Una niña obsesionada por el cosmos, dos padres modelos y una Buenos Aires donde el futuro es de una ferocidad apacible, todo desde el punto de vista de un narrador tan ubicuo como sospechosamente inexistente. Un relato que habla de la fealdad y de la belleza, de la muerte y del amor, de padres e hijos, todo eso que habita de a ratos el universo. (Foto: Helmut Newton)

Eran las noches de la primera gran nevada sobre Buenos Aires. Una furia blanca e imprevista que convirtió a algunas avenidas en pistas de bajo riesgo o de riesgo mediano. Todo el mundo compraba esquís y gorros de lana y en las esquinas crecieron kioscos que vendían chocolate caliente y asaban castañas en cacerolas deformadas por los golpes y la desesperación. Todos decían que, ahora sí, por fin, éramos parte indivisible de Europa. Algunos morían de frío sin decir nada.

Eran las noches en que el tipo ese se había vuelto loco del todo y había decretado que los televisores no se apagaran nunca. Los televisores siempre encendidos y él todo el tiempo en cadena frente a las cámaras —a veces fuera de cuadro, a veces con problemas de sonido, a veces en blanco y negro— recitando incoherencias que los mejor intencionados o los cortesanos aduladores o los más imbéciles no vacilaban en relacionar con ciertas profundidades hopi o alturas lama o superficies masónicas.

Eran las noches en que un argentino asesinaba a Salman Rushdie en un balneario llamado Fondo del Mar para cobrar la recompensa de la fatwa y donarla a un fondo de beneficencia para que su futbolista favorito pudiera seguir jugando en el país y no viajara a Italia.

Eran las noches en que alguien conocido como El Muerto —un rumor, una leyenda, una expresión de deseo— saltaba de un tejado a otro persiguiendo a Le Petit Prince, ese asesino serial que te pedía el dibujo de un cordero y si no le gustaba…

Eran las noches en que todos aquellos que habían participado en el rescate de los huesos faraónicos de Ernesto «Che» Guevara morían uno tras otro, como si alguien los fuera tachando en una lista, de maneras tan absurdas como inexplicables.

Eran las noches en que se volvía a alzar el Muro en Berlín y una tribu de paquistaníes del Quartier Latin tomaba el Louvre por asalto y a la Gioconda como rehén y era la noche, en Estados Unidos, en que Michael Jackson se suicidaba saltando desde la llama de piedra y acero y cristal de la Estatua de la Libertad.

Eran las noches, las primeras noches del Tercer Milenio.

Y las noches ya no eran negras. Las noches ahora eran grises.

La tiranía del progreso y la dictadura del neón habían abolido para siempre la idea de la oscuridad y todos dormían con antiparras sobre los ojos y con las persianas bajas y con las carretas en círculo ante la poco sorpresiva eventualidad de un ataque sorpresa.

Pero hay varias maneras de comenzar esta historia. Una de ellas —como se ha visto— es la de levantar bien alto las vigas de la Historia Universal, conformarnos con la engañosa espectacularidad de viajar sin moverse por correo electrónico y autopista informática, sucumbir a la idea de estar en todas partes cuando no se está en ninguna.

La otra manera —la que a mí más me interesa— es la de apoyarse en una historia privada. Una historia mínima y, por lo tanto, abarcable.

Eran las noches en que un hombre no podía dejar de pensar en un nombre de mujer.

Me explico: cuando creemos que todo ha terminado, los muertos siguen viviendo en los lugares más insospechados, casi siempre muy cerca. En el breve suspiro de silencios entre una palabra y otra, por ejemplo.

Así:

¿Qué (Diana) es (Diana) lo (Diana) que (Diana) pensás (Diana) hacer (Diana) el (Diana) próximo (Diana) lunes (Diana) a (Diana) la (Diana) noche?, le pregunta alguien al hombre que no puede dejar de pensar en un nombre de mujer.

Diana está muerta. Diana se murió. Diana sigue muerta pero Diana todavía respira en las cinco letras de su nombre. La palabra Diana como un microorganismo, invisible pero omnipresente, en la idea de esa reunión donde están a punto de invitarlo, supone él. Ya se ha acostumbrado a la bienintencionada ineficacia de estos salvavidas. Entonces las gastadas líneas de no tengo con quién dejar a la nena, y la sonrisa telefónica de pero por qué no vienen los dos y les ponemos un video en el cuarto y listo, y la idea de que si no dice por lo menos una vez que cada nueve veces que dice no, la cosa puede complicarse. Va a empezar a creerse en serio que Diana no está exactamente muerta, que Diana sigue viviendo y que él —cada vez más parecido a un muerto que a un vivo— respira por ella.

Un muerto que respira.

Un muerto que respira y esta vez contesta .

Un muerto que se llama Daniel.

Un muerto que es padre y viudo y que tiene una hija viva que se llama Hilda.

Al principio nos negamos con todas nuestras fuerzas y nuestro terror a acercarnos a un muerto. Preferimos no verlo, «recordarlo como fue en vida y bla bla bla». Entonces ocurre algo extraño: alcanza con presentirlo en una esquina de nuestro ojo, intuirlo casi involuntariamente, para descubrir que ya no podemos dejar de mirarlo.

Es ahí cuando nos asomamos a los bordes del ataúd como a los filos de un acantilado y miramos hacia el fondo desafiando al vértigo de nuestro propio e inevitable futuro.

Es ahí cuando detrás de la estupidez de un «Parece que estuviera durmiendo» nos aproximamos a la certeza del «Está muerto, es otro, es el mismo, y ya no puede reconocerme… este muerto ya se olvidó de mí para siempre».

En cualquier caso, nadie en su sano juicio que contemplara el cadáver de Diana podría decir que «parece que estuviera durmiendo».

Pero me estoy adelantando.

Ahora, en mi pantalla, Daniel entra al cuarto de Hilda y le dice que se levante, que van a ir a una fiesta. Hilda estaba dormida, son las once de la noche. Hilda abre los ojos y se hace a la idea de que otra vez está en la Tierra, que tiene una misión que cumplir. Hilda se viste despacio. Daniel se sienta en su cama y la mira ponerse un vestidito demasiado hermoso y enciende un cigarrillo y la sigue mirando mientras piensa por qué no se habrá muerto ella en lugar de ella, de Diana, y enseguida piensa que no está bien que él esté pensando esas cosas y mira para otro lado.

«Me imagino que no vas a llevar el almohadón mugroso ese», le dice Daniel a Hilda sin mirarla.

El humo de las palabras sube hasta el techo y se queda allí.

Hilda no le contesta. Hilda sabe por experiencia que mejor no contestarle a su padre cuando éste se encuentra a punto de ir a una fiesta y agarra su almohadón bien fuerte y lo abraza contra su pequeño pecho y sale del cuarto seguida por Daniel.

Camino de la puerta, Hilda se detiene por unos segundos frente al televisor. El señor —ese señor con los ojos colorados y el pelo revuelto y la corbata torcida que está todo el tiempo en todos los canales— ahora dice algo sobre «estratosfera», sobre «cohetes», sobre «exploraciones interplanetarias argentinas», sobre «la patria cósmica». Y aunque Hilda no vea mucha televisión —Hilda nunca se refiere al televisor como «la tele»—, a Hilda le dan ganas de quedarse escuchándolo.

Tal vez el señor diga algo sobre Urkh 24, piensa Hilda.

Hilda está segura de que ella no nació aquí, de que Diana y Daniel no son sus padres, de que ella es la avanzada de un planeta que no aparece en los mapas ni en los telescopios.

Un planeta llamado Urkh 24.

Un planeta donde Hilda es hermosa.

El cuarto de Hilda está decorado con posters de galaxias y constelaciones y un móvil con los planetas del sistema solar y la cama tiene forma de cohete espacial. Hilda tiene ocho años y —Daniel no está del todo seguro por qué— Hilda vive obsesionada por la idea de la inmensidad del universo y sus múltiples posibilidades o por la idea de las limitaciones propias y de no ser nada si uno compara su modesto brillo con el rayo encandilante de los años luz.

