Una adolescente que no entiende a un hombre bastante más grande que quiere tener una relación con ella. La chica está confundida, hasta que finalmente toma conciencia de qué está pasando y no hace falta que lo ponga en palabras. El deseo tiene esas trampas de las que siempre, casi siempre, se sale. (Foto: Claudia Conteris)
A los catorce años tuve novio. Eran las vacaciones de segundo. Yo quería trabajar. Papá habló con una directora de cine que conocía. Ella estaba filmando un cortometraje y podía tenerme a prueba. El trabajo se llamaba “meritorio de dirección”.
Me levanté a las cinco de la mañana, me peiné el flequillo con mousse y me puse la camisa náutica. Era una camisa blanca de tela dura. No sé de dónde había salido. Creo que de algún viaje de papá. Lo importante era que tenía dos bolsillos adelante. Yo les metía pañuelos hechos un bollo y arriba me ponía una remera grande. Entonces parecía que tenía cuerpo de mujer.
La directora se llamaba Nadina Rosales. Cuando llegué me acarició la cabeza. Quería muchísimo a papá y yo iba a ser como una hija para ella. Me dio una pizarra con una especie de barrera en la parte de arriba. Mi tarea era pararme adelante de los actores y frente a la cámara. Ella iba a decir: ¿Sonido? y le iban a contestar OK. Iba a decir ¿Cámara? y le iban a contestar OK. Entonces yo bajaba la barrera de la pizarra, salía hacia abajo y al costado y ella decía Acción. Era muy fácil.
Me puse adelante de dos actrices que hacían de enfermeras. Tenían delantales apretados y escotes. Los labios pintados de rojo. Levanté la barrera y me concentré. ¿Sonido? OK. ¿Cámara?… No contestaron…
–¿Cámara? –preguntó la directora de nuevo.
Traté de mirar a través de las luces, hacia la cámara. Las enfermeras también se movieron. Las luces eran demasiado fuertes. Sólo vi un brazo, con el músculo marcado por la tensión. Y después sí una cara. Un hombre. De esos que son pelados a propósito, la cabeza afeitada. Unos labios muy gruesos. Y los ojos amarillos, como los de un tigre.
Sentí que me miraba. Sabía que estaba mirando la pizarra y la toma. Pero también me pareció que me miraba a mí.
–Un segundito, Nadina –dijo.
Movió la cámara, y volví a ver el músculo mientras atornillaba algo. Después me sonrió, con una boca muy grande. Dijo Cámara OK. Yo hice clac y salí hacia abajo y al costado. Me temblaban las piernas.
Durante el resto del día no volví a verlo. Recién a la tarde siguiente, en una toma que parecía complicada, que tenía que abarcar el Río de la Plata y terminar en la ventana de un edificio, la directora dijo “para esto llámenlo a César”. Y vino él. Se subió a la grúa de dos saltos. Yo me mordí el labio de arriba. Quería hacerlo más rojo y grueso. También me paré más derecha para resaltar el relleno. Había una luz dorada sobre el río. Él miraba por la lente. Después levantaba la cabeza y miraba por afuera, después por la lente otra vez. Me sonrió de nuevo, con mucha lentitud. Cámara OK, dijo. Y repetimos eso, varias veces, hasta que la toma quedó perfecta.
Todas las mujeres de la filmación se le acercaban. Usaban tacos y eran rubias, y tenían un olor como el que había en la farmacia de mi abuelo, mezcla de remedios con maquillaje y colonias. Siempre se estaban riendo alrededor de él y se hacían las tentadas para mover el pelo hacia atrás y después apoyarse en su hombro. Cuando nos íbamos, una de las actrices que hacían de enfermeras lo llevaba en su 4×4. Yo quise saber manejar.
Un día fui a tomar agua del catering. Hacía calor y me molestaba un poco la camisa con los pañuelos. Él se acercó y se sirvió también. Me preguntó cuántos años tenía. Catorce, le dije. Tomó todo el vaso, lo apoyó en la mesa. Yo le pregunté a él. Me dijo que tenía 43. Sentí bronca, y también risa, porque algunas noches, antes de dormirme, había pensado en que quería que fuera mi novio.
Cuando terminó la filmación también terminó el verano. La directora me acarició la cabeza y no la vi más. Había una fiesta de despedida, pero era muy tarde y muy lejos. En una semana empezaban las clases. Papá me preguntó si mi vocación era el cine y le dije que no. Que lo único que sentía era tristeza.
Ya había pasado todo marzo y no tenía muy organizadas las carpetas. No había hecho carátulas ni separadores ni había pegado el horario. En la mochila llevaba las planillas de la filmación, pero nunca se las mostré a nadie.
Esa tarde llegué del colegio y sonaba el teléfono. Papá y mamá no estaban. Levanté el tubo gris, pesado, con una bocha fresca que se apoyaba contra el oído. Era él. Habían abierto un lugar nuevo en Cabildo. Se llamaba McDonalds. Parecido al Pumper pero distinto. Y quería saber si yo tenía ganas de ir, y comer una hamburguesa.
