La presencia de un hombre que no parece humano en las calles de un pueblo, una casa donde hay un misterio sin resolver y los rumores que se entrecruzan y abren las puertas al terror.
Se asomaron en el almacén apenas lo vieron llegar. Tiradores, la camisa marrón sucia, unos pantalones grises mojados entre las piernas. Se meó encima, dijo alguien. A lo mejor viene con sangre. Se rieron mucho por la ocurrencia de Savino. El intruso caminaba por la mitad de la calle, sin mirar a los costados. El viento le voló el sombrero. Tuvo que correr para alcanzarlo y pisarlo con el pie. Se paró frente a la tienda, medio trastabillando por la corrida. Cuchicheaban.
No necesitaban decir en voz alta que no era buen agüero. Mirá que somos jodidos, ¡eh! No me gusta como camina. Muy canchero. Pasó un rastrojero con maderas viejas. Casi lo roza de tan cerca. Un hombre desde de la cabina le gritó que se fuera. Somos bastantes ya, sabés, No contestó. A lo mejor con el ruido del motor, no lo escuchó. Pero algo presintió porque se ajustó el sombrero y saludó.
Mirá, se burla todavía. Caminó mucho. Te lo digo por las botas llenas de barro. No pudo mear en el pasto, digo. Estoy seguro de que es mierda. Se hace encima. Vas a ver, que va a comprar un calzón. Carcajadas. Se paró en la esquina. Miró como extranjero que averigua por dónde vino y qué hace en esa calle. Saludó a una mujer que pasó al lado, tan al lado como el rastrojero. Movió la mano como un recién venido. Ella pareció preguntarle algo. Nadie escuchó qué hablaron. No importaba ese momento.
Seguro que la invitó a salir. Con esa mugre, no creo que pueda hacer nada. Por lo menos que se cambie los pantalones manchados. No tiene lugar adónde ir. La mujer del hotel cerró, por las dudas, con doble llave la puerta.
¿Y si viene a buscar a alguien? Sí, seguro. Al que le disparó en los huevos. Esa es sangre que sale de abajo. Se quiso coger a la mujer de uno y lo agarraron en la cama. Se lo merece por entrar en casa ajena. No, ¿de dónde sacás eso? Me huele, no sé. Quién cae a un pueblo, sin valija, salió a las apuradas. Puede ser.
Un portón se abrió y el intruso caminó hacia el lugar. Salió un tipo. Mancini, mirá es Mancini. Nunca le tuvo miedo a nada. Y, bueno, después de lo del pibe, un tipo con sangre encima no es nada. Pobre Mancini, lo que sufrió. Y ahora, esta visita seguro que quiere pasar la noche. ¿Cómo sabe que Mancini está solo? Este tipo conoce mucho de cada uno de nosotros.
Las voces se confundían en la esquina para averiguar. En los pueblos hay poca confianza por eso, casi siempre, lo único cierto es que el mal pasado acompaña a los nuevos. Mancini lo metió en su casa. Los otros se turnaron noche y día para controlar cuánto duraba el huésped en esa casa. Vieron que la luz encendida en la casa nunca se apagaba.
Imaginaron demasiado: un amigo de la mujer de Mancini encerrada después del accidente del pibe, un pariente con dinero suficiente para suspender el dolor, la venta de un campo que había partido a la familia. Los vecinos se pasaban la posta creando relatos imposibles. Inventaban artificios para crear parentescos con historias que no tenían territorio, hasta pensaron que el mismo Mancini ocultaba familiares.
Una mañana vieron los pantalones del extraño en la terraza. Se reunieron en una esquina con el fin de ajustar pormenores de aquello que pasaba a ser evidencia: pasar la noche desnudo privilegiaba a la visita, la ropa prestada lo convertía en más que un allegado de lejos. Apostaron a la crueldad.
Nunca se animaron a golpear la puerta. Eso motivó una historia. Aplaudieron despacio el relato del más viejo de todos. Antes de que empezara a hablar, se rieron. No le iban a creer a ese anciano que vendía cacharros oxidados en la plaza principal. Paren, dijo. Este tipo viene a buscarnos. Volvió para llevarse a cada uno de nosotros. Hubo silencio.
Dejaron de sonreír. Hubo un gesto común que se compartió en ronda. Alguien iba a hablar, pero lo empujaron y lo amenazaron con un palo. El más viejo contó aquello que algunos querían dejar pasar. La noche de hace años, una pelea y un muerto en el galpón de los Achával. Nunca estuvo preso, se adelantó el de los cacharros. Se escapó. Le abrieron la celda, en la comisaria. Todos asintieron. Preferían pensar que la justicia divina se había hecho cargo de su cuerpo. Hasta habían visto una cruz envuelta en un trapo rojo clavada en un montón de tierra al borde de la ruta, muy lejos para pensar que volvía.
Trataron entre todos de recordar. Dos de los presentes aseguraron que hubo