Cuando ya se ha decidido abandonarlo casi todo, lo mejor es perderse en algún lugar perdido, donde la noche y el día sean lugares diferentes. Un ex escritor que intenta por el lado de la música electrónica mientas sueña con ser portero de unas grandes tiendas.
Tengo casi cincuenta años. Leí por primera vez la frase de Lenin hace treinta y cinco, cuando coqueteaba con la revolución. Recién ahora, cuando abrazo el ridículo, termino de entenderla. Hace tres años lo dejé todo para ser DJ. Ese todo se deja resumir así: más de tres décadas dedicadas a escribir literatura, un prestigio algo estancado pero sólido, la resonancia modesta de un apellido siempre mal pronunciado, algunas relaciones con gente importante, intervenciones más o menos regulares en el periodismo, el mundo del cine, el mercado internacional de la conferencia y la mesa redonda. Nada demasiado extraordinario, es cierto. Pero ese todo era mi todo. ¿Qué otra cosa tenía cuando decidí tirarlo por la borda? Monedas. Demasiado tarde, justo cuando las personas normales la abandonaban por algún vicio más sosegado, había desarrollado una debilidad por las pistas de baile que yo llamaba “talento” y mis mejores amigos, a mis espaldas, “senilidad precoz”. Hacía bien en enorgullecerme de mi colección de discos de música electrónica, pero ¿cómo borrarle la secreta mancha de ignominia que la arruinaba sin remedio?: ¿el hecho de que los hubiera descubierto cuando ya habían pasado de moda, o comprado cuando todos los descargaban gratis de internet? Por lo demás, no tenía vinilos. No tenía bandejas. Ni siquiera una mezcladora o una luz estroboscópica. Nada. Y las drogas de diseño me caían mal.
Para las vidas que se dan vuelta como guantes existe el jet lag. Por extraño que parezca, ese agujero negro de la industria del viaje permite que ciertas noticias demoren más de la cuenta en trasmitirse, o que los contextos tarden en acusar recibo de los cambios que ya están afectándolos. Es posible, por ejemplo, que una institución europea de fomento cultural no se entere cuando debería de que la promesa literaria argentina a la que apostó un pequeño porcentaje de su presupuesto anual ya no es una promesa, ha dejado de tener cualquier relación con la literatura y ni siquiera es seguro que pueda ser considerada argentina. Yo tengo el pelo color ceniza, ataques periódicos de ciática y una memoria cada vez más indolente. Siempre que me baño en un cuarto de hotel tengo que salir mojado a buscar los anteojos para distinguir cuál es el frasco de shampú y cuál el de acondicionador de pelo. Publiqué mi último libro en 2001 (un libro que ya estaba listo en 1998, listo y encarpetado en un cajón del viejo escritorio de roble que terminé vendiendo), dejé de actualizar el procesador de palabras en 2002 y de comprar libros en 2003. No entiendo la prosa de los diarios desde 2005. Y si hasta mi condición de argentino está en duda es porque en 2006 obtuve el pasaporte alemán, convencido de que, de todas las nacionalidades que me ofrecían mis ancestros émigrés, la que más puertas me abriría en la jungla de los DJ’s era la alemana, de cuya música electrónica, por otra parte, siempre he sido fanático. Todos estos antecedentes, que deberían figurar en el dossier del candidato aun antes de que proponga su candidatura, el jet lag, como una vieja máquina de suspenso, los frena, los difiere y pospone. Y cuando la institución de fomento europea se entera de que existen, ya está: demasiado tarde para retroceder. La promesa literaria extranjera ha llegado, ya está ahí, a una hora imposible de la madrugada, en un aeropuerto incómodo que sólo las compañías aéreas de bajo costo insisten en localizar en la jurisdicción de Bruselas, reclamando a viva voz por teléfono un comité de bienvenida, un chofer con un cartel con su nombre en mayúsculas, instrucciones, dinero, tickets de metro, entradas para museos, una mañana de sol, todo lo que de golpe se jacta de merecer aun cuando sabe que es un impostor, y que en un mundo menos tolerante con el encanto desastroso de las vidas de artistas no sólo no tendría derecho a nada de todo eso sino que no habría llegado siquiera hasta ahí, hasta el viejo piso reluciente donde está parado ahora con sus pies hinchados y sus dos maletas, una gigante, otra pequeña, cargadas ambas de baratijas que no engañarán a nadie.