Me saqué el guardapolvo volando. Rellené la camisa con los pañuelos. Me peiné el flequillo con mousse y secador. Me mordí bien el labio. Fui.
Mientras comíamos no me habló mucho. Yo comía y él me miraba. Me daba un poco de vergüenza, si tenía que limpiarme la mostaza con la servilleta o si tardaba en terminar la hamburguesa, que era enorme, muchísimo más grande que las del Pumper. Me preguntó si estaba rica. Le dije que sí con la cabeza, porque tenía la boca llena. Fue a buscar más servilletas de papel. Me dio una. Me dijo que tenía lindos ojos. Yo le dije que eso me lo decía todo el mundo. Me preguntó quién era todo el mundo. Le dije que había salido con muchos chicos. Tuve miedo de que se notara que era mentira y agregué: con más de diez. Él dijo que me iba a buscar un helado, si me gustaba de chocolate. Le dije que sí.
Me acompañó hasta casa. Eran las cinco de la tarde. En la puerta, me despedí como siempre. Pero él giró la cara y me dio un beso en la boca. Los labios gruesos, en los que había estado pensando, ahora no me gustaban. Y después la lengua. No supe qué hacer, sólo abrí la boca. Y él siguió como si me comiera, como si yo fuera la hamburguesa o el helado que no se había pedido, me pasó los labios y la lengua por la cara y después me abrazó fuerte, tanto que a través de la camisa y el relleno sentí cómo le latía el corazón. Cuando me soltó abrí rápido, entré y cerré, y no sentía felicidad. Sólo pensé: ahora es mi novio.
No sabía qué podía estar mal, pero por las dudas no le conté nada a mamá ni a papá.
Él me pasaba a buscar por el colegio. Tenía un auto blanco. No era para ir a ningún lado. Yo me subía, él manejaba unas cuadras y estacionaba en la vía de 11 de septiembre. Cerraba todas las ventanillas. Después se acercaba y me daba besos iguales a los del primer día. Me corría el pelo, me daba besos en el cuello. Y en la boca de nuevo, con la lengua. Eso me hacía abrir la boca. Él bajaba y cuando estaba por llegar a la parte de los bolsillos me abrazaba fuerte. Paraba. Me volvía a dar besos en la cara y la boca. A las cuatro o cinco tardes de hacer eso me acostumbré, y ya no me parecía tan feo.
Otras chicas del colegio también tenían novio. Pero ninguna había contado que tuvieran auto, ni que vivieran solos o que trabajaran de camarógrafos, así que no conté nada del mío.
Cuando hacía quince días que éramos novios me preguntó si conocía el Tigre. Le dije que sí. Yo nunca había ido. Pregunté en casa si podía salir esa noche con amigas y me dejaron. Yo pensaba que el Tigre era un río, con barcos y heladerías. Pero eran autos estacionados en diagonal en un lugar oscuro, de cemento, donde él también estacionó. Por un pedacito abierto de mi ventanilla se veía un poco de agua negra que brillaba con la luz de la calle. Y por ahí también vi el auto de al lado. Los vidrios estaban borrosos, pero se notaba que había gente adentro.
Él cerró el pedacito de mi ventanilla. Puso música en la radio y me reclinó el asiento. Después reclinó el suyo. Me dio los besos que me gustaban, los de comer. Yo ya sabía abrir bien la boca y una vez también moví la lengua. Entonces me apoyó la mano en la camisa náutica. Respiraba fuerte. Me preguntó si me la podía desabrochar. Le dije que no. Se quedó respirando. Sacó la mano. Me dio un beso en la frente. Otro en la oreja. Cerré los ojos. Y entonces no me preguntó nada, fue hasta el último botón de la camisa, cerca de mis piernas, y sin desabrocharla pasó la mano por abajo y me tocó. Sentí vergüenza, porque lo que estaba tocando era distinto a lo que se veía de afuera. Él se iba a dar cuenta de que yo usaba relleno, que adentro no había nada para tocar. Pero no habló, no se sorprendió, no se enojó, ni tampoco paró, como otras veces. Me siguió tocando y me apretó, eso chiquito que yo tenía, mucho tiempo, como si me pellizcara. Al rato, con la misma respiración fuerte me preguntó si me podía dar un beso, y yo creí que era el beso de comer, pero él metió la cabeza abajo de la camisa y me dio besos ahí, como los pellizcos, pero con la boca. Empecé a sentir mucho frío. Le dije pero no me escuchó. Seguía haciendo eso, y después me tocó la pierna. Entonces sí me moví, como si me hubiera picado un bicho, y él sacó la mano y levantó la cabeza.
–Tengo frío –le dije.
Así que me bajó la camisa despacio, subió mi asiento, y me llevó a casa.
Ese fin de semana no quise atender el teléfono. Me quedé haciendo carátulas atrasadas y copiando el dibujo de las mitocondrias del manual. Mamá me dijo que habían alquilado una película de Luchino Visconti que me iba a servir para mi formación. Pero yo no quería verla. Quería quedarme calcando en mi cuarto. El teléfono sonaba y papá se quejaba de que le cortaban.