Cuando alguien le pregunta a Hilda con voz meliflua qué es lo que quiere ser cuando sea grande, Hilda toma aire y contesta sin dudarlo, con el ceño fruncido y con la rapidez de quien está diciendo una palabra muy larga y no quiere caer en el hueco de sus vocales o engancharse en las espinas de sus consonantes.

«Cuando sea grande quiero ser la persona que descubra pruebas irrefutables de vida inteligente en otros planetas», contesta Hilda.

Y la persona que hizo la pregunta dice «Qué simpática», cuando en realidad piensa «Qué rara».

Todo esto me lo contó Diana y la verdad que, sí, Hilda es una nena bastante rara. Tal vez haya tenido que ver el modo en que Hilda fue concebida. Una noche en que Diana y Daniel estaban viendo un documental en televisión sobre el inevitable y parsimonioso recalentamiento del planeta. Uno de esos documentales apocalípticos donde una voz grave les pone las palabras justas y precisas a los incendios forestales, a los terremotos, a las inundaciones.

Esa noche Diana y Daniel decidieron que no iban a tener hijos, que no tenía sentido alguno traer a alguien a este lugar condenado y una cosa fue llevando a otra y apagaron el televisor, hicieron el amor y encendieron a Hilda.

Hilda nació sietemesina, muerta.

Hilda nació sin llorar y desde entonces que no llora.

Hilda nació con el cordón umbilical alrededor del cuello y la reavivaron nadie sabe muy bien cómo y aun así las expectativas de supervivencia eran más bien escasas.

Por eso le pusieron Hilda. Nombre de vieja. Por cábala.

«Le pusimos ese nombre porque nos dijeron que las posibilidades eran pocas, que iba a estar muy poco tiempo en este planeta. Le pusimos Hilda para que pareciera más grande y más sana y más fuerte», repetían una y otra vez, como disculpándose, Diana y Daniel.

Hilda sobrevivió. Hilda duerme entre planetas y estrellas fugaces. Hilda se despierta durante la noche gritando no porque su madre haya muerto sino por el ininterrumpido aumento del diámetro del agujero negro de ozono.

¿A quién se parece Hilda? Una cosa es segura: Hilda no se parece a Diana ni a Daniel.

Hasta que decidieron empezar a trabajar en publicidad, Diana y Daniel siempre se asemejaron, en cambio, a dos fugitivos de un desfile de modas, dos modelos que se cansaron del circo de todo aquello y siguieron de largo por la pasarela. Diana me contó que la gente se daba vuelta para mirarlos caminar por la calle, que algunos hasta les sacaban fotos confundiéndolos quién sabe con cuáles semidioses. Turistas japoneses, seguro. Acá y en Europa y en Estados Unidos. Ellos se reían, claro. Y seguían caminando. Ellos apenas tenían que sonreír para que el mundo se moviera mucho, como si vivieran en back-projecting, como si alguien le pagara a un ser invisible para que fuera cambiando las postales a sus espaldas, en ese fondo más azul que todos los cielos. Tal vez había algo obsceno —casi pornográfico— en la combinación de sus respectivas bellezas, sumada a la ya casi legendaria felicidad que destilaban juntos. Diana y Daniel eran una de esas parejas arquetípicas. La excepción que confirmaba la regla. Una pareja demasiado hermosa para ser cierta y, por lo tanto, demasiado envidiable. Tal vez, la verdadera naturaleza de su tragedia resida en que Diana y Daniel decidieron tomar el camino más fácil: Diana y Daniel acabaron siendo aquello que parecían. Modelos argentinos. Así, más de uno de sus amigos respiró tranquilo cuando nació Hilda. Hilda como la prueba incontestable de que no todo es perfecto. Casi todos los amigos de Diana y Daniel eran modelos argentinos o lo habían sido o estaban a punto de serlo. Yo también fui modelo argentino.

Digo modelo y enseguida propongo la sombra de argentino porque me parece más definitivo, me parece que corresponde. Un modelo argentino es aquel que sin problema alguno —entre una pasada y otra, en un desfile— no duda en anunciarte que últimamente incursionó en el cine cuando en realidad hizo el papel de piloto de aerolínea en uno de esos breves documentales que preceden al despegue de un avión y el principio de un viaje y que pretenden enseñar a todo el pasaje la estupidez distractora de los salvavidas debajo del asiento para el instante cuando todo se venga abajo. Éramos todos modelos argentinos; es decir, modelos que funcionaban nada más que adentro de la Argentina, modelos que no eran conocidos en ninguna otra parte.

Si hay un rasgo distintivo que hermana a todas las personas débiles de este mundo es la insistencia en hacer una y otra vez aquello que saben les sale más o menos bien. Los modelos argentinos son, por lo tanto, personas débiles y yo era una persona débil. Yo era uno de esos típicos hombres de cuarenta años ideales para propaganda de cigarrillos en velero o de automóvil junto a campo de polo. Producto nacional imposible de ser exportado. Supongo que Diana y Daniel podrían haber tenido suerte afuera si se hubieran ido a tiempo, si no hubiera nacido Hilda.

La única modelo argentina que no es argentina es Piva y está muerta. Piva se murió de una enfermedad nueva, una enfermedad rara y —antes del final— Piva dejó estipulado que su velorio sería una gigantesca producción fotográfica. Nada de ataúd. Piva de pie, sostenida por un mecanismo invisible que, cada cinco minutos, la hacía moverse ligeramente desafiando la inminencia del rigor mortis. Invitados y flashes y varios canales de televisión. Helmut Newton sacó las fotos. Está todo ahí, en la portada de Vanity Fair.

Pero Piva no fue más que la excepción que confirma la regla en un país donde soplaba fuerte el huracán Anorexia y el ciclón Bulimia azotaba sin miramientos el tallo y el talle de lánguidas vírgenes desesperadas por trascender rápido y fácil. Un país en el que demasiada gente había renunciado al don de la sonrisa porque les hacía doler las costuras de una última cirugía estética que nunca era la última.

Una vez leí algo que dijo una fotógrafa profesional. Una fotógrafa muy famosa; no recuerdo su nombre pero sí que comenzó sacando fotos de moda en los años cincuenta para terminar persiguiendo a freaks y a aberraciones de la naturaleza por las noches de New York. Una fotógrafa que acabó velando lo negativo de su vida cortándose las venas. Esa fotógrafa dijo que una foto es un secreto sobre un secreto, que una foto buena es aquella foto que puede contarse.

De ser esto cierto, nuestras fotos —las fotos de los modelos argentinos— no funcionan como cuentos, no esconden historias.

Está todo ahí.

En blanco y negro o en colores.

Da igual.

Nada.

Ésta es también, de algún modo, una historia de amor.

A mí todas las historias de amor me recuerdan la historia de mi madre.

Mi madre fue otra de las tantas víctimas de la belleza. Una reina de concurso de provincias que dejó a mi padre y se escapó conmigo y llegó a la capital a probar suerte y acabó alcanzándole en cámara vasos con vodka a un popular showman que despachaba un trago largo y exclamaba «¡Pero qué rica está el agüita hoy!».

Mi madre siempre me aseguró que había dos formas de amarse: el amor de aquellos que se tomaban de la mano y emprendían el duro ascenso de una montaña, o el amor de aquellos que se tomaban de la mano y se arrojaban montaña abajo. Cuando yo le preguntaba si no existía alguna otra posibilidad, mi madre —cuya única tarea como la Chica Agüita era fingir que le recordaba al oído del conductor la marca del agua patrocinadora y quien acabó saltando desde el trampolín más alto de una piscina vacía— me obsequiaba una sonrisa triste de pastillas y balbuceaba un «Claro que sí: hacer volar la montaña por los aires con una buena carga de trotyl y que todo se vaya a la reverendísima mierda».

