Un escritor viejo, una novela planificada con un final diferente a gusto de los lectores, un hermano y una partida de ajedrez se entremezclan en relaciones tirantes en las que se juega y se dice todo o nada.

Mientras estaba por terminar su última novela, aún sin título, el escritor observaba inmóvil los rayos del sol que ingresaban por la ventana de su oficina. Le preocupaba no poder encontrar un final feliz porque últimamente sus pocos lectores se habían vuelto muy exigentes, incluso, uno de ellos amenazó con golpearlo si no complacía sus deseos.

Fue así que decidió revolucionar su obra y puso un final distinto a los que tenía acostumbrado. Pensó en las entrevistas y presentaciones que le solicitarían los medios para preguntarle por aquel viraje. Además, lo hizo porque no era tonto; y se puso como objetivo cobrar por ceder a ser entrevistado.

Se dio cuenta que al pasar los noventa años las personas se vuelven más avezadas, y a él solo le faltan dos años para ser un viejo astuto, aunque parecía que ya lo era. Siempre se acordaba que, cuando aún estaba vivo, su abuelo le decía que el sexo se disfrutaba más a la tercera edad.

Décadas atrás, él escribía por goce y necesidad, era una forma para no extinguirse; y si no escribía o no publicaba nada, la melancolía le atormentaba. Ahora, solo escribe cosas que no le dan felicidad y lo hace por poco dinero.

En su juventud se murió de hambre como escritor, incluso, estuvo a punto de perecer de inanición. Para evitar eso, a veces, mordía sus lapiceras y sus cuadernos. Ahora, de viejo la fama le seguía sin que él le haya dado la dirección de su casa. Pero, ¿qué es la fama?, se preguntaba a menudo. “Es lo que el pueblo inconscientemente reclama sin saber por qué”, se respondía.

Mientras imaginaba y escribía su novela recibió la visita de Esteban, su hermano, cinco años menor que él, que estaba muy enfermo por fumar cigarrillos sin filtro y beber en exceso.

“Estoy seguro que no llegará a los noventa años por su estado de salud”, pensó, no bien vio a su hermano, y le preguntó qué deseaba. Habían pasado décadas desde que no se encontraban. Esteban le dijo que vino a retirar su ajedrez que había prestado a un amigo que se mudó a Santa Patricia.

– ¿Quién te reveló la dirección de mi casa?

-Todo el Mundo en Santa Patricia te conoce. No fue difícil ubicarte.

– Pasa y toma asiento, ¿deseas café o té?

– Cerveza, ¿tendrás?

Sacó una cerveza alemana, la que siempre guardaba para ocasiones especiales y se la entregó a su hermano quien agradeció el amable gesto. Él se puso a ordenar todos sus apuntes y a guardarlos, porque años atrás, Esteban había sustraído algunos de sus cuentos y los había publicado sin su consentimiento. Para evitar que vuelva a suceder, escondió todo.

Una vez, Esteban le había pedido que le escribiera el prólogo de un libro, con la condición de que no leyera sus relatos. Recordó que accedió algo sorprendido. Tiempo después descubrió que eran varias de sus producciones, pero nunca lo denunció por el solo hecho de tener su sangre. Jamás se arrepintió de no haberlo condenado, pero tampoco lo perdonó por la acción que cometió. Al fin y al cabo, solo vendió poco ejemplares, tuvo fuertes críticas de muchos escritores y, constantemente, su hermano mayor tenía que salir a defenderlo.

Esteban había perdido a sus amigos porque siempre que iba a visitarlos les hurtaba algo de sus casas como si fuera cleptómano. Él siempre escribía cuentos que casi nadie compraba y su nombre había quedado estigmatizado como el peor escritor de sus tiempos. Pero, como su pasión era la escritura decidió escribir de “Anónimo”, y siempre promocionaba y recomendaba los libros que publicaba con ese nombre. Sus amigos al comienzo lo compraban, pero luego se dieron cuenta que él escribía y desistieron. Así fue como fracasó.

Al terminar la cerveza, el visitante pidió que, por favor, jugarán al ajedrez para recordar viejos tiempos. Del otro lado no se escucho respuesta. Esteban persistió con un ruego y su rostro palideció. Su hermano se conmocionó, cedió a su insistencia y le propuso que lo haría con la condición que al culminar la partida se tendría que ir inmediatamente de su casa. Los dos se miraron y acordaron con mucha conformidad.

Muy atento al juego, quería ganar rápido para que su hermano se fuera, pero éste se resistía. Esteban empezó a criticar la lógica del juego porque consideraba que era machista y patriarcal, debido a que pone al Rey como superior a todos.

– ¿Y qué pasa con la mujer?

– No lo sé.

– Pensé que eras inteligente.

– No lo soy, y no pretendo serlo.

Esteban hablaba más y jugaba menos, su hermano lo escuchaba pasmado quitándole importancia a la partida. En un momento del juego gritó: “jaque mate”. Con trampa ganó y con mucho énfasis se fue diciendo: “perdedor”.

-Por favor, no vuelvas a visitarme.

– No lo haré.

– Justamente, me mudé a Santa Patricia para alejarme. Pensé que nunca vendrías.

Esteban se retiró de la casa, y su hermano se puso nostálgico, empezó a evocar los momentos que vivieron juntos en su niñez, adolescencia y juventud. Ahora, que estaban viejos, ya no se veían. La melancolía lo invadió, a pesar de todo, se sintió feliz porque Esteban se había ido.

A la mañana siguiente se levantó del sillón y se acordó que lo habían tildado de “perdedor”, y quiso pedir la revancha. Entonces, llamó por teléfono a la casa de Esteban, pero nadie contestó. Como era un tipo muy terco, insistió durante las siguientes dos semanas, timbrando mañana, tarde, noche y hasta en las madrugadas, pero seguían sin contestar.

Finalmente, dejó de llamar. Pensó en el último juego, en que su hermano no quería repetir una nueva partida ante el temor de perder su invicto.

¿Querés recibir las novedades semanales de Socompa?

¨