El espacio es un hermoso lugar para recorrer si se tiene el don de hacerlo. Una mujer, para la cual no existen los techos, descubre un paisaje donde el tiempo se disuelve y las galaxias están al alcance de la mano.

Que no existían las paredes, que el techo no tenía sentido, eso descubrió siendo muy pero muy chica.

–¿Qué le pasa a esta nena?

–Nada, ¿no ves que nada? Los bebés suelen hacer así.

–¿Así cómo?

–Así, poner esas caras.

No supo. Ella no supo de qué se trataba, pero lo sentía, y usted estará de acuerdo conmigo en que sentir y saber son dos cosas muy distintas.

Creció con eso, eso que fue pronto un deleite. Podía hacerlo y a veces bastaba con saber que podía. Otras veces había que salir de ahí cuanto antes y meterse, ir, partir, huir, zarpar, no sabía verbos, no sabía cuál usar, no los conocía, sólo hacía lo que había aprendido y a la par aprendía otras cosas. Salía, simplemente salía cuando se le daba la gana.

Es preocupante eso de crecer y ella lo hizo a los tirones pero nadie se dio cuenta de nada porque todas crecemos a los tirones. Un día supo leer y escribir y chau, con eso había completado su aprendizaje. Las letras, ya se sabe, tienen sus secretos pero en cuanto una puede decir quiero salir de este lugar, hay literalmente años luz recorridos desde el bebé hasta ese instante: quiero salir de este lugar, y ya no hay secretos. Sólo que, ah, sí, sólo que las cosas no deben dejarse a medio hacer (acá entre nosotras le aclaro que madres y tías solían repetir eso con este dedito en alto y caras de serás como nosotras un día, y cruz diablo pensaba ella). Hay gente rara. Digo, entre toda la población del mundo hay una buena dosis de gente rara. Ella era no precisamente rara: no sabemos cuántas, e incluso cuántos hay que están capacitados quizá no para dirigir una empresa o para vender paco o para presentar escritos ante el juez o para curar la tuberculosis, pero sí para salir de ese lugar y que nadie nunca sepa nada. Ella era distinta; eso, distinta.

Cuando lo puso en palabras no supo si alegrarse o llorar. Puedo era para alegrarse pero soy única era para llorar o por lo menos retorcerse por acá adentro como si una cuchara le cambiara de lugar las tripas, el corazón y los epiplones. Bueno, que se acostumbró y empezó a gustarle.

Podía volar, vamos, digámoslo de una vez. Pero cuidado, digámoslo tal como era, tal como ella lo sentía, cuchara o no, llanto o tal vez sí. Podía flotar en el espacio negro, podía salir al vacío silencioso del universo y recorrer piedras como estrellas y estrellas como lagos y ver las naves de arena y oír el graznido de los pájaros siderales. Podía y volver y nadie se daba cuenta de modo que eso, además del placer y la extrañeza, eso le enseñó algo sobre el tiempo: que el tiempo es un invento maravilloso. Que en realidad no existe pero que quien lo inventó era probablemente como ella, aunque también probablemente tenía más pelo y se acostaba sobre el páramo a mirar hacia arriba y pensaba si es que eso se podía, ya, llamar pensar, que algo faltaba a su alrededor, algo que tenía que horadar el espesor de lo que iba desde su barriga hasta el helecho gigante más allá del agua, algo faltaba. Y así, presumiblemente pero casi seguro, así se inventó el tiempo. Ella, entonces, lo aprovechaba. Se iba, que no existían las paredes, que los techos no tenían sentido; se iba y al volver volvía en el mismo instante pero en ese mismo instante pasaban varias vidas bajo las palmas de sus manos.

–¿Qué le pasa a esta chica?

–Nada, está distraída, plena edad del pavo, qué querés.

Supo, más tarde, que flotar en el espacio negro del universo tampoco tenía sentido, que no servía para nada y en eso era parecido a la orografía y la hidrografía de Europa que les hacía estudiar la vieja de geografía, pero que al mismo tiempo le enseñaba cosas que tampoco tenían sentido y que eran como alhajas en una vidriera a la que nunca iba a llegar. Es que era precisamente eso: nunca llegaría. Y al año siguiente (física, química y literatura española) se dijo: Y qué.

No se trataba de llegar, óigame bien lo que le digo: no se trataba de llegar. Tampoco de esa cosa angustiosa de buscar a alguien que sea como yo, ay, no quiero ser única. No. Se trataba de hacer lo que sabía, de irse, de moverse en el mar seco que era el aire; no, ni siquiera el aire. La nada. Tampoco, caramba, qué difícil se le hacía encontrar los nombres de las cosas. Tal vez no hubiera nombres. Tal vez Adán, pobre tipo, dijo cosas alegremente vacías y alguien se las creyó y, dicen, propuso construir la torre de Babel. Bien hecho. Para qué nombres. Salía, sabía. Y por lo tanto las civilizaciones precolombinas importaban muy poco, casi nada.

