Un hombre encarcelado, la soledad de la celda y una presencia legendaria que se va corporizando día tras día hasta cambiar su realidad.

La luz se encendió antes del alba, en la celda 509. Alberto Sánchez, el “interno” 321 se levantó, se lavó la cara, se puso el uniforme, plegó el  colchón, acomodó las sábanas y la almohada, controlló que formaran un perfecto cubo y cubrió todo con una manta gris  que extendió sobre el resto del elástico de la cama . “El Mono” estaba cuadrado, como exigía el reglamento.

Los abruptos ruidos de las ventanillas anunciaron el recuento matutino. Como un autómata, se plantó, con el cuerpo derecho, la cabeza gacha y las manos rigurosamente atrás del cuerpo. Entrevió  la gorra del cabo Pérez por el agujero abierto de su puerta  y junto al sonido seco del postigo, escuchó el rumor de sus botas que se alejaban.

Entonces se terminó de lavar y se afeitó. Un conjunto de chirridos metálicos, como los  de una chata del ferrocarril y una voz apurada que gritaba: “mate y huesos”, anticipaban el desayuno. Recogió el jarro de aluminio, ahora medio lleno con un líquido verdoso  ya casi tibio, le agregó una cucharada de leche en polvo y una puntita de  azúcar. Más tarde, se sacó la divisa de carcelario e inició su sesión  de gimnasia, contando las vueltas de los dos metros de ida y los dos de retorno de su perímetro vital. Siguió con sus ejercicios hasta terminar  con las flexiones de brazos. Abrió la canilla sobre la taza del w.c. , se enjabonó y lavó cada parte de su cuerpo,  contorsionándose en modo casi circense . Después encendió su Bram Metal n 3, preparó el mate y se dispuso a leer por tercera vez el primer tomo de “Los Miserables”, de Víctor Hugo. Se lo habían traído con el carrito de la “biblioteca del Penal” un mes atrás. A falta de otros textos, la novela lograba atraer su curiosidad.

Más tarde aprovecharía de la hora de vigilancia garantizada por sus compañeros  para leer las noticias y  estudiar otros textos, en forma  clandestina. Los materiales estaban escritos en letra minúscula sobre papelitos para armar cigarrillos, encolados unos con otros y perfectamente sigilados en plástico. Los llamaban “caramelos”, tal vez por su forma o porque eran fáciles de transportar en la boca  y de eliminar en caso de peligro.

A la hora del almuerzo, un guardia y un preso social, Casimiro García, distribuyeron un guiso de fideos con unas papas adentro. Al llegar a  su turno, la ración fue magra y fría. Tuvo que eliminar algunas partes no comestibles, lavar los ingredientes, y condimentarlos, antes de ingerirlos. Poco después, aprovechando el cambio de personal, pudo comunicarse  con un par de compañeros  desde su ventana usando el alfabeto de la manos  o   a través del muro,  con  el morse.

A veces, durante la tarde, en modo imprevisto una voz ordenaba: “prepararse para las duchas” . El agua fría  le provocaba un inevitable ataque de asma que mitigaba encendiendo el  calentador o con el abrigo de una frazada y rápidos movimientos, cuando  prefería racionar  el querosén para garantizarse alguna cebadura más  durante el día.

Al caer el sol, un planchón de hierro con 21 agujeritos cerró la  ventana y  una lamparita de 35 watts quedó como la única iluminación. Pasada la cena, era la hora del segundo recuento y más tarde, el “silencio”. Desde su lecho, él observaba el cielo raso abovedado, mientras el sueño lo envolvía en medio a la opacidad de los colores muertos de las paredes.

Así llegó el día del pasaje del carro  de la biblioteca. ” Tresveintiuno, no encontré el libro que me pidió”. “Le traje este otro. Agradezcáme, es más grande”, dijo socarronamente el sargento Horacio González, con su enorme panza a cuestas. La decepción fue tremenda. Miró el titulo: “La leyenda de Thil Ulenspiegel y de Lamme Goedzack en la tierra de Flandes”, autor: Charles De Coster. La edición era muy vieja, el volumen  de gran tamaño,   polvoriento, como si nadie lo hubiera abierto durante años. El mismo, no se tomó ese trabajo . Se fue a la cama pensando cómo organizar esos momentos de lectura recreativa , ahora vacías.

Esa noche, mientras dormía sintió unos ruidos sobre el piso de su celda. No les dio importancia, una lauchita solía pasear en busca de algo para morder. No encontraría nada. Sus escasas provisiones estaban a resguardo. Se dio  vuelta y dejó que el sueño y sus sueños lo invadieran de nuevo. Los sueños eran su refugio. No sólo los nocturnos, a veces también se dejaba llevar por una especie de ensoñación diurna, esta vez más acorde con sus recuerdos y deseos más agradables.

Al otro día, como nunca antes,  un movimiento de su mano le provocó un pequeño tajito en la cara mientras se afeitaba, es decir, él mismo se lastimó, pero no entendió cómo.

