Nada reemplaza un cuerpo en toda la verdad de su presencia. Un par de adolescentes oscila entre estudiar, grabar películas porno y pequeños hurtos. Hasta que aparece ella a decir un par de verdades.

 

Estábamos con el Tano duplicando películas porno con la videocasetera robada cuando sonó el teléfono. Pensé que era uno de esos llamados de mi familia para vigilarme. Me llamaban desde el teléfono en la terraza de la posada en Buzios. Mi mamá me preguntaba: ¿Estás estudiando? Sí. ¿Qué? Matemática. Bueno, seguí, me decía y yo oía detrás que pedían rabas y frango y caipirinhas. Me había llevado tres materias a marzo y en castigo me quedé en febrero solo en el departamento de Billinghurst. Mi amigo el Tano Vila, que también debía materias, venía todos los días. Cocinábamos arroz con manteca, o fideos con manteca, o pedíamos una pizza en “El caballito blanco”. Veíamos televisión y nos dedicábamos a tareas semi delictivas.

Habíamos saltado al balcón del B y le habíamos sacado la videocasetera a mi vecino el gordo Molina que en una época iba a nuestro mismo colegio pero un año más arriba. No nos parecía peligroso. A mí una sola vez me dio vértigo cuando, colgado en el vacío para esquivar la división de los balcones, perdí una ojota y la vi caer a la vereda desde el piso 9. Lo odiábamos al gordo Molina. En los últimos años de primaria se hacía el capo en el patio y te mandaba traer por un grupito de chupamedias para interrogarte y pegarte de a varios. Invadir su depto y usarle las cosas era un acto de justicia. Teníamos que tener cuidado. Su familia veraneaba también en febrero pero no estábamos seguros de cuándo volvían. Al padre le gustaban los juguetes caros y nosotros los probábamos de vez en cuando. Después había que dejar todo en su lugar.

Le habíamos sacado la videocasetera para duplicar videos porno y venderlos en nuestro curso cuando empezaran las clases. Alquilábamos las películas en un video club de la calle Paunero donde no nos preguntaban nada. Como no teníamos plata para comprar casetes vírgenes, grabamos encima varios videos familiares: el casamiento de la hermana del Tano, las ballenas de Puerto Pirámide, videos de gimnasia de Jane Fonda y unas clases de sicología que mamá nunca más encontró. Era raro porque entre las escenas de orgías de New Wave Hookers o Garganta Profunda, de pronto la grabación daba un salto patinoso y por un instante aparecía Lacan en blanco y negro con una camisa floreada. Y en medio de Tracy Lords y Ginger Lynn gimiendo en una pileta californiana, se veían por un segundo los amigos rugbiers del cuñado del Tano todos chivados y eufóricos con las corbatas puestas de vincha bailando a los saltos “Oh l’amour”.

En eso estábamos cuando sonó el teléfono, pero no era ninguno de mis viejos. Era Tatiana Silverman, una amiga de mi hermana más grande. Tenía diecinueve años o veinte y nosotros quince. Había venido un par de veranos con mi familia a Brasil. La última vez me había tocado viajar durante horas al lado de ella en el auto y se había quedado dormida arrinconándome con su culo redondo y el vestido de algodón medio trepado y pegado por el sudor. Me había puesto muy nervioso. Peter, me dijo, ¿te molesta si me voy a duchar a Billinghurst? Estoy sin luz y sin agua en casa. No, no hay drama, le dije. ¿A qué hora venís? Como a las cinco. Cuando corté y le conté al Tano, empezó a gritar: ¡La tenemos que filmar! ¡Es una oportunidad única! Estaba enloquecido.

El padre del gordo Molina tenía una Panasonic que grababa directo en VHS. Nos colgamos del balcón para buscarla. Hubo que pasar dos veces para traer también el cargador de la batería. Le decís que el baño de ustedes no anda, así se baña en el de tus viejos que tiene mampara de vidrio, sugería el Tano. Yo no estaba muy convencido. Se podía dar cuenta y contarle a mi hermana. Era una cámara gigante, aparatosa, no como los teléfonos mínimos de ahora. Hicimos unas pruebas escondiéndola en el canasto de la ropa sucia. Apretamos Rec, la guardamos entre la ropa abollada y el Tano se hacía el que se enjabonaba metido en zapatillas en la bañadera de mis viejos. Miramos el resultado. Se veía medio torcido y con una varilla de mimbre bloqueando la imagen, pero se veía.

A las cinco y cuarto cuando sonó el timbre de abajo, ya teníamos todo listo. Me galopaba el corazón. El Tano se fue por la escalera de servicio, porque se suponía que no tenía que estar ahí. Yo había lavado su plato y su vaso por si Tatiana entraba a la cocina. Por primera vez ese verano desparramé sobre la mesa del comedor mis apuntes y mi libro de matemática. Le dejé abierta la puerta de entrada, fui al baño, apreté Rec y me senté en el comedor como si estuviera muy concentrado. La oí cerrar el ascensor. ¿Te tienen preso acá, Peter?, me dijo cuando me vio. Me paré, la saludé. Me hice el cool. ¿Hasta cuándo se quedan en Buzios? Hasta el 27, por ahí. ¿Cuántas te llevaste? Tres, matemática, historia y biología. Que te sea leve. Me voy a bañar. Usá el baño de mis viejos que el otro no anda. Dale, dijo y se perdió hacia los cuartos.

Tati Silver en bikini y sandalias, con un solero que se soplaba de mirarlo. Yo sabía que se había metido en teatro, para horror de los Silverman. Y de mis viejos también. Mi hermana estaba empezando Arquitectura. Tatiana era para ella lo que el Tano era para mí: mala influencia. La escuché abrir la ducha y cerrar la puerta del baño. Tardó un rato. Después me pareció que daba unas vueltas. La vi venir de golpe con un turbante de toalla y su solero y apoyó la cámara delante mío. ¿Para qué pusiste esto? Lo repitió varias veces enojada. ¿Qué querías? Verte desnuda, le dije. Me miró. Entonces hizo lo inesperado: un hombro, otro hombro, y el solero cayó a sus tobillos y ella quedó desnuda delante de mí. Fue la primera mujer que vi desnuda de tan cerca.

¿Ya me viste? Me quedé callado. Se volvió a cubrir. ¿Tanto lío para eso? Si le contás a alguien, yo cuento lo que trataste de hacer, me dijo. Y después: Peter, avivate un poco, a las mujeres nos gustan los tipos que se animan a decir lo que quieren, no los pajeritos que andan espiando. Eso me dijo, y se fue. Y yo no se lo conté nunca a nadie, y eso que el Tano esa noche me taladró el oído para que le dijera qué había pasado. Creo que apreté mal el botón, le decía yo en la oscuridad de la azotea donde nos habíamos trepado para tratar de ver el cometa Halley. No se veía nada en el cielo, solo cables y nubes. Y en el video tampoco. Ella encontró la cámara ni bien entró en el baño. Al final yo pasé mis exámenes, me agarré mononucleosis, nos descubrieron, nos incautaron los videos, se armó un quilombo gigante. Pero tengo la belleza grabada en el cerebro. Tatiana desnuda, con un turbante de toalla.

 

 

Pedro Mairal es autor de Una noche con Sabrina Love, que  recibió el Premio Clarín y fue llevada al cine. Algunos de sus libros El año del desierto, Hoy temprano y La uruguaya.

 

 

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