Me pregunto en qué parte de la montaña se conocieron Diana y Daniel.

Me pregunto si el hecho de que Diana y Daniel hubieran hecho trampa, que todo haya comenzado con ellos volando en un avión sobre la montaña, no habrá tenido cierta incidencia en el desarrollo de acontecimientos futuros.

Diana y Daniel se conocieron por accidente, literalmente.

Diana y Daniel se conocieron en un avión que cruzaba el Atlántico. Estaban conversando sobre lo irracional de que un avión volara, de que un avión pudiera volar, cuando —como si el Jumbo aquel los hubiera oído hablar sobre él y se dispusiera a caer en la más profunda de las depresiones— los acontecimientos se precipitaron. El avión entró en picada y los carteles luminosos tuvieron el pésimo gusto de informarles a los pasajeros que no estaría de más —por las dudas, por si Dios llegara a existir— cumplir con la farsa esa de ajustarse los cinturones de seguridad y apagar los cigarrillos. Todo el episodio no pudo haber durado más de treinta segundos, el avión recuperó la estabilidad como si se despertara de una pesadilla y la voz del piloto informó con acento cowboy, que casi «Estuvimos a punto de comprar la granja en el cielo, ¡¡¡wooooweeeee!!!». Diana y Daniel no lo escucharon. Diana y Daniel estaban debajo de una frazada haciendo el amor como gatos en celo, transpirando el terror de la muerte de cerca, pensando en que nada era casual y en que no iba a hacer falta llamar a la azafata para pedirle un orgasmo simultáneo y múltiple.

Una vez en Japón —habían viajado allí para filmar un comercial de cigarrillos, uno más de la serie que los mostraba fumando alrededor del mundo, la vida es humo y la geografía también—, Diana y Daniel se pararon frente a una de las últimas atracciones en las colosales video-arcades de Hong Kong.

Una de las temperaturas más altas de la Fiebre Patchinko que obliga a jugar y seguir jugando.

Una máquina llamada Love Love Simulation.

Un artefacto diseñado para predecir cómo va a ser el bebé de una determinada pareja. Cinco dólares por la ranura y el artefacto registraba los rostros del hombre y la mujer y después los combinaba en una perfecta predicción digital. Cromosomas láser. Me lo contó Diana en una postal. Si uno era soltero, la máquina ofrecía también candidatos potenciales o —de preferirlo— combinaba el rostro propio con el de flores, orangutanes o pinturas famosas. Diana y Daniel ingresaron sus respectivos rostros y —me contó Diana— el producto resultante, el hijo hipotético, era tan hermoso que la misma máquina recomendó mirarlo con los ojos entrecerrados, detrás de lentes oscuros y de lejos, por las dudas. Un ángel de luz, una nova nueva.

Lo que demuestra que las máquinas todavía están a la baja altura del hombre. Las máquinas se equivocan y si me preguntan a quién se parece Hilda —de existir una máquina que recorriera el camino inverso de Love Love Simulation, un ingenio mecánico que rastreara padres en lugar de hijos— no dudaría demasiado en contestarles que Hilda se parece a, que Hilda viene de, que Hilda es el fruto de un improbable matrimonio entre Ernest Borgnine y Edward G. Robinson.

Hilda es fea.

Hilda es fea y los relámpagos golpean la superficie del planeta alrededor de cien veces por segundo y la temperatura de los relámpagos es cinco veces más alta que la existente en la superficie del sol. 30.000 grados centígrados.

Hilda es muy fea.

La primera en contarle una historia sobre Urkh 24 a Hilda fue Diana. Le contaba esas historias para que se durmiera, para que viajara por el espacio, para que asimilara desde chica la posibilidad de mundos mejores.

Con el tiempo, las historias de Diana fueron cambiando. Diana dejó de describir las maravillas naturales de ese planeta para insistir en ciertos detalles. «En Urkh 24, Hilda sería la más bonita de todas las nenas», le contó Diana una noche antes de salir para una fiesta modelo. Daniel la escuchó mientras se hacía el nudo de la corbata y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no estrangularla a Diana, para no estrangularse. Después, discutieron por cualquier otra cosa en el ascensor mientras Hilda se quedaba a solas y a oscuras.

Hilda en su cama diciendo cosas como «El planeta Tierra tiene 4.600.000.000 años de antigüedad, cuenta con noventa y cuatro elementos químicos naturales y se piensa que hay vida en él desde hace tres o cuatro billones de años. El hombre moderno tiene, apenas, 10.000 años de edad…».

Hilda sabe todas estas cosas porque las leyó en la caja de un almohadón con forma de planeta Tierra que yo le regalé cuando cumplió cinco años. Lo compré impulsado por un sentimiento raro pero que me pareció interesante respetar. Se lo di a Diana esa noche para que se lo regalara a Hilda.

El almohadón era norteamericano y todos los datos cósmicos estaban en millas y no en kilómetros; por eso ahora Hilda tiene problemas en la escuela.

A Hilda no le interesan los kilómetros ni la acepción hispana de los billones en relación a la acepción anglosajona de los billones.

Hilda empezó a rezar.

Hilda aprendió a creer en algo, a partir de la caja de un almohadón importado.

Hilda les reza todas las noches a los Grandes Jerarcas de Urkh 24.

Hilda no va a traicionar a su almohadón.

Hilda va con su almohadón planetario a todas partes, aunque, con el paso de los años y los colores desteñidos, resulte un tanto difícil identificar la silueta de los continentes.

Mejor, piensa, Hilda, mi almohadón ya no es más la Tierra; ahora mi almohadón es Urkh 24.

Recuerdo que Hilda abrió el paquete y abrazó el almohadón y me sonrió una sonrisa en la que faltaban varios dientes y, por un instante, Hilda me pareció casi hermosa.

Daniel pensó que era una fiesta de modelos pero no.

Daniel se acuerda que los modelos ya no lo invitan a las fiestas de modelos. Daniel es demasiado inestable estos días, camina mal, fotos movidas, ropa arrugada. Daniel perjudica la imagen del producto.

Éste es otro tipo de fiesta y Daniel se pregunta qué está haciendo aquí. Daniel no puede acordarse de quién lo invitó. Son casi todos más jóvenes que él. No conoce a nadie. Reconoce a alguien. En el balcón. El músico ese. El que se casó con la modelo esa amiga de Diana, la modelo que se volvió loca o que quiso suicidarse o que está en un manicomio. Algo pasó con un bebé. Daniel no está seguro ni quiere estarlo. El hombre lo mira a Daniel y Daniel mira al hombre —«Federico», piensa, «el tipo se llama Federico no sé qué»— y los dos se miden como si quisieran comprobar quién tiene la mejor tragedia, quién la tiene más grande y más larga. Se saludan con la mano de una punta a la otra del living pero ninguno de los dos hace ningún esfuerzo por encontrarse en el centro. Sería demasiado mal karma junto. Sería peligroso y las polaridades iguales se rechazan.

Ahora Daniel es viudo.

La viudez es como haberse mudado a un país desconocido sin darse cuenta, como hablar un nuevo idioma que se aprendió en una noche con uno de esos métodos audiovisuales, como los anticipos de las nuevas colecciones europeas. Allá es primavera y acá es otoño.

Una vez alguien me dijo que enviudar era como despertarse bajo el agua y descubrir que a uno le han extirpado los pulmones durante la noche. En este sentido, los modelos tienen suerte. Los modelos aprenden a respirar bajo el agua. Los modelos están acostumbrados a ser vistos y apreciados como peces flotando en un acuario o en una película de carne y hueso.

Pienso en que Daniel piensa en Cary Grant, en James Stewart, en viudos de celuloide. Daniel mira esas películas en blanco y negro en las que la figura del viudo es algo romántico y hasta gracioso y, por supuesto, codiciado por todas las jóvenes de la fiesta. Daniel nunca ve esas películas hasta el final porque le da pánico la idea de descubrir que terminan bien, que entonces él también estará obligado a luchar por la posibilidad de un final feliz o que, peor todavía, que la vida continúa.