Cuando fue a dejar la toalla en la parte posterior de su lecho, vio que la cama -que previamente había arreglado con su meticulosidad habitual- aparecía ligeramente desordenada. Acomodó rápidamente ese descuido sin prestarle mucha atención al hecho. Un rato más tarde, mientras hacía sus acostumbradas flexiones, sintió que su mano izquierda apoyada en el piso, resbalaba y su cuerpo se inclinaba hacia ese lado. En ese momento le pareció sentir una risita burlona que salía desde sus espaldas.

Se dio vuelta, perplejo, curioso. Y lo vio.

Sentado arriba de su alacena , un hombrecillo flaco, vestido extrañamente,  le sonreía.

Para probar si era una alucinación u otra cosa, le dirigió unas palabras.

-Ah, sos vos quien me molesta desde anoche. ¿Que hacés aquí y qué querés?

Yo soy Thil, el protagonista de la historia que has dejado en el libro encerrado. No he tenido más remedio que distraerte para llamar tu atención.

-Pues así como viniste te tendrás que ir . Yo no estoy para bromas. Y si te ven en este lugar, estaré en problemas.

Apenas dichas estas palabras, la fatídica ventanilla se abrió con  el cabo Pérez, preguntando como un inquisidor medieval: ¿Con quién está usted hablando, Tresveintiuno. ¿Con el vecino de al lado, por la pared?. Usted sabe que está absolutamente prohibido.

-No señor, hablaba conmigo mismo.

La excusa no era banal, el cabo bien sabía que los detenidos después de mucho encierro tomaban extrañas costumbres. Igualmente, se dirigió rápidamente a la celda 510 para verificar. No encontró a nadie. Tato, su involuntario habitante, había sido requerido para un trámite burocrático.  Entonces, él respiró tranquilo sabiendo que Anastasio Pérez era conocido por el rigor de sus castigos y esta vez él los había eludido . El vigilante no terminó de retirarse cuando un vientecito travieso le hizo caer la gorra al suelo, descomponiendo su porte adusta y severa. Era Thil, que no tenía dificultades en moverse de un lado al otro, saltando y alzándose del suelo tanto cuanto quisiera.

Al ver estas maravillas, el prisionero entendió que sólo él veía y sentía a Til, al que con voz más baja ahora increpó:

-Ahora decime quién sos y qué hacés aquí.

Yo soy Thil Ulenspiengel, el espíritu libre del pueblo de Flandes, del que Nela, mi amor, es su corazón y mi amigo Lamme Goedzack, su panza. Porque no se vive sólo de ideales, se necesitan sentimientos profundos y buena comida para digerir.

Sintiendo la forma y el contenido de esos extraños dichos , pensó que él mismo estaba poseído por un delirio, a fuerza de estar encerrado .  No obstante, continuó a escuchar a su interlocutor, real o imaginario que fuere.

Soy hijo de Claes y de Soetkin, nacido en Damme, Flandes. Soy Thil Claes. Me dicen “Ulenspiengel” porque soy el “espejo de la gente, soy vuestro espejo”. Y acto seguido, descompuso su sobrenombre en estas palabras: “Ik Ben Ulen Spiegel”,” soy vuestro espejo”, tradujo de la lengua flamenga. Por eso,  “veo el pasado y el futuro de las personas”.

Era demasiado, estaba por reírsele en la cara aunque sólo se le escapó un:

-Andá… No creo nada de lo que decís, es mi mente que está  en cortocircuito.

Inmutable, el hombrecillo abundó en lo que serían para él pruebas de sus capacidades:

-“El cabo Pérez, a quien recién vimos, es un herrero de fragua y bigornia, pero desde cuando escasean los caballos para herrar y las nuevas herramientas eléctricas están al alcance de los chacareros, le ha disminuido fuertemente el trabajo. Para sobrevivir tuvo que incorporarse al Penal. Ahora  alterna su trabajo particular con éste. Su corazón no resistirá muchos años a estas fatigas”.

“Esas manos callosas, que duelen tanto cuando llegan a nuestros cuerpos, pueden haber crecido alzando la maza y golpeando el “fierro” caliente”, pensó él. “Tiene coherencia”.

De ahí en más,  cada vez que se asomaba una persona a través de la abertura de la puerta, Thil  les restituía una “imagen reflejo” de su pasado y de  su pronosticado futuro. Pero aunque Thil les hablaba cara a cara, sólo el detenido lo veía y lo escuchaba.

Así fue que  supo de su boca que el sargento González , tan socarrón él, no había terminado la escuela obligatoria, donde era el hazmerreír de sus compañeros. Se había casado con la hija de un barista, una mujer libre de ataduras, como las que la fidelidad conyugal exige. Celoso como era, el sargento pidió trabajar  en la biblioteca para evitar los turnos de noche.  Pecado que ella igual lograba divertirse con sus amigos durante el día. Terminará  condenado  por un delito de honor cometido en condiciones de ebriedad, sentenció el duende travieso.