¿Qué hizo el ex escritor argentino durante el mes de residencia que pasó en Passa Porta? Demasiado pronto, quizá, para contestar. Habrá que esperar el trabajo del jet lag, sigiloso y eficaz como el del sueño pero cuánto más irreconocible… Lo que sabe es que nunca como entonces se sintió tan escritor. ¡Qué manera de multiplicar las evidencias del physique du rôle! Tenía contacto diario con pocas personas: la estilista de la planta baja, la moza del restaurante vietnamita donde almorzaba y se dejaba siempre algo olvidado, la cajera del Delhaize, que no entendía cómo él no entendía que hubiera que pagar por las bolsas de compras. Pero con qué cuidado exhibió y distribuyó entre ellos sus credenciales de escritor: las manchas de tinta en los costados de los dedos (cuando es sabido que para anotar lo poco que anota –títulos de álbumes, nombres de sellos discográficos y de DJ’s, fechas y lugares de conciertos– sólo usa lápices mecánicos), las lagañas que sacaba a pasear a primera hora de la tarde, el aire general de atolondramiento y desaseo que lucía, los billetes siempre arrugados que sacaba a la fuerza de sus bolsillos.
La pregunta es si logró engañar a sus anfitriones. Eran tres, todos de una discreción china. Jamás le hicieron sentir que sospecharan nada. Hablaban de bueyes perdidos, y cuando le preguntaban por un asunto literario puntual –el texto que en algún momento tendría que entregarles, por ejemplo–, siempre le daban a entender que preguntaban porque les daba curiosidad, nunca por desconfianza. Una tarde, mientras comían juntos unos mejillones modestos –era mayo, mes sin “r”–, aprovechó un recodo particularmente incómodo de la conversación –alguien se había preguntado a qué edad se retiran los escritores– para contar su debut como DJ, dos años atrás, en un pequeño club nocturno de Buenos Aires. Lo contó con una emoción mal reprimida, entrecortando unas torpes frases de asmático, como si buscara lavar algo de culpa confesando una parte de una verdad inconfesable y al mismo tiempo temiera que alguna de las personas de la mesa leyera entre líneas la verdad entera y lo reconociera como lo que era: un estafador.
Los detalles de la historia los distrajeron. Les gustó que para debutar hubiera elegido el seudónimo DJ Viejo. Les gustó, les pareció “muy de escritor” que durante el tiempo que le habían dado para tocar –la franja de las nueve a las once, las dos horas menos comprometidas de la noche del viernes, que el club aprovechaba para terminar de limpiar, aprovisionar la barra del bar, ajustar las luces y probar sonido en el espacio de al lado, mucho más grande, donde tocaban las verdaderas estrellas–, hubiera puesto un disco, sólo uno, el gran Lowlights from the past and future, de Lawrence, y se hubiera dedicado a leer una vieja novela de espionaje a la luz de la lamparita que iluminaba la mezcladora (cuyos controles, dicho sea de paso, fingía manipular cada tanto para no despertar sospechas). Les gustó sobre todo que el club lo hubiera invitado a pasar música por sugerencia de uno de los custodios del lugar, un coloso de mirada vidriosa y modales extraordinariamente corteses que amaba a Miles Davis y por alguna razón admiraba, y recordaba con una fidelidad fotográfica, todas y cada una de las páginas que él había escrito en su vida de escritor.
Nunca les confesó su intención, eso que una noche, en medio de un febril intercambio de correos electrónicos con el único amigo que todavía no se reía de él, llamó mi sueño Bruselas: emplearse como portero en las galerías Ravenstein. Había pasado por muchos lugares en Bruselas. Se había impuesto la ley, que nunca infringió, de moverse únicamente a pie, no importa cuán grandes fueran las distancias que tuviera que recorrer, lo que sonaba mucho más como un chiste sobre el tamaño pañuelo de la ciudad que como un desafío. De todos, ninguno como las galerías Ravenstein. La primera vez prácticamente se las llevó por delante mientras caminaba sin rumbo y las cruzó sin ningún afán cultural, pensando más en tomar un atajo que en rendir tributo a un monumento arquitectónico. Iba camino a la Cinemateca, a ver una película de Agnès Varda sobre los Black Panthers. Fue una especie de rapto: como entrar en otro mundo.