Daniel entonces apaga el televisor y se concentra en las páginas satinadas del book de Diana. Fotos grandes, ojos que miran a los ojos. Diana bajando de una limusina, Diana subiendo a una escalera de pintor, Diana saliendo del mar, Diana entrando a una bañera. A Daniel le sorprende descubrir que las fotos también mueren. Las fotos se mueren cuando la persona que aparece en la foto se murió. Las fotos cambian de signo entonces: antes, las fotos eran la evidencia inmóvil de un ser vivo para, de improviso, convertirse en las fotos del muerto cuando estaba vivo. Ahora las fotos de Diana están más vivas que Diana, descubre. A veces, si las mira fijo durante horas, hasta podría jurar que esas fotos se mueven, que Diana le guiña un ojo en esas fotos.

Daniel se ríe demasiado fuerte y hay noches en que despierta a Hilda con sus carcajadas. Las carcajadas de Daniel son una nota larga y aguda y firme. Daniel se ríe del mismo modo en que los chinos lloran.

Daniel regaló la ropa de Diana. La donó a alguna parte preguntándose a quién le podría resultar práctico todo eso. No hay nada más inútil que la ropa demasiado hermosa especial y hermosamente diseñada para una mujer demasiado hermosa. Ni siquiera otra mujer demasiado hermosa puede sacarle provecho.

Lo único que conservó Daniel fue el cepillo de dientes de Diana.

Retrato de hombre lavándose los dientes con el cepillo de una mujer muerta.

Todas las noches, más o menos a esta hora.

La noche en que Diana murió, Daniel llegó tarde a su casa. Hilda estaba en la casa de una amiga o de una tía o encerrada en su cuarto mirando al cielo por un telescopio. Había un mensaje en el contestador automático. Daniel volvía de identificar el cuerpo de Diana en la morgue judicial y después, de pie frente a la lucecita roja parpadeante del aparato, Daniel identificaba la voz de Diana. La voz de Diana diciendo: «Problemas en el canal. Se borraron varios videos. Hay que grabar de nuevo todo un capítulo. No sé a qué hora voy a llegar».

«Problemas», pensó Daniel. Y después pensó «Borraron» y «No sé a qué hora voy a llegar».

Daniel escuchó el mensaje varias veces. Demasiadas. «Era verdad, los fantasmas existen», pensó Daniel mientras escuchaba una y otra vez la voz mentirosa de Diana.

«Todas las morgues son iguales», pensó Daniel. No estaba seguro de esto, claro, pero yo estaba seguro de que pensaba eso. Es decir, se piensan ese tipo de cosas cuando se entra a una morgue. El solo hecho de pensarlo —de descubrir que todavía podía seguir pensando— lo tranquilizó un poco. Así, el razonamiento circular —se sube al trampolín de una abstracción fría e impersonal para poder zambullirse mejor, desde más alto, en las rompientes del dolor— es el siguiente:

1) Estoy en una morgue.

2) Conozco todas las morgues.

3) No tiene sentido volver a una morgue por lo que me queda de vida.

4) No me va a ocurrir nada más terrible que esto hasta que me muera, hasta que me traigan a una morgue.

5) Diana.

Enseguida, todos los oficiales de policía son iguales y todos los empleados de morgue son iguales. Todos huelen a formol, a frío, a puertas pesadas y a camillas de metal con un desagüe en el centro. Daniel mira primero el cadáver de una vieja que alguien dejó en el pasillo. Lo mira fuerte, bien fijo, con todos los ojos, pensando que si mira a un muerto antes —a cualquier muerto— la visión de Diana muerta no va a ser tan terrible y devastadora. El empleado le dice algo, le muestra un bolso y, sí, es el bolso de Diana, así que por qué no me vuelvo a casa, piensa Daniel. Se acuerda de haber leído en alguna parte que ya hay morgues televisivas, cadáveres por circuito cerrado. Uno sintoniza a su muerto. Uno mira a un muerto en un televisor —brightness, colour, freeze— y se pregunta cuándo llegarán los comerciales. Daniel y el empleado bajan por un ascensor, caminan por un pasillo, entran a una habitación. Sobre la puerta, en latín, en mayúsculas, se lee: deja que las palabras callen. deja que la risa huya. éste es el sitio donde los muertos se complacen en ayudar a los vivos.

Uno de los empleados le dice a Daniel que Diana había donado sus órganos. Daniel le dice que no sabía nada. El empleado le da un formulario para que firme y le advierte algo, le explica una cosa.

Tiempo después —en el medio de un desfile demasiado largo en el que se detuvo en un extremo de la pasarela y empezó a hablar y a hablar y no podía parar de hablar incluso cuando lo arrastraron entre varios modelos hasta los vestuarios—, Daniel pensaría que ya nada importaba, que estaba todo bien, que se pierde todo sentido del ridículo una vez que uno se ha arrojado sobre un cadáver para besarlo y pedirle que hable mientras, en algún lugar, uno sabe que está besando un cadáver sólo para no tener que preguntarse, tiempo después, por qué no lo habré besado.

Daniel siente vergüenza de estar besando un cuerpo al que sólo se lo puede reconocer por un anillo y por las piernas más famosas del país.

Después, cuando Daniel se calmó, le trajeron ropa limpia y lo llevaron a un baño para que se lavara la sangre.

Después le dieron un whisky caliente y barato.

Después le preguntaron si podía identificar al hombre que acompañaba a la occisa.

Después le mostraron mi cadáver.

Nunca salgo con documentos.

Siempre pensé que traía mala suerte salir con documentos, ser fácilmente identificable, ser fácil.

Ja.

En la morgue, Daniel acertó mi apellido pero confundió mi nombre y —a la altura de las más que pertinentes identificaciones y de legitimar credenciales— ustedes hacen bien en preguntarse por qué soy yo el encargado de contar esta historia. Por qué no Diana. Dónde está ella, en cualquier caso.

La respuesta no es sencilla y no hace mucho que estoy aquí. Alcance con decir que ella está en lo que nosotros, desde allí, cuando estamos vivos, no vacilamos en llamar el Más Allá, y que desde que estoy aquí no he dudado en llamar «El Extranjero».

Una de las muchas y aristocráticas tías de Diana sostenía que morirse era un gesto de profundo mal gusto; por lo tanto, cada vez que algún familiar exhalaba su último aliento, ella no vacilaba en informar a sus relaciones —como si las necrológicas de La Nación fueran un torpe espejismo de papel y tinta— que éste «se fue al Extranjero, está de viaje, no sabemos cuándo vuelve». La tía de Diana decía «El Extranjero» como si estuviera escrito con mayúsculas, como si se refiriera al hotel más caro y exclusivo de la Costa Azul.

El nombre y la idea, no demoré en descubrir, le calzan a la perfección a este sitio. Un vago aire de tránsito constante, la confusión de una valija en la que ya no hay más espacio para tatuarle una nueva calcomanía con un nombre de ciudad exótica, una fiebre de aduana y ese perfume de ozono que pica en la nariz y sólo se respira en los aeropuertos, en los muelles, en las estaciones de tren y, sí, en los cementerios.

El Extranjero no está exento de ciertas cuestiones burocráticas, claro. Las descripciones de orden físico no son lo más indicado cuando se intenta explicar el vacío en el que ahora floto; pero no estaría de más acortar las distancias, relacionarlo con ciertos pisos de oficinas divididos en compartimentos que a la vez se subdividen en otros compartimentos.

Yo estoy en uno de ellos.

Tengo una silla, un escritorio y un televisor. Nada del otro mundo el televisor. Los he visto mejores y más modernos en Buenos Aires. El Extranjero o el Más Allá, o como ustedes quieran llamarlo, atrasa un poco.

