchas cosas.

Se avergonzó enseguida. Hablaba sin pensar, quizá el contacto con la camilla lo relajaba demasiado.

–Afloje los brazos –dijo la señora Linn.

Quizá algo se había ablandado más de lo debido y ahora había cosas que él ya no podía controlar.

–Abra los puños.

La señora Linn humectó sus manos con más aceite y las estiró varias veces, como si practicara algún tipo de elongación.

Se sentía más dócil que de costumbre, estaba a punto de llorar y eso era algo muy vergonzoso. Pero respiró profundamente y se animó a seguir.

Su padre regresó a medianoche, casi doce horas después y debajo de un diluvio. Traía las compras en dos grandes bolsas, empapadas. En los últimos años de la primaria, las inminentes desapariciones de su padre lo atormentaban cada vez más, y no era solo por el dolor de sentirse abandonado. Era rencor. El rencor que ese padre torpe y débil, incapaz de alejarse definitivamente, iba inflando dentro de su pecho. Una dolorosa bola de aire que llevaba siempre con la boca cerrada porque, si el padre al fin lograba irse, la bola de aire sería todo lo que conservaría de él, y no estaba dispuesto a dejarla ir tan fácilmente.

En la novena sesión la señora Linn preguntó otra vez por el sueño. Seguía repitiéndose, aunque el tratamiento aliviara los síntomas. Él y su padre seguían siendo un animal amarillo, un mismo animal mirándose al espejo.

En la decimosegunda sesión él volvió a sentir necesario hacer algunas aclaraciones. Sus padres no se llevaban mal, ese no parecía ser el problema, tampoco había problemas económicos. A veces estas aclaraciones eran para sí mismo, pero igual incluía en voz alta a la señora Linn. Lo que fuera que sucediera sobre la camilla era un trabajo en equipo. Él decía lo que había que decir, y a cambio los codos de la señora Linn se hundían a cada lado de sus omóplatos, punzaban hacia dentro y hacia fuera, reconocían y calaban. Solo en una o dos ocasiones, por puro cansancio, él no dijo nada del padre en toda la sesión. Y la señora Linn lo amasó con más suavidad, pellizcándolo en las zonas lumbares unas pocas veces, sin emoción.

Su padre volvió a irse unos meses después de que él empezara la secundaria, y una tarde, al fin, logró no regresar. Durante un tiempo él estuvo pendiente, esperaba que la policía volviera a encontrarlo. ¿Llevaría encima su padre algún documento con su dirección? Su madre se acostumbró rápido a vivir sin él. Casi tres años más tarde, el teléfono sonó y era su padre. «Me siento muy solo», dijo su voz. «¿Dónde estás, papá? Voy a buscarte», dijo él, y como solo hubo silencio él intentó: «¿Estás hacia el oeste? ¿O tendría que tomar la autopista? ¿Estás cerca o estás lejos?». Esperó, pero el padre ya había cortado.

–¿Duele ahí? –preguntaba a veces la señora Linn, y sus manos rodeaban las zonas de dolor.

Pero, quizá porque era mejor así, casi nunca lo preguntaba cuando realmente dolía.

Más tarde su hermana se fue de la casa, y él unos años después. Él se fue un sábado, lo recuerda porque su padre volvió a la casa un miércoles. Él lo había esperado casi siete años, pero bastó que hiciera sus valijas y se fuera de la casa para que su padre, solo cuatro días después, tocara el timbre de la casa. Su madre dice que se asomó y lo vio saludarla desde la reja, y que durante unos cuantos días no supo muy bien qué hacer con él. Acordaron dormir en cuartos separados, y pronto volvieron a acostumbrarse el uno al otro. Cuando su hijo nació, el pasado quedó muy lejos de todos. Cenaban los domingos en familia y su padre le revolvía el pelo a su nieto con tanto cariño que él se preguntaba si no habría exagerado su dolor alrededor del padre. Al fin y al cabo, pensaba, quizá de eso se trataba la adolescencia: la invención de un par de eventos imperdonables que ayudan a dejar el hogar. Y así estaban las cosas todavía.