Eran las cuatro menos veinte de la tarde, el lugar estaba desierto, la mitad de los negocios cerrados. En el extremo norte de las galerías, dos o tres comensales macilentos mascaban las tristes ensaladas del Exki. En el centro del corredor, estrechando filas como una falange de espantapájaros, unos percheros de metal negros ofrecían por veinticinco euros la misma ropa insulsa, confeccionada en Bangladesh, que las estaciones de tren de los suburbios de Buenos Aires venden por tres. Había dos bares abiertos, antros oscuros, forrados de espejos, con altos taburetes tapizados de terciopelo multicolor, donde sonaban flamenco y grandes éxitos de ABBA y mujeres demasiado vestidas para la hora conversaban en voz muy alta con hombres que hacían cuentas o leían el diario en la barra. Le pareció extraño que esa clase de lugares abrieran tan temprano, hasta que se dio cuenta de que en realidad nunca habían cerrado. Por lo demás, nadie parecía prestar la menor atención a la galería. Era apenas una transición expeditiva, un lugar de paso que la gente usaba de manera mecánica, por pura comodidad, por el ahorro de tiempo que representaba atravesar una cuadra por el medio, sin tener que bordearla desde afuera, siguiendo el trazado de las calles. La usaba como la había usado él cuando la descubrió. Claro que una vez adentro… Qué shock. R-A-V-E-N-S-T-E-I-N. Se quedó ¿cuánto? ¿quince? ¿veinte minutos deletreando con los ojos esa tipografía extraordinaria? Cada letra estaba rodeada de una aureola de luz, como tocada por un extraño destino de santidad. Hasta que debió hacerse a un lado para que no lo atropellara la turba de viajeros que se apuraba rumbo a la Estación Central.
Pasó toda esa tarde en las galerías. El aire de despilfarro arquitectónico no hacía más que aumentar la gloria de su hechizo. Como esas mujeres bellas pero difíciles, o bellas pero ya decrépitas, o bellas pero demasiado altas, o huesudas, o malvadas, o enfermas, que la gente ha dejado de mirar y que de pronto alguien, un forastero, advierte y admira con toda la intensidad ciega de sus ojos nuevos; como esas mujeres condenadas al olvido que a alguien se le ocurre recordar y luego venerar, y que se consagran entonces en cuerpo y alma al salvador que las ha arrancado de las tinieblas, la galería Ravenstein le estaba dedicada. ¿Por qué no la aceptaba? ¿Por qué no se quedaba? De verdad, es decir: ¿por qué no se quedaba allí para siempre? En algún momento la residencia terminaría y tendría que volver. Pero ¿a qué? ¿Volver a dónde? Había renunciado a escribir, su carrera de DJ languidecía antes de haber empezado y ni siquiera tenía otra con que reemplazarla. Portero de la Ravenstein. Trabajaría allí, custodiando esa nave gigantesca, insolado bajo el resplandor del techo de ladrillos de vidrio. Orientaría a los visitantes como alguna vez las recepcionistas de las grandes tiendas: “Planta baja, boutique del Bozar, librería Libris; primer piso, New Concept, Matonge, Oficina Nacional de Turismo de Túnez…” Viviría allí. Allí, con un poco de suerte, moriría…
Una noche se vio portero. Vestía un uniforme verde musgo y gorra, llevaba las uñas manicuradas y los zapatos muy lustrados, montaba guardia de pie junto a la entrada principal de la galería. Nunca se había visto tan feliz. Sentía el bienestar maduro y cansado que siente una piedra que se ha quedado quieta, por fin, después de rodar días y días a la intemperie. No pudo detenerse en la visión el tiempo que hubiera deseado: volvía del parque, donde acababa de probar (y tirar en un tacho de residuos) un helado repulsivo, y tenía que tomar el tren a Opwijk. No le quedaba mucho tiempo. Pero con qué buen humor, con qué ímpetu eufórico había franqueado la entrada. Pasara allí dos minutos o tres horas, las Ravenstein siempre eran una fiesta para él. Había bajado las escaleras de dos en dos, sus saltos retumbaban como azotes en el espacio hueco de la gran cúpula. Brillaba la misma luz, a las diez menos cuarto de la noche, que durante el horario de oficina. Imposible distinguir el día de la noche. Esta vez, para colmo, no había una alma, literalmente. Nunca había tenido una relación tan íntima con una obra de arquitectura pública. Se vio portero, tan digno, tan entregado a una causa, tanto más humano que el escándalo de miedo y fraude que era en la realidad…