En el televisor veo a Hilda y a Daniel y a Daniel con Hilda. Supongo que Diana está en otro compartimento. A veces creo oír el rumor blanco de otros televisores, de otros programas en el aire. A Diana no la he visto desde la noche del accidente.

Tal vez su ausencia tenga que ver con el daño sufrido por su cuerpo y con que haya demorado casi media hora en morirse.

Tal vez Diana haya sido derivada a algún tipo de sección de reparaciones.

Tal vez la estén maquillando.

Tal vez vuelva a verla algún día de éstos.

Yo, por el contrario, no sufrí nada y, al reconocer mi cuerpo, Daniel no tuvo dificultad alguna en ubicarme más allá del error antes señalado. Yo califiqué sin problemas dentro de la estúpida categoría «parece que estuviera durmiendo», dentro de la línea cadáveres bien parecidos. Apenas la marca de las uñas de Diana en mi mejilla izquierda.

Yo dejé de existir en el tiempo que demora en leerse un haiku, la cabeza girando más allá de las posibilidades que le corresponden, el cuello que se rompe como una rama.

Tal vez se me haya concedido a mí el relato de la historia porque siempre quise ser escritor y nunca quise ser modelo pero, se sabe, las fotos pagan mucho mejor que las letras.

Tal vez éste sea mi premio post-mortem, mi porción de paraíso, la posibilidad de contar una historia. O tal vez un indescifrable código de moral y buenas costumbres determine que el amante muerto de una madre muerta esté obligado a velar por una hija viva por toda la eternidad.

Tal vez yo venga a ser algo así como el ángel de la guarda de Hilda.

Tal vez la ausencia de Diana esté intrínsecamente ligada a que nos morimos por su culpa. Ella conducía el automóvil. Ella estaba pasada de revoluciones y no dejaba de extraer de su bolso un frasquito de plata y se lo metía en la nariz mientras cantaba a los gritos una canción sin forma.

(Pienso en Daniel y pienso en que Daniel no podía evitar pensar, cada vez que Diana incurría en alguno de sus cada vez más frecuentes excesos histriónicos, en cómo sería Diana dentro de veinte o treinta años. A Daniel le daba un poco de miedo imaginársela; pero, es cierto, Daniel fue siempre una de esas personas demasiado preocupadas por los epílogos mientras que yo, por el contrario, nunca me proyecté mucho más adelante que uno o dos capítulos en mi vida. Para mí, la sobrevalorada idea del futuro siempre se presentó como uno de esos animales que todos consideran tiernos y suaves hasta que se acercan para lamerte la mano o la cara y entonces qué asco. El futuro es un conejillo de Indias del mismo modo que uno es un conejillo de Indias del futuro. Ahora no importa, ahora todo es presente indefinido.)

Diana conducía con una mano y con la otra se hundía el frasquito en la nariz y respiraba profundo. En algún momento de la noche nos paró un policía que reconoció a Diana y le pidió un autógrafo para su mujer. Diana había conseguido un pequeño papel como Ani, madre joven histérica de Tony, modelo joven autista en un programa de televisión llamado Beataminas. Diana abrió una carpeta y sacó una copia de esa foto donde aparece casi desnuda y la cruzó con su firma, como si quisiera tacharla para siempre y le prometió al policía que iba a manejar más despacio y aceleró a fondo.

Yo entonces, para distraerla, pensando que era lo mejor —estaba equivocado—, le contaba historias de Piva.

Diana quería ser como Piva y yo le contaba historias de Piva cada vez que la sentía perder el rumbo y tomar curvas demasiado cerradas a demasiada velocidad. Le conté cómo fue que Piva había sido descubierta dando clases de natación a niños de cinco años y cómo llegó a filmar con un director de cine maldito llamado Lyndon Bells, un hombre que había alcanzado a terminar y estrenar una obra maestra en los años treinta o algo así, Amo del mundo, y que de ahí en más sólo se dedicaba al género de los films inconclusos. Muchos fueron, con el tiempo, ensamblados por ratones de cinemateca que les dieron el prestigioso aspecto de documentales involuntarios, de exitosas crónicas del fracaso cíclico.

En uno de ellos —en una de las escenas más famosas de otro proyecto abortado cuyo título de trabajo había sido F for Fashion— aparece un ya legendario primer plano de Piva que alcanzó para consagrarla como gran actriz por más que ya nunca volviera a pararse frente a una cámara. En la escena, un torbellino de emociones parece azotar su rostro perfecto y cambiante, la lujuria funde con la sorpresa del terror y luego estalla la indignación y el llanto. Se han escrito más monografías sobre esos cincuenta segundos de celuloide que sobre los agujeros negros o La tempestad de Giorgione. Le conté a Diana que el truco de Lyndon Bells para conseguir semejante milagro —como casi todos los trucos detrás de todos los milagros— fue banal y hasta vulgar: sin que Piva lo supiese, Lyndon Bells envió a uno de sus asistentes a que le tocara el culo mientras filmaban. Me lo contó Piva una noche en una cama, le conté a Diana en el automóvil. Me reí. Diana se rio un poco, se rio sin risa, se rio como si pensara que me estaba riendo de ella. Después, en algún momento, en la ruta, Diana empezó a gritar como loca y a pegarme y lo siguiente que recuerdo es que nos incrustamos en la parte trasera de un camión cargado hasta los bordes con vacas blancas y negras.

La noche se llenó de mugidos.

Carne argentina de exportación.

Muy apropiado.

Claro que Diana no estaba entonces y nunca estuvo enamorada de mí. Nada más alejado de la realidad. Tampoco yo estaba enamorado de ella; pero hay algo en la glamorosa sordidez de nuestro oficio que nos impide negarnos a los requerimientos del cuerpo de un colega. Sería poco profesional porque nosotros somos nuestros cuerpos.

Si me lo preguntaran a mí —ante la imposibilidad de preguntárselo a ella— no dudaría en responder que Diana amaba a Daniel o, por lo menos, amaba la idea de amar a Daniel. Yo, al igual que tantos otros, no fui más que una sombra para Diana. Yo tenía el irresistible atractivo de ser más viejo que ella y, por lo tanto, seguro. Yo era uno de los viejos con los que Diana se acostaba para no caerse. Espejos negros, cómodas e intercambiables superficies refractantes, posibilidades alternativas, Love Love Simulation.

Si vuelven a preguntármelo, me vería obligado a responderles que Diana sucumbió primero al atractivo de una doble vida y después —casi enseguida— al pánico de descubrir que el ser otra no la excluía de las generales del caso y de las obligaciones implícitas del asunto. Esa otra persona en que se había convertido también era dueña de su cuota correspondiente de frustraciones y miedos. Así, Diana acabó sufriendo el doble y demasiado se habla y se escribe sobre la terrible caída de las modelos. El arco oscuro de la decadencia física indefectiblemente ligado a la decadencia en todos los órdenes de la vida. El estigma de haber trabajado de hermoso y todo eso. Mi madre lo dijo mejor que nadie. Mi madre decía cosas increíblemente inteligentes sin darse cuenta. Mi madre era lo más parecido a un hipotético monje zen que piensa que el I-Ching es un platillo de comida china. Mi madre una vez me dijo que «Lo malo de la juventud es que la juventud envejece». Pero si insisten, yo creo que el espanto de la vida de Diana estaba en otra parte y, por lo tanto, era mucho más terrible y personal y difícil de manejar y fácil de acelerar a fondo.

Yo creo que Diana nunca pudo sobreponerse al hecho de haber tenido una hija fea.

Tal vez la redima apenas el hecho de que la última palabra que dijo Diana —yo fui el único que la escuché; yo estaba allí, muerto y flotando entre las luces rojas y las sirenas y la estática de walkie-talkies y los primeros copos de nieve— fue el nombre de su hija.

«Hilda», dijo Diana.

Y empezó a nevar y Diana se murió mientras todos los presentes miraban hacia arriba, incrédulos, para ver quién era el bromista que estaba arrojando nieve artificial con el extintor de incendios.