Unas semanas atrás, fue a ver a la señora Linn sin turno. Llevaba a su padre en el asiento del acompañante, en hermético silencio. Tenía que verla, y ella lo entendió en cuanto le avisaron que estaban los dos en la sala de espera. No tardó en hacerlo pasar, el padre esperó afuera.

La señora Linn le pidió que se sentara en la camilla y le contara qué había pasado. Él dijo que esa tarde estaba leyendo en la cocina cuando su hijo fue a buscarlo y lo arrastró hasta su cuarto. Había preparado una pequeña obra de títeres, le pidió que se sentara y que prestara atención. Su hijo se metió detrás de un improvisado telón y él lo adivinó haciendo un gran esfuerzo por colocarse bien el títere. Nunca había visto al chico tan serio. Y ahora la señora Linn tenía que tener paciencia, porque lo que pasó fue algo extraño, difícil de explicar.

La señora Linn asintió, pero se estiró hacia sus potes de crema y tomó uno antes de sentarse frente a la camilla.

El chico sacó un títere a escena y el títere abrió la boca blanca y enorme, y tembló sin cerrarla, como si estuviera gritando. Él estaba a solo un metro de ahí, tan alarmado como el títere. Pero lo que sucedió después, lo que sucedió después no había forma de explicárselo a la señora Linn. El chico escondió el títere tras el telón y volvió a sacarlo, volvió a hacerlo gritar y volvió a esconderlo. Lo hizo todo una y otra vez, hasta que él reconoció el dolor, entre la nuca y la garganta. El dolor que lo endurecía y lo aterraba en sus sueños, el dolor que lo ataba a su padre y a su propia imagen frente al espejo, el dolor amarillo.

La señora Linn sostenía su pote más grande de crema, y sin querer apretó demasiado y el perfume a almendras inundó la habitación.

–Sentí –dijo él, intentando entenderse a sí mismo–, la desmesurada necesidad de atención de mi hijo. Una necesidad insaciable, eso sentí. Una necesidad imposible de satisfacer.

La señora Linn dejó el pote de crema y estiró nerviosamente sus dedos, como elongándolos.

–Y ya no pude mirarlo, a mi hijo. Aparté la mirada. Intentó concentrarse, pero sentía un leve mareo.

Entonces el chico dejó el títere y se asomó él mismo al escenario. Se escondía tras el telón unos segundos y volvía a aparecer. El dolor que le provocaba cada desaparición era algo brutal. Cada vez que el chico volvía a ocultarse tras el telón, un hilo invisible tiraba violentamente de él.

La señora Linn se llevó el pote de crema al pecho y por un momento sus codos sobresalieron hacia atrás, más dispuestos que nunca a hundirse y comprimir.

–Entendí que yo no podía vivir más con él, ni sin él. Era un gran error, lo que fuera que nos unía. Una tragedia en la que los dos fracasaríamos.

La señora Linn le dio el pote de crema y él lo sostuvo, y de alguna forma el pote lo ayudó a seguir.

Él intentó explicarse: no pudo sostenerle al chico la mirada. Buscó un punto fijo entre los juguetes de la habitación, un punto fijo que lo rescatara del pánico, y se aferró a un títere amarillo colgado un poco más allá, cerca de la ventana.

Los brazos de la señora Linn colgaban ahora rectos de sus hombros y los dedos se movían apenas, como si ensayaran en el aire alguna forma nueva de amasado.

–Así que fui a buscar a mi padre, y lo obligué a subir al coche. Tomé la autopista y conduje en silencio unos treinta kilómetros.

Por unos segundos los dedos de la señora Linn se detuvieron, como si hubieran perdido el hilo o no entendieran del todo lo que él acababa de decir, pero en cuanto él continuó, los dedos de la señora Linn lo siguieron.

Su padre no dijo nada en todo el trayecto, y cuando las luces de la ciudad empezaron a desaparecer, él paró el coche a un costado y le pidió que se bajara.

–Yo no podía irme de casa. Soy tan débil como lo fue mi padre. Pero sí hay algo que podía hacer, algo que podía cambiar las cosas a largo plazo.