Pero tenía que ir a Opwijk. Se había comprometido con sus anfitriones. Chris Clark tocaba esa noche en el Nijdrop. Había visto el aviso en una revista la madrugada anterior, mientras con el otro ojo veía al hijo de Alain Krivine discutir con la sobrina de Cohn-Bendit el legado de mayo del 68 en un plató de televisión empapelado con puños en alto rojos y negros. Buscó Opwijk en sus mapas. No figuraba. “Mejor”, pensó. “Si es lejos, mi voluntad de asistir al concierto sonará más épica, mis anfitriones comprenderán que mi relación con el mundo DJ es algo más que un hobby aristocrático y yo quizá pueda decirles la verdad antes de volver a Buenos Aires, quizá pueda confesarles todo, que ya no soy escritor, que dejé la literatura para ser DJ, que ya tampoco soy DJ, que quizá ellos, o alguien de la oficina, conozca a alguien del directorio de las galerías Ravenstein…” A la mañana temprano –no había dormido, de hecho– llamó a la oficina para averiguar. “Opwijk, Opwijk…”, repitieron con voz perdida dos o tres personas que desfilaron ante el teléfono. “¿¡Opwijk!?”, gritó uno de sus anfitriones, el que más complicidad o menos extrañeza había mostrado en el restaurante el día de los pequeños mejillones, cuando él contó su debut con las bandejas. Había nacido en Opwijk. Un pueblito modesto, tranquilo, que los suburbios de Bruselas codiciaban desde hacía tiempo pero aún no habían tocado. Lo había abandonado a los dieciocho años. Sus padres, ya grandes, todavía vivían en la casa familiar. Sólo volvía una o dos veces por mes, para visitarlos. Media hora de tren, el último hacia las diez de la noche; después, nada; y el primero de regreso a la madrugada, creía que no antes de las cinco y media, seis de la mañana. Le extrañó que quisiera ir a un lugar tan poco turístico. Él le habló de Chris Clark, le contó del concierto. Clark tocaba con toda su corte: seis DJ’s jóvenes e innovadores, ¡diez horas ininterrumpidas de música! El otro silbó, impresionado. Él le preguntó si no se animaba a acompañarlo. Oyó un hipo entusiasta, algo muy rápido, como una descarga eléctrica, que no prosperó. Luego una disculpa: había llevado esa clase de vida durante años; ahora estaba viejo y cansado. Pero podía decirle cómo llegar.
De modo que el ex escritor desembarca en Opwijk a las diez y media de la noche. Todavía está deslumbrado por la imagen de elegancia que ha dado en las Ravenstein vestido de portero. Baja del tren, confirma en la planilla del andén que el servicio no se reanudará hasta las cinco y trece de la mañana. ¿Por qué los infortunios previsibles lo desalientan más que los imprevistos? ¿Para qué le alcanzará el poco dinero que lleva en el bolsillo? ¿Qué es el Nijdrop? ¿Quién diablos lo manda a perderse un viernes en ese páramo que para colmo ni siquiera es francófono? Se deja arrastrar por unos racimos de jóvenes que parecen saber adónde van. Usan buzos con capucha, beben cerveza. En un momento, uno que lleva un skate bajo el brazo se vuelve, le arroja una mirada de rencor y da una pitada furibunda a su cigarrillo, pero no dice nada. Caminan por la calle principal, prácticamente a oscuras. Unos pocos negocios cerrados los vigilan desde la sombra. Alguien los cruza en bicicleta.
