Una canción que habla de futuros puede ser la despedida más definitiva y adecuada. Una mujer frente a la muerte del hombre al que ama.
Eran más de las ocho y media. Raúl acababa de morir. Decidí que no llamaría enseguida para avisar y que esperaría un momento antes de comunicar a parientes y amigos que por fin Raúl había muerto.
Prendí un cigarrillo y entré otra vez al cuarto. Me senté en un silloncito cerca de la cama. Di una pitada larga y retuve el humo por unos segundos mientras lo miraba. Parecía dormido Raúl, no muerto. Me saqué los zapatos y apoyé los pies en la cama sin tocarlo.
Era una de esas noches de enero calurosas y húmedas y habían anunciado lluvias para la madrugada. Raúl estaba tapado sólo con una sábana liviana. Se podía distinguir la forma de sus piernas delgadas por debajo de las sábanas.
El turbo largaba un aire levemente fresco.
Terminé el cigarrillo. Me pareció que empezaban los primeros relámpagos.
Raúl siempre había sido un hombre fuerte y sano así que cuando tuvo esa primera descompostura hace más de un año, no le dimos demasiada importancia. Fue por unos estudios de rutina que le hicieron en el trabajo que descubrieron ese tumor en el hígado. Un chequeo que todos los años pedía la compañía aseguradora de los empleados. Para qué entrar en detalles: internaciones, quimioterapia, medicación. Los últimos cuatro meses en casa, casi sin levantarse de la cama. Durante todo ese tiempo no me moví de su lado salvo para hacer lo impostergable.
Sentí el aire del turbo en los pies aún apoyados en la cama. Después me metí en el baño y me di una ducha tibia.
Cerré los ojos y el agua me golpeó suavemente los párpados. Apreté los labios porque no soporto el agua caliente en la boca. Después, mientras me secaba, canté una canción. Lo hice casi en voz baja pero sin perder el ritmo de la melodía. Fue como un murmullo que tomó cuerpo en el baño mientras se tragaba el vapor de la ducha.
Siempre me gustó cantar. De chica cantaba en el coro del colegio y jamás olvidé las letras de esas canciones. A Raúl le gustaban especialmente las canciones italianas y los villancicos de Navidad.
Una vez, hace casi veinte años, Raúl me convenció para que me presentara en un concurso que había organizado un canal de televisión. Era un programa de música popular y premiaban a los dos primeros con la grabación de un disco en una compañía importante. Yo no tenía muchas esperanzas pero igual pasé tres semanas ensayando.
Raúl me acompañó el día del concurso y me esperó cuatro horas en los pasillos del canal hasta que dieron el resultado. Se enojó con los organizadores cuando no vio mi nombre en la lista de ganadores y terminó insultándolos. “Está todo arreglado este concurso”, me dijo cuando salimos. “Estos tipos premian a los amigos. Puro acomodo todo esto.”
Y volvimos a casa. Caminamos del brazo por la Nueve de Julio hasta Constitución casi sin percibir esa llovizna finita que había empezado a caer en el final de la tarde.
Cuando terminé de bañarme volví a entrar en el cuarto. Tenía el pelo empapado y el cuerpo envuelto en una toalla. “A Raúl le gustaría que ahora le cantara una canción”, pensé. Me acomodé el pelo mojado peinándolo con las manos y me aflojé la toalla.
Tantas veces había dormido desnuda al lado de Raúl. “No te pongas nada”, me decía él cuando yo salía de la ducha o cuando me desvestía por la noche y acomodaba mi ropa en el silloncito. Y amanecíamos abrazados por la mañana.
Hace unos años empezamos a envejecer. Yo siempre había creído todo lo que dice la gente con respecto a la edad. Que los años están en el alma. Que se es viejo de espíritu. Todo eso. Pero un día descubrí que no. Que el cuerpo se pone viejo. Que los pechos pierden turgencia, que la carne de los brazos se afloja, que la piel se seca. Que se envejece. De a poco, pero se envejece. Nosotros empezamos a envejecer. Traté entonces de evitar mostrarle mi cuerpo desnudo a Raúl, ese nuevo cuerpo viejo. “Qué pasa”, me preguntaba él acariciándome por debajo del camisón y enredándose en esa tela que le entorpecía las manos. Y me decía que mi cuerpo le gustaba ahora mucho más y otras mentiras así que yo fui creyendo tal vez sólo para no obligarlo a repetirlas.
El cuarto estaba en penumbras, apenas iluminado por la luz que llegaba de la cocina.
Dejé caer la toalla y canté desnuda.
Espera que llegue el verano, nena
es la estación de los besos y el sol
Oh, nena, ya llega y el cielo
se agrandará por las noches
sobre nuestros cuerpos.
Oh, nena.
Cuando terminé de cantar encendí una luz. “Se acabó”, pensé mientras encendía los veladores, “finalmente se acabó”, pensé.
Pero la canción seguía sonando en el cuarto. Era un eco que volvía y volvía sin remedio:
Oh, nena.
Entonces apagué otra vez los veladores y me acosté al lado de Raúl.
Casi a oscuras.
“Por última vez”, pensé.
La luz de un relámpago iluminó las sábanas por un instante.
Había empezado a llover.
Oí los primeros goterones que caían pesados sobre las tejas.
Por la ventana abierta del cuarto había entrado el olor de la lluvia.
Ángela Pradelli es narradora, poeta y ensayista. Entre sus libros, Amigas mías (Premio Emecé), El lugar del padre (Premio Clarín de Novela), Las cosas ocultas y Turdera.