Diana dijo «Hilda» una vez más. Diana dijo «Hildita» y se murió antes que su hija, quien, se suponía, iba a morir primero que todos nosotros.

Después, mientras los médicos y los policías fantaseaban con la idea de iniciar una guerra con bolas de nieve, alguien encendió una de esas ruidosas sierras para cortar acero y procedió a la lenta y dificultosa remoción de nuestros cuerpos vacíos.

Nadie supo la verdad. En realidad, muy pocos supieron la verdad, pero decidieron no decir nada. Ocultar la evidencia. Pacto de silencio. Cubrirnos con una frazada. Dejar que la nieve nos esconda y nos extravíe para siempre. Todo luce mejor cubierto por la nieve, como si fuera más puro y limpio y navideño. Arruinar la historia de amor entre Diana y Daniel, contarla por ahí, arriesgarse a comprender lo ocurrido, era arruinarse un poco ellos. Negar toda chance de que el amor entre modelos argentinos existiera, que incluso el amor entre seres humanos fuera algo verosímil. Así, la historia de amor de Diana y Daniel creció y sigue creciendo hasta adquirir proporciones sobrehumanas, míticas. Incluso Daniel —quien no pensaba sino en divorciarse, en sacar para siempre del aire a la pareja dorada, en reducir todo el asunto a índices de nicotina y al insoportable hedor de cigarrillos consumidos hasta el final del filtro— acabó por creérselo. Yo no existo. Yo nunca existí y Diana murió por culpa de un conductor borracho.

Daniel le dijo a Hilda que ese señor ahora está en la cárcel y que no tiene que tener miedo porque no va a salir nunca. A veces, Daniel se olvida de lo que le dijo y le cuenta a Hilda que el señor borracho también murió en el accidente. No importa.

Detalles.

Daniel prefiere concentrarse en la figura de Diana. Practica todas las noches y, calcula, no le falta mucho para rehacer la escena en la morgue. En la nueva versión —en la morgue, sobre la camilla— Diana está más hermosa que nunca y hasta parece que sonriera y él apenas deposita un beso breve y elegante sobre la frente misteriosamente tibia.

Cuando se trata del amor, la muerte siempre inmortaliza. Romeo y Julieta y Shakespeare lo sabían mejor que nadie y —llegado este punto— no puedo dejar de reconocer mis limitaciones como eficaz cronista, así como la ingenua torpeza de quien me confirió semejante responsabilidad. Mi descripción del amor entre Diana y Daniel despierta, seguro, las mismas sospechas que ese meteorito tatuado con microorganismos fósiles intentando convencer a alguien de que alguna vez hubo vida en Marte. Supongo que esta historia funcionaría mejor si yo me ocupara —si yo demorara varias horas de programación o páginas de libro— en convertir el matrimonio de Diana y Daniel en algo épico, en una intimidante y perfecta maquinaria de la ingeniería sentimental. Ajustar bien las tuercas, poner los motores en marcha, ganar el respetuoso asombro del espectador y, recién entonces, el golpe bajo de mi presencia y el derrumbe de la farsa.

Lo siento, no sirvo para esas cosas y, si algo le reproché siempre a las estructuras narrativas y a los desfiles de moda fue la precisión del tempo dramático, la capacidad para mantener un ritmo y cambiarlo a voluntad cuando la trama lo requiere, su eterna consideración para con el testigo y el miedo constante a perderlo para siempre. El final feliz y los aplausos y los flashes y la novia del final avanzando entre una tormenta plateada de flashes y aplausos. La vida no es así y —pueden creerme— la muerte tampoco.

Daniel en las fiestas es algo digno de ser considerado. De ahí que siempre se opte por mirar a otro lado cuando Daniel entra en una de sus fases oscuras. De ahí que se elija un «pobrecito» en lugar de un «pobre tipo».

Daniel no demora en depositar a Hilda en el cuarto de los abrigos. Daniel no lo piensa dos veces al dejar a Hilda en una habitación a oscuras. Pierdo de vista a Daniel porque, cuando se separan, mi desconocido director de cámaras siempre se concentra en Hilda. Esta noche Hilda no está sola, de un rincón del cuarto sale otra nena. Una nena rara, deforme, más fea que Hilda. Tardo unos instantes en ajustar los controles y descubrir que lo que ocurre es que la nena tiene puesta una máscara. Cabeza de Tortuga.

«¿Cómo te llamás?», pregunta Cabeza de Tortuga con una voz profunda y atenuada por la máscara de goma.

«Hilda», contesta Hilda.

«Yo me llamo Selene», dice Cabeza de Tortuga y me doy cuenta que a Hilda le da envidia ese nombre, porque Selene significa Luna, y a ella le gustaría tener nombre de cuerpo celeste y solitario, a Hilda le gustaría vivir en órbita.

«La Tierra es el tercer planeta de los nueve que conforman nuestro sistema solar», recita Hilda haciendo girar el almohadón frente a los agujeritos en la máscara de Selene, como si quisiera hipnotizarla, «y tiene una luna cuya distancia de la Tierra, de centro a centro, es de 238.855 millas. La Tierra y la Luna viajan a un promedio de 66.620 millas por hora en una órbita elíptica de 584.017.800 millas alrededor del Sol y…».

«¿Qué son millas?», la interrumpe Selene.

Hilda se pone nerviosa y cierra los ojos y aprieta el almohadón bien fuerte.

«¿Sabías que Selene significa Luna?», pregunta cambiando de tema.

«No.»

«¿Qué vas a ser cuando seas grande?»

«Tortuga Ninja Donatello… ¿Y vos?»

«Cuandoseagrandequieroserlapersonaquedescubrapruebasirrefutablesdevidainteligenteenotrosplanetas», dice Hilda y sonríe satisfecha de no haberse equivocado.

Las dos se miran en silencio por un segundo.

«¿Vos también sos como yo? ¿Extraterrestre?», pregunta Hilda en un susurro.

Entonces alguien entra al cuarto, un hombre tambaleándose, y las dos gritan como poseídas y salen corriendo y yo no puedo parar de reírme como un loco o como un muerto, aquí arriba, aquí abajo, aquí en donde sea.

La cosa es así: en las fiestas Daniel funciona más o menos igual que una montaña rusa. El ascenso lento y aparentemente calmo para, curva pequeña, dejarse caer con los brazos levantados, los ojos abiertos, la boca bien llena con un grito.

Daniel grita. Daniel rompe platos y tazas contra una pared. Daniel explica que es una costumbre griega. Lo agarran entre varios, lo tiran al suelo. Le dicen que se calme, que está loco. Alguien busca a Hilda y le pide por favor que se lo lleve. Como si Hilda fuera una persona adulta. Hilda produce ese efecto. La gente le habla con palabras breves y oraciones cortas. La gente no la mira a la cara cuando le habla. La gente prefiere mirar fijo a ese almohadón con forma de globo terráqueo y hablarle justo al sitio donde está Rusia. La gente le habla a Hilda como si hablara por teléfono a un lugar muy lejano.

En el taxi de vuelta a casa, Daniel se la pasa pidiéndole perdón a Hilda con la voz de alguien que, en realidad, está exigiendo disculpas del otro sin saber muy bien por qué. Hilda no lo escucha demasiado. Hilda dice que «Sí… sí, papi… no te preocupes», y aprieta fuerte su almohadón y piensa en que hay que llegar rápido a casa para acostarse junto al lavarropas. Por más que no haya sonido en el espacio, Hilda lo sabe, a ella siempre le pareció que la voz secreta del cosmos tiene que parecerse al ruido que hace un lavarropas en funcionamiento. Ruido como de marea circular girando sobre sí misma, mordiéndose la cola de su propia espuma de estrellas.

Hilda piensa en el agua oscura y pesada y en que la distancia entre el Sol y la Tierra, en el punto que más la acerca en su órbita, es de 91.402.000 millas y, en el punto más lejano, es de 94.510.000 millas.