El Nijdrop, un ex destacamento militar, es ahora una mezcla de albergue para jóvenes, centro cultural y refugio para mendigos. El concierto es en el tinglado principal, un espacio frío y desafectado como el patio techado de una cárcel. Es demasiado temprano, como le sucede casi siempre desde que ha decidido ser DJ y pierde la capacidad de calcular el tiempo. Demasiado temprano para llegar, para beber, para entristecerse. Paga la entrada, y cuando abre la mano para que le sellen el dorso con una estrella ve que tiene las uñas sucias, demasiado crecidas, y se sienta en el piso helado a beber una cerveza tibia. Le gustaría volver a fumar. Piensa que el ochenta y cinco por ciento de los fumadores fuma para no aburrirse. La poca gente que deambula por el lugar, probablemente residentes de Opwijk, o huéspedes del Nijdrop, o asesinos rurales, todos varones, en todo caso, y todos extraordinariamente jóvenes, pasan a su lado y lo rocían con una indiferencia monstruosa. Él no es joven, ni siquiera es amenazante. Querría ser policía, fascista, juez. Quizás el departamento asistencial del Nijdrop ha sido concebido para asilar lacras inofensivas como él. Se pregunta cuánto costará la noche.
Cuando levanta los ojos otra vez hay alguien que trepa al púlpito del DJ, echa hacia atrás la cabeza para apartarse una larga cortina de pelo de la cara y empieza a tocar los controles con delicadeza, como si auscultara un cuerpo dolorido. Tiene una boca gigantesca y dientes muy grandes, un poco salidos, como de caballo. Podría ser su hijo. Podría ser el canallita encantador, sin domicilio fijo, que le roba con una sola de sus sonrisas equinas a su hija adolescente –si tuviera una hija adolescente. No tiene. No le ha sobrado una sola gota de savia para hacer otro ser humano. La suya, que ya era poca, se la ha guardado toda para él, la ha dilapidado en él mismo. Tan pronto como escucha la música el alma se le va suavemente al piso. No es lo que pensaba. Demasiada “masa sonora”. A él siempre le ha gustado entender, reconocer en la música las líneas, las formas, los dibujos. A medida que los DJ’s se suceden, la decepción, la amargura de haber vuelto a equivocarse se agravan. El Nijdrop está lleno. Como sigue sentado en el piso, en el mismo rincón, con la botella de cerveza vacía entre las piernas, la gente lo pisa, lo golpea, se lo lleva por delante, volcándole encima vodka, agua, esas pegajosas bebidas energizantes. Qué error. ¿Qué hora será? Busca una ventana, la luz tras la ventana que le diga que ha empezado a clarear, que en algún hangar de la estación de Opwijk hay una locomotora desperezándose. No hay ventanas en la sala principal del Nijdrop. Le queda una sola esperanza: Chris Clark.
Cuando lo ve subir al púlpito, pelo muy corto, sonriente y saludable y enérgico como un profesor de gimnasia, el alma se le desmorona. Esperaba un treintañero esmirriado, encogido de hombros, vestido con una remera tan sucia como su pelo, dispuesto a huir a la primera objeción que alguien del público opusiera a su propuesta musical. Mira a su alrededor con una avidez desorbitada, como si buscara un culpable. Todo el mundo se ha puesto a bailar. Una idiota llena de lunares lo enceguece sonriendo con un puntero láser tornasolado. Ahora cae, no sólo su alma sino él, él todo, entero, completo. No conocía a Chris Clark. Nunca lo había escuchado en su vida. Había leído en la revista “Chris Clark” y había pensado automáticamente en otro, un alemán, Kurt Karl, el gran tísico de Köln, que tres años atrás lo había hecho bailar hasta el agotamiento en el patio del Correo Central de Buenos Aires. La espontaneidad y la fuerza de la asociación habían soldado entre sí los dos nombres y sellado el error para siempre. Chris Clark era y sería siempre Kurt Karl… hasta que dejara de serlo. Era atroz pero simple.