De pronto, porque fue así, de pronto, de pronto fue feliz. Dejó de importarle la sangre que se le escapaba cada veintiocho días; dejaron de importarle las prohibiciones, los libros, las medias de seda, las amonestaciones y el futuro. Se dio cuenta de algo maravilloso: puedo hacer lo que otros no hacen y no necesito palabras para eso.

Sigamos diciéndolo lo más claramente posible: sólo con desearlo podía salir al vasto universo y moverse entre la música de los cometas, el grito de las supernovas, el murmullo de los anillos y los satélites, el silencio de los nacimientos de mundos, el rugido de las tormentas de polvo, el abismo como un vientre, los pulmones ahítos de espacio, los colores de lo negro, las sinfonías de lo que aún no ha nacido.

Ah, sí, porque no hay silencio allá en lo que nos rodea y nos solicita. Todo es voz y estruendo; todo es allegro vivace y rock; todo es himno y nana; todo es trueno y roce; todo es silbido y hervor; todo es bullicio y zarabanda; todo es estrépito y maremoto. Todo habla.

De día, de noche, cuando fuera, le era igual. Y no es que el turbulento espacio del universo sea siempre igual. Al contrario. Tal vez usted no me crea pero cambia segundo a segundo, segmento de microsegundo a segmento de microsegundo y ella se hamacaba en eso, quedaba encerrada en una burbuja de medio minuto de duración en la que respiraba colores y hablaba con el fragor de los anillos de gas que rodean a los reyes del espacio, y salía sólo con un movimiento, apenas, de los talones, para zambullirse en el algo innombrable que iba a llegar a las lentes gigantescas algún día o al menos a eso que acá se llama día, otra burbuja aunque más sólida y extranjera.

Y así vivió y yo le digo a usted que vivir se dice de muchas maneras y que ella probó no todas y que algunas le interesaron y la mayoría no. Se enamoró y dejó de pensar en el espacio negro de allá afuera. Pero un momento: cuando tuvo que decidir qué hacer con ese hombre, ese hombre tan bello y tan dulce, se fue se fue se fue y estuvo girando entre luces y rocosos alaridos de lunas vertiginosas hasta que se dijo, esta vez con seguridad y cierto orgullo, que sería a sus ojos, a los de él, mucho más deseable cuando se enterara de qué era capaz. ¿Y si lo llevara conmigo?, pensó.

De modo que se lo dijo y él se rio muchísimo. Le encantaban, dijo, los sueños locos que ella tenía. Dame la mano dijo ella y se lo llevó con ella no puedo ni siquiera tratar de decirle hasta dónde; hasta donde usted ni se imagina.

Al segundo siguiente, acá en este mundo, él le preguntó:

–Maravilloso. ¿Cómo lo hacés? Ya sé: me hipnotizaste.

Después de un segundo más ella supo que sabía, otra vez; que había aprendido, otra vez; que, a los tirones, otra vez, había subido un escalón y había mirado de veras a ese hombre tan bello, ese hombre tan dulce. De modo que, a pesar de la desilusión de las tías, no se casó con él.

Hizo las paces con el espacio, con las piedras como estrellas, con los techos sin sentido, con el ulular del viento del sidéreo y vivió atenta y casi plácidamente, los cinco sentidos puestos en donde muchos no podrían siquiera empezar a comprender un color, una voz, una luz.

Se casó con un abogado, encantador, sensato y próspero con el que las tías estaban casi casi en un todo de acuerdo, y tuvieron cuatro hijos. Al primero lo llevó al espacio a los pocos días de nacido. Estás haciendo lo que nadie, sapito, le dijo casi como si le cantara, estás tomándote la leche de las estrellas. Y el muchachito chupaba goloso y la miel blanca caía del pecho redondo como caen las luces a las que se les pide en la noche tres deseos.

A la segunda no la llevó al espacio. Ni al tercero. Pero a la cuarta sí. No voy a tener más chicos, le dijo, así que vení conmigo. La muchachita gorda sonreía en la cuna. Vamos, le dijo. Y flotaron un buen rato y el tiempo que había inventado aquel peludo padre perdido en los milenios perdidos, las envolvió hasta que volvieron, más sabias, más felices, más abrazadas la una a la otra como dos plantas entrelazadas en una reja de oro.

Vivió muchos años. Viajó al espacio muchísimas veces, desde su cocina, desde la terraza, desde una fiesta aburrida, desde una clase, desde un transatlántico, desde un cine, desde la calle y la plaza y el supermercado y el auto.

Murió muy viejita, tranquila, con una sonrisa en los labios. No, su sonrisa no quedó en el espacio como la del gato de Cheshire, pero si usted se esfuerza tal vez pueda ver la sombra de sus ojos, los de ella, en la luz rasante de un rayo dorado en las tardes de verano. Fíjese bien, pero no se deje ver, mire que estímida y se ausenta enseguida.

 

 Angélica Gorodischer es una de las pioneras de la ciencia ficción en la Argentina. Entre sus libros, Tumba de jaguares, Trafalgar y Mala noche y parir hembra.

 

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