Hilda piensa que nuestro sistema solar viaja alrededor del centro de la Vía Láctea una vez cada 225.000.000 años con una rapidez de 481.000 millas por hora. Hilda sonríe sin hacer ruido y recuerda que la Vía Láctea abarca una distancia de 10.000 años luz y que cada año luz equivale a 5.878.499.814.000 millas.

Hilda piensa que en la actualidad hay más de 300.000 objetos terrestres girando alrededor del planeta como basura orbital, desechos metálicos, huesos de cohetes y de satélites. Restos mortales que probablemente sean como muertos girando alrededor de los seres vivos que los han abandonado allí para siempre.

Hilda piensa en aquello que leyó el otro día en el diario: en que ahora se puede poner a los muertos en órbita, cápsulas con cenizas, el precio es alto pero, al fin, es verdad eso de que los muertos van al cielo.

Es esa hora terrible en que esos perros sacan a pasear a esos dueños.

El taxi dobla despacio por una avenida. A Hilda le encanta el ruido que hacen las cadenas para la nieve en los neumáticos y entonces decide pensar en la Tierra. En los 1.700.000 tipos de especies conocidas sobre la superficie del planeta y los fantasmales 5.000.000 a 35.000.000 millones de organismos que están aquí, con nosotros, y que el hombre no ha podido aún catalogar. Me pregunto si yo seré alguno de esos especímenes. Ectoplasma que mira televisión.

Hilda, en cambio, se pregunta si el taxista no será el exponente de una raza desconocida. Alguien que grita y grita y golpea el volante y se da vuelta en el asiento y lo agarra a Daniel de las solapas y lo sacude y le dice que basta, que ya es suficiente, que pare de decir Diana-Diana-Diana-Diana-Diana todo el tiempo.

Hilda se da cuenta de que al taxista le faltan varios dedos de una mano y se pregunta si eso significará algo. El taxista abre la puerta y les ordena que se bajen y Daniel empieza a vibrar otra vez. Daniel está casi seguro de que los copos de nieve van a quemarle el rostro y las manos y la ropa; Daniel se sacude para espantar a un enjambre de avispas de frío y casi la empuja a Hilda fuera del taxi. Hilda resbala y se cae en la nieve. Como en los dibujos animados, como si alguien hubiera tirado de una alfombra y pirueta en el aire para atrás y boca abajo.

Hilda piensa que quizá se quede así para siempre, con la cara fría y blanca y escondida. Quizá la gente que pase y la vea ahí tirada, sin verle la cara, piense en qué le pasará a esa nena tan linda, piensa Hilda.

«¿Qué te pasa?», le pregunta Daniel y le dice que se levante y después le pide perdón otra vez. Le pide perdón como si la palabra tuviera un número muy largo adelante.1.000.000.000.000.000 de años luz de perdón y recién empezamos, esto es sólo el principio, falta tanto para llegar a perdón.

Hilda se apoya en sus brazos y se incorpora despacio y liviana y vacía y entonces se da cuenta. El almohadón. La Tierra. Urkh 24. El taxi. Hilda se mira las manos vacías y se pregunta —Hilda escuchó que llorar redistribuye los huesos del cuerpo; que reordena las ideas, que, a veces, hasta puede lograr que las cosas cambien— si éste no será un buen momento para llorar por primera vez, para aprender a llorar, para dejar caer lágrimas como si fueran nieve.

Hilda le pregunta a Daniel qué es la nieve, de dónde viene, cómo se hace y para qué sirve. Por supuesto que Hilda conoce todas las respuestas y los bruscos cambios de presión en la atmósfera y el sonido secreto que, si se presta atención, puede oírse un segundo antes de que empiece a nevar, el sonido de alguien apretando un botón. Por supuesto que Daniel no. Un modelo argentino no necesita saber para qué sirve la nieve, le alcanza con entender que la nieve va a cambiar la tendencia de la próxima Colección Invierno y que va a ser un poco más difícil y cansador y caluroso pasar esa ropa pero tal vez más divertido posar para las fotos.

Hilda le pregunta para no llorar.

Hilda piensa que tal vez las palabras sirvan como repasador, como trapo de piso; que tal vez las palabras sequen, que las palabras lo conviertan a uno en una persona más elocuente y, por lo tanto, tramposa con los sentimientos y las sensaciones.

Hilda y Daniel caminan bajo la nieve y Daniel primero le dice a Hilda que no tiene la más puta idea, que la nieve sirve para que todos los taxis desaparezcan, y después sonríe. Después lo piensa mejor y le cuenta a Hilda que, en realidad, la nieve es la caspa de Dios. Que Dios cuando se enoja sacude su cabeza y tiene mucha caspa y la caspa se cuela por los agujeritos en el cielo, por las estrellas ahí arriba.

Daniel señala al cielo de la noche y por un momento casi le dice a Hilda que una de esas estrellas es tu madre pero no; lo piensa mejor y mejor no porque sería como decirle que su madre es un agujero.

Hilda sonríe y se cuelga del brazo de Daniel y piensa que lo quiere mucho sin entender muy bien por qué y le da algo de miedo pensar que el amor sea eso: algo que no se entiende y que se disfruta mientras se lo tiene sin hacer preguntas ni exigir respuestas, algo casi extraterrestre.

En este lugar, frente a la luz azul y profunda y submarina de mi televisor, aprendí algo que Hilda siempre supo. Los malos programas de televisión —esos en los que actúan modelos, esos en los que los protagonistas parecen siempre estar representando a la perfección el rol de un psicópata asesino serial cuando el libreto les ruega que sean románticos y afectuosos—, bueno, esos malos programas de televisión se parecen demasiado a la vida: tan sólo una pequeña cantidad de privilegiados se encuentra con el guion justo para sus posibilidades dramáticas.

La realidad tal como la entendemos y la vivimos no es más que un gigantesco casting mal hecho y así la información —datos sueltos, pensamientos caprichosos, citas famosas, la muerte de Salman Rushdie, la locura de Michael Jackson, la profanación de los huesos del Che Guevara, las víctimas trasquiladas de Le Petit Prince, ¿historias verdaderas?, ¿noticias falsas?— me alcanza y me confunde a través de líneas de letras desfilando ininterrumpidamente por la parte inferior de la pantalla como si se trataran de las alzas y las bajas en los diferentes centros financieros del mundo.

La realidad se parece cada vez más a la televisión. La realidad se parece cada vez más a «la tele» y la realidad de lo que fue —la propia vida contemplada desde un televisor muerto— es como uno de esos tests modelo multiple choice con la diferencia que, enseguida, las respuestas comienzan a desdibujarse por el olvido y nos descubrimos dudando frente a preguntas tan súbitamente sobrenaturales como cuál fue nuestra fecha de nacimiento. No pasa mucho tiempo antes de que nada nos importe menos que nuestro pasado, marquemos siempre la cómoda opción d) —que suele ser todas las anteriores o ninguna de las anteriores— y optemos por sintonizar el mucho más interesante y divertido presente de los que siguen vivos.

En mi televisor, Hilda y Daniel están siempre perfectos en sus roles y hay algo de justiciero y poético en mi televisor o —tal vez— de irónico y cruel en que yo pase todo el tiempo siguiéndolos frente a este aparato siempre encendido.

Recuerdo que mi carrera empezó como niño ciego en un teleteatro de la tarde gracias a los débiles contactos de mi madre con lujuriosos jerarcas de canal y que, casi desde entonces, la idea del sexo siempre me pareció fría y funcional y tan fácil de manejar como cualquiera de los tantos botones del control remoto durante la horizontal del zapping.

Recuerdo —cada vez me acuerdo menos o, lo que es casi peor, mis recuerdos cada vez se parecen más a un mal programa de televisión— que mi familia era muy pobre cuando yo era chico en un pueblo de la Patagonia, en Canciones Tristes. Recuerdo que, entonces, todos mis regalos de cumpleaños debían ser no sólo baratos sino estar dotados de una furiosa e inmediata utilidad. Mis regalos de cumpleaños tenían que servir para algo.