Podía darle a su padre el empujón que toda su vida había necesitado para dejarlos. Podía darle su perdón y su permiso. Podía sacrificarse y trastocar así esta cíclica tragedia: soltar un eslabón de la cadena para romper el círculo. Quizá así liberaría a su propio hijo del dolor de sus hijos, y a los hijos de su hijo del mismo dolor.

La señora Linn se inclinó hacia su estante y cambió rápidamente el pomo de crema.

Él bajó del coche y dio la vuelta para abrirle la puerta al padre. Lo que sintió en ese momento fue todo lo contrario al miedo, fue algo cercano a la locura pero con la certeza absoluta de estar dando el paso correcto. La angustia excitante de reconocer que lo que se está haciendo terminará cambiando algo importante. Liberar al padre era liberarlos a todos. Su padre siempre supo que tenía que irse. Ahora él estaba ahí para ayudarlo. Pero el padre no se movió.

–No se movió –dijo él–. Le dije que se bajara. Esperé. Se lo dije otra vez, de mala manera. Pero él ni siquiera pudo mirarme a los ojos.

Solo se hundió en el asiento, aterrorizado.

–¿Dónde está su padre? –preguntó la señora Linn–. Tráigalo. Él la miró, miró a su señora Linn. Dudó un momento, intentando salir del halo de su relato, y un suave empujón en el hombro lo puso en marcha.

–Vamos, vaya a buscarlo.

Cuando regresó con su padre, la señora Linn había encendido sus dos vaporizadores de lavanda. Dio algunas vueltas alrededor del padre y del hijo, como si necesitara corroborar que fueran lo suficientemente parecidos. Después le indicó al padre que se sentara en la camilla. Tal vez el padre pensó que se trataba de otra cosa, porque, antes de entregarse por completo y dejar a la especialista trabajar, le hizo prometer al hijo que no le diría nada a su madre. Él le aseguró que no diría nada, y tuvo que explicarle que la cara iba en el agujero, y que no era doloroso.

A él, en cambio, la señora Linn le indicó que esperara sentado en la butaca, junto a la camilla. Pero estaba intranquilo y no se sentó, y antes de que pudiera darse cuenta, los codos, los puños y las rodillas de la señora Linn treparon por el padre como una gran araña en trance. Se hundieron y giraron sobre sus hombros, sus omóplatos, su columna y su coxis. Los puños comprimieron la cintura, la levantaron y la volvieron a soltar. El cuerpo entero de su padre se dejó amasar y reacomodar. Sobre la camilla, la señora Linn lo sostuvo por los hombros, arqueándolo más de lo que él hubiera pensado que podía arquearse a un padre. Hubo tirones, presiones y rotaciones. Los codos humectados se hundieron en las caderas y él, sin dejar nunca de mirar al padre, dejó caer su cuerpo, completamente relajado, en la butaca. Entonces la señora Linn, como si hubiese estado esperando exactamente ese momento, hundió una de sus rodillas en la columna de su padre. Fue un movimiento rápido y quirúrgico. Algo sonó en el cuerpo, tan fuerte que él mismo lo sintió en el suyo, tan fuerte que a él lo asustó el tirón, la corrección precisa y experta. Los tres se quedaron quietos unos segundos. Después, con el alivio, entendió que todo era una buena señal.

La señora Linn los despidió en la sala de espera. La recepcionista le hizo al padre una ficha y le dio una tarjeta.

Caminaron hasta el coche e hicieron el viaje de regreso en silencio. Pasaron la plaza y, frente al semáforo para cruzar la avenida, los dos se quedaron mirando el cruce peatonal. Había luces verdes, rojas y amar illas. Había un turno para cada calle, y en cada turno todos sabían qué hacer. Él esperó su señal, y su padre aceptó la espera. Cuando el amarillo cambió a verde, ya se sentían mucho mejor.

Samanta Schweblin es escritora y directora de talleres. Entre sus libros, Kentukis, La respiración cavernaria y Siete casas vacías.

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