Casimiro García está cumpliendo su tercera condena por homicidio. Pacifico y sereno en su vida de interno, cuando sale en libertad , se convierte en un provocador pendenciero que termina usando el cuchillo corto que siempre lo acompaña en su cinturón. No era dificil intuir que esta vez no saldría nunca más.

Y así uno a uno, los personajes que abrían la ventanilla y asomaban su cara por ella, recibían el “reflejo a espejo” de Thil.

El detenido pensaba que Thil era solo un gran observador, que escuchaba y miraba con mucha atención a cada persona que encontraba.  Para provocarlo lo interrogó a boca de jarro:

-¿Decíme entonces, cuál es mi reflejo, cuál mi pasado y mi futuro?

No puedo ahora que la ventanilla está cerrada, todo espejo tiene su marco, tengo que verte a través de él, iré del otro lado de la puerta cuando la ventanita esté abierta.

Así fue, apenas pasó un guardia Thil se acomodó del lado externo, no sin hacerle los cuernos sobre la cabeza al  empleado que abría y cerraba el postigo.

Tu sufres de asma desde pequeño. Aún no has visto ni el mar ni la montaña, ni los valles ni las cascadas. Ni la densa niebla, ni las nieves altas. Ahora, inviertes demasiadas energías en no hacerte sancionar , pero  no percibes que la situación está cambiando. Tu futuro será lejos de aquí, con un gran mar de por medio.

Intrigado, pero sin demostrar demasiado interés quiso tener noticias más concretas, pero para ello  Thil le requirió dos florines  a cambio. El detenido no conocía esa moneda, ni tenía consigo dinero alguno,  pero Thil fue inflexible: “Es el precio de mis servicios “, adujo.

Estas ocurrencias lo hacían divertir. Con èl pasaba las horas “libres” de la mañana.  De a poco,  empezó a sentir que Thil estaba de su parte, facilitándole las pequeñas situaciones cotidianas.

Thil forzaba la mano de Casimiro para meterle la porción más sustanciosa  en su plato. Distraía a las guardias con sus travesuras cuando él estaba ocupado en actividades no permitidas. En una de las raras salidas de recreación semanales, Thil ofuscó la vista del Cabo Pérez cuando el prisionero estaba tirando un “caramelo” hacia la ventana de otro pabellón. Pérez, rígido como era, tuvo serias dudas, pero ninguna seguridad en lo que había visto. De todas maneras, lo llamó y le dijo: “Tresveintiuno, no crea que no advertí su movimiento sospechoso. Tenga cuidado, la próxima, si lo veo,  se atiene a las consecuencias”. Las consecuencias, además de sentirse a través de la mano de herrero del cabo, podrían ser días de aislamiento riguroso en el temible Pabellón 12. Pero el  tono amenazante se diluyò cuando Thil  volvió a tirar al suelo la gorra del guardia-herrero, quien   al agacharse a recogerla,  sintió romperse la costura de su pantalón de uniforme.

Al detenido, la presencia de Thil le había cambiado gradualmente el ánimo. Durante el penunbroso lapso de la tardecita entre el cierre de las ventanas con el planchón de hierro con 21 agujeritos y la hora de irse a dormir, se entretenía escuchando las originales aventuras de Thil y  de su gente en sus luchas contra Felipe II y la dominación clerical española en su tierra. Ingenio, astucia y argucias de todo tipo eran usadas por Thil y sus amigos para defender  la causa de su pueblo.

Rápidamente pasó ese mes, hasta que llegó el día en que el hombre con el carrito de los libros vino a retirar “La Leyenda…” , ahora perfectamente limpio, sin polvo alguno.

-Y, ¿ le gustó, era largo, no? – quiso burlarse el sargento González, cuando una fuerza para él desconocida llevó su mano hacia el ahora aparecido segundo tomo de Los Miserables que inmediatamente consignó al otro lado de la ventanilla. Mientras esto sucedía, sus pies resbalaron sobre el piso y cayendo con el trasero por tierra, sintió una vocecilla que se le reía en sus orejas.

Esa fue la última vez que el prisionero vio a su nuevo amigo, Thil Ulenspiegel, “el espíritu del pueblo de Flandes”, mientras se retiraba  por los corredores del pabellón, saltando y corriendo junto al carrito de la biblioteca.

Eso sí, cuando el cabo Pérez vino a buscarlo  y le ordenó. “Tresveintiuno, salga para visita”, él no se movió y lo miró fijo a los ojos. El cabo, menos convencido ahora,  repitió “tresveintiuno, tiene visitas” . Y nada sucedió. Cuando finalmente, moderó el tono : “Alberto Sánchez, sus familiares lo esperan”, él  lo acompañó,  con la cabeza alta, sin bajar la mirada al piso , imbuido de una nueva energía que lo atravesaba ,  con las manos  que se balanceaban al ritmo de sus pasos, caminando suelto hasta llegar a la Capilla del Penal, donde finalmente abrazó a su madre.

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