Me acuerdo que cuando cumplí cinco años recibí una escoba y me acuerdo también que, días antes de dejar para siempre Canciones Tristes, cuando cumplí seis años, resignado a recibir una pala, mi padre se presentó con un pequeño televisor bajo el brazo. Blanco y negro y nadie se atrevió a preguntarle de dónde lo había sacado por temor a la respuesta. Me acuerdo que nos pasamos varias horas sentados frente a él y me acuerdo que mi padre dejó escapar un suspiro largo y triste como la noche que se nos venía encima antes de decir «Pero qué lindo sería si tuviéramos electricidad, ¿no?».

Después de eso, la televisión y los televisores nunca dejaron de producirme una cautelosa intriga. Siempre me pareció extraño el modo en que la gente se refiere a la televisión como «la tele». ¿Por qué este diminutivo cariñoso que se reserva para los seres vivos y por qué no, por ejemplo, «el refri», «el lava» o «el fono»? ¿Qué es lo que tenían los televisores que no tuvieran otros artefactos electrodomésticos? ¿Cómo se producía esa corriente afectiva hacia una máquina que muchos no podían siquiera sintonizar en una persona?

Yo nunca supe cómo funcionan los televisores, por qué vuelan los aviones, o cómo viaja la voz por los cables telefónicos. Hilda siempre supo —por ejemplo— que «el planeta Tierra está pasando ahora por lo que se considera su edad madura y que se originó hace 4,5 billones de años atrás a partir de una turbulenta nube de polvo, gases y asteroides suspendidos alrededor del sol. A lo largo de un período de 700.000.000 de años, esta nube fue asentándose hasta conformar lo que conocemos como nuestro sistema solar. La destrucción natural del planeta ocurrirá dentro de cuatro o cinco billones de años cuando el Sol, habiendo consumido todo su propio combustible a base de hidrógeno, inicie un proceso de expansión que acabará por incinerar a todos los planetas que lo rodean. Ése será el fin del sistema solar».

Hilda siempre supo esto y no deja de sorprenderme la elegante malicia de los que escriben estos textos informativos. No puedo dejar de notar que se predice aquí el principio del fuego y de la furia pero nada se dice acerca de los que habitarán el planeta Tierra. ¿Habrá alguien todavía? Me pregunto si Hilda sabrá algo al respecto. Una cosa es segura: hay algo que Hilda no sabe y que yo sí sé. Y es esto:

De tanto en tanto, la programación de mi televisor sufre ciertas alteraciones más que interesantes. Ajustes de antena. Interferencias. Súbitas aceleraciones. La velocidad de las cosas. De tanto en tanto, sintonizo el futuro de Hilda en mi televisor. Una tormenta de nieve estática y sucia y gris y dejo de ver a Hilda caminando en la nieve, llevando a Daniel del brazo. Entonces es la hora secreta en que la noche parece tomar impulso para alcanzar la recta final, el instante preciso en que comienzan a imprimirse todos los diarios y, de apoyar la oreja contra el asfalto frío, se podría oír, sin dificultad alguna, el paso subterráneo de un río blanco y negro de noticias.

Entonces, en el futuro, el programa es otro y el paisaje es diferente. Un desierto. Mojave, Nefud, Atacama, Rancheras Nostálgicas. No importa, da igual. La arena —la arena flamante y recién hecha, la arena vieja como el mundo— siempre se parece a sí misma y veo a Hilda veinte años después, de pie sobre una ladera, vistiendo ropa de exploradora, como en una de esas viejas series de aventuras.

A los pies de Hilda crece una formidable expedición, hormigas afanándose en hacer agujeros, maquinaria pesada, hombres que le hacen preguntas y buscan su difícil aprobación.

El rostro de Hilda es el mismo rostro que aparecerá en cuestión de días en la portada de Time y en las primeras planas de todos los diarios del mundo.

Nadie se atreverá a decir que Hilda es fea entonces porque Hilda será única y —los primeros años del Tercer Milenio— la gente hace tiempo que renunció a la uniformidad de la belleza en busca de atractivos más singulares.

Una explosión sacude una de las caras de la ladera —me complace más que nada descubrir que es Hilda quien presiona el botón del detonador— y la boca de una caverna queda al descubierto.

Hilda entra primera y camina adelante.

Hilda siempre camina adelante y primera y avanza y desciende hacia las profundidades de su sueño hecho realidad.

Hilda se detiene frente a la boca de un pozo oscuro. Andamios y lámparas y órdenes en varios idiomas.

Hilda que baja por una soga.

Hilda sostenida por un mecanismo de poleas.

Hilda con una pequeña cámara en su casco y un micrófono frente a su voz que no deja de moverse, de hablar palabras que serán tan conocidas como aquellas de «Un pequeño paso para un hombre, un gran paso para la humanidad».

Hilda llega al fondo del pozo y camina unos pasos. Un sonido invisible lo cubre todo como si fuera la voz del fantasma de un océano que alguna vez fue y ya no es.

A Hilda le zumban los oídos y se acuerda de las palabras que le dijo días atrás, cerca de las excavaciones, un guerrero de la arena, un hombre muy alto de voz muy baja, que había llegado al campamento ofreciendo historias a cambio de agua y alimento.

Hilda camina detrás del fino bastón de luz blanca que se desprende de su linterna hasta que la linterna deja de ser necesaria. Ahora hay más sol que al mediodía y casi no se da cuenta que está bajo tierra y entra y camina y llega al centro de un enorme recinto de paredes curvas. Es como haber sido devorada por una ballena sin que me hubiera dado cuenta, piensa.

Hilda se detiene frente a una pequeña pirámide de acero que flota a un metro del suelo. Uno de sus lados tiene el dibujo del contorno de una mano y a Hilda poco y nada le sorprende descubrir que el tamaño de esa mano coincide exactamente con el tamaño de la suya. Hilda apoya su mano en la pirámide que ahora vibra como un gato que estuvo esperando una caricia durante siglos.

La pirámide se abre con la delicadeza lenta de un origami desandando el camino recorrido y ahí está, sonriendo en la penumbra y el polvo en suspensión. La momia feliz de un extraterrestre sentada en un trono iluminado por un haz de luz amarilla y vieja como el universo. La piel rojiza y tatuada con círculos concéntricos, la cabeza oblonga, los ojos que parecen querer escaparse del cráneo, la boca como una precisa hendidura rectangular, la doble hilera de dientes, los cuatro brazos abiertos en cruz o en los preliminares de un abrazo fosilizado en el tiempo y el espacio.

«Urkh 24», piensa Hilda entonces, y se abraza a sí misma como si hubiera reencontrado un almohadón largamente extraviado, como si sintiera el mundo entero contra su cuerpo, el universo dentro de su cuerpo, como si hubiera llegado a casa después de tanto tiempo de caminar bajo la nieve.

Y en un lugar breve y un minuto largo —entre sus lágrimas, mis lágrimas y los gritos eufóricos de los miembros de la expedición y las plegarias de los indígenas que señalan al cielo y la historia que cambia para siempre y para mejor— Hilda piensa en Diana y en Daniel.

Hilda se ríe como siempre, como cuando era chica.

Hilda se ríe sin hacer ruido y enseguida se pregunta qué será ese otro ruido nuevo y descubre que es ella, que ahora se está riendo a carcajadas nuevas y calientes.

Hilda se ríe y piensa sin poder creer en lo que está pensando —pruebas irrefutables de vida inteligente en otros planetas después de todo—, en que, sí, ella es más linda.

Hilda es mucho mucho mucho más linda que el extraterrestre.

 

Rodrigo Fresán vive en Barcelona desde donde escribe sus columnas semanales para Página/12.  Entre sus libros, Historia argentina, Esperanto, La parte soñada y La velocidad de las cosas donde este cuento apareció por primera vez.