Tiembla. ¿Qué hace? ¿Llora o lo salpican con agua mineral? Ya es tarde para buscar la salida: allí donde posa la mirada, un horizonte de formas móviles y simiescas le cierra el paso. Aun así, a fuerza de hacerse flaco, empujar y deslizarse por los claros fugaces que el baile abre sorpresivamente en la masa humana, consigue alejarse del púlpito diez, quince metros, lo suficiente para descubrir a un costado, junto a una pared, el colchón irregular que forman los abrigos que la gente se ha quitado para bailar. Se recuesta muy despacio, menos por temor a romper algo que por lo penosas que le resultan las articulaciones de su propio cuerpo. Antes de dormirse se le ocurre otro seudónimo, DJ Concierge, que nunca usará, y mira las sombras de la gente bailando proyectadas contra la pared, entrecortadas, como una versión estroboscópica de la escena de la caverna de Platón.
Cuando despierta –alguien tironea del último abrigo que aún le sirve de cama– todo ha terminado. Hay gente limpiando el lugar. Unos barren el piso con escobillones gigantescos mientras otros van recogiendo botellas y latas que hacen desaparecer en una bolsa de residuos. Está un poco atontado, pero ve a un hombrecito de negro cargando con un parlante que duplica su estatura y acude en su ayuda. Minutos más tarde es uno más del crew que desarma el sonido y las luces. Mientras carga dos grandes bolas de espejos en un camión pregunta por Chris. Le dicen que se ha ido. A esa hora ha de estar tocando en otro lugar, un subsuelo que acaban de inaugurar en el sector abandonado de las galerías Ravenstein. Le ofrecen un pase gratis, que no acepta. Vuelve al tinglado a seguir cargando. Le dicen que ya no queda más nada. Se queda inmóvil, contrariado, como un actor al que castigan quitándole su parte a último momento. Contra la pared del tinglado descubre al chico del skate hablando con dos policías, o escuchándolos. Un hilo de sangre le cruza la cara desde la ceja hasta la boca.
Vuelve a verlo un poco después, apretándose la ceja con un pedazo de trapo sanguinolento, mientras busca el camino hacia la estación bajo el cielo encapotado. Él lo mira con desconfianza o con despecho, como desquitándose ahora, cuando la relación de fuerzas se ha invertido, de la mala mirada que el chico le echó a la ida. El chico le señala algo en un codo. Es un chicle; debe habérselo pegado mientras dormía. Se ponen a caminar juntos. Al cabo de un rato, después de atravesar unas calles de tierra, él se detiene. Teme haberse perdido. Mira a su alrededor tratando de reconocer algo. Es inútil. Aun si algo le resultara familiar, la luz del amanecer es tan distinta, altera tanto el paisaje, las casas, la perspectiva, que jamás lo reconocería. De alguna parte llega un crujido de madera decrépita. Un viejo impecable, bronceado, en musculosa y con un sombrero de paja, asoma la cabeza por entre el follaje de una pequeña selva doméstica. Recién cuando se acerca, tan encorvado que no puede mirar más que el piso, él se da cuenta de lo viejo que es. “¿Bruselas?”, pregunta el viejo. No los mira; le basta intuir la novedad que representan. Él va a contestar, pero el viejo mueve una mano señalando algo y se pone a seguir su propia instrucción. Poco después el chico del skate y él salen tras él, manteniendo una distancia respetuosa. Pero el viejo camina tan despacio que en segundos están a su lado, y por poco no lo preceden. Aminoran el paso. El viejo los alcanza, se adelanta unos metros. Habla en voz alta; parece recordar o quejarse de algo que lo entristece. Vuelven a ponerse a la par. Esta vez deciden caminar exactamente a su ritmo. Coordinarán cada paso si es preciso. Pero el viejo camina tan despacio que se desorientan, y ya es difícil saber si el ex escritor argentino, ahora también ex DJ, y el chico del skate, se mueven, están quietos o incluso retroceden en la madrugada de Opwijk. ~
Alan Pauls es escritor y guionista. Entre sus libros, El factor Borges, Historia del llanto y El pasado.
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