El lunes cuando salí del colegio vi el auto en la esquina. Seguí por Blanco Encalada para ir a casa. Pero volví. Él había salido y me miraba, apoyado en el auto. Al sol le resaltaban los ojos amarillos, yo sólo los había visto en los documentales de animales. Cuando llegué me abrazó y dijo mi nombre un montón de veces seguidas. Después me soltó y me propuso conocer el río de día.
El río de día era hermoso, con luz dorada como la vez de la toma difícil. Había gente y chicos, unos pájaros como gaviotas, bicis, skates, perritos para tocar. Fuimos de la mano varias cuadras. Las mujeres lo miraban. A veces los hombres también. Yo lo agarré más fuerte. Hice como si algo me diera risa. Tiré la cabeza hacia atrás y después la apoyé en su hombro. Él paró en un puesto de artesanos. Tenían collares de los que me gustaban, una botellita con agua de color y mercurio adentro. La movías y el mercurio se rompía en mil bolitas, que después se juntaban y se hacían una sola de nuevo. Pero él me regaló un almohadón rojo con dibujos negros.
–Para que estés más cómoda en el auto.
A la vuelta, cuando estacionó, sólo me dio los besos de siempre, los normales, y no me tocó ni me dio ningún beso de los otros, y yo volví a casa contenta porque éramos novios otra vez.
Nunca había intentado irme de la sexta hora. Sabía que otras chicas lo hacían pero no se me ocurría para qué. Ese día teníamos francés y me costaba concentrarme. Vi el auto en la esquina. Mientras la profesora copiaba el récit en el pizarrón guardé todo en la mochila, y cuando se dio vuelta para borrar puse la mochila en la ventana y salté. Él me dijo que iba a buscar unos equipos a su casa. Arrancó y anduvimos bastante, por calles que al principio tenían negocios conocidos y después garages o talleres, camionetas viejas con la tapa abierta y hombres con mamelucos que les metían las manos adentro.
Subimos una escalerita negra de caños, en círculo, y él abrió. Era un solo ambiente, con las paredes pintadas de rojo. Había afiches de películas, un maniquí, una cama doble, una tele muy grande, cámaras y cables. Él enrolló un cable y lo acercó al bolso, me preguntó si quería tomar la merienda. Le dije que no. Me dijo que estaba cansado, si quería dormir la siesta. Le dije que no. Me preguntó si me daba cuenta de lo linda que era. Le dije que me faltaba mucho para ser linda. Y él me dijo que no, que no me faltaba nada, que así como estaba era perfecta. Se acercó y cerró la puerta con llave. Me quedé parada. Él se arrodilló, me abrazó las piernas, se frotó la cabeza contra mis rodillas, metió la mano debajo de los rellenos y me tocó, con dos dedos, de un solo lado, mucho tiempo, siempre en ese lugar, hasta que el frío fue demasiado fuerte y me moví, me bajé la camisa, le pedí que por favor me llevara, y él me llevó.
Mamá estaba cocinando cuando le pregunté. Revolvía un jarro con una cuchara de madera. Le pregunté qué era más lindo, si redondo y blando o duro y puntiagudo. No me entendió. ¿Más lindo?, me dijo. Qué queda mejor, le dije yo, blando o puntiagudo. Ella siguió sin entenderme, entonces me levanté la remera y le mostré. Le mostré cómo era yo, sin relleno. Me pellizqué de un lado, el que siempre me pellizcaba él, lo pellizqué y lo estiré como hacía él hasta que se puso duro y pinchudo. ¿Cuál es mejor?, le dije. Ella me miró de una manera muy rara, como nerviosa. Me dijo que por qué quería saber eso. Le dije que quería ser más linda. Mamá apagó el fuego y dejó la cuchara de madera en el jarro. Se quedó mirando a un costado. Me preguntó si estaba bien, si me dolía algo. Yo le dije que no, que no me dolía nada, y que me perdonara, que seguramente eso pasaba por el frío. Ella tapó el jarro con un repasador y me dijo que sí, que era por el frío, que me quedara un rato en su cama si quería, que ella tenía que hablar con papá.
Pasaron varias horas hasta que mamá entró al cuarto. Me tapó mejor y se sentó en la cama. Me dijo que iba a estar todo bien, que me quería mucho, que ella y papá me querían mucho. Vi que había estado llorando. Entonces yo también lloré. Me acurruqué y lloré mucho tiempo, mientras mamá me acariciaba la cabeza.
Esa noche me quedé dormida en la cama de mamá y papá. Después no fui al colegio por tres semanas. Después tardé mucho tiempo en volver a tener novio.
Virginia Feinmann es periodista y escritora. Entre sus libros, Toda clase de cosas posibles y Personas que quizás conozcas, que contienen relatos varias veces adaptados a la radio, al teatro e incorporados a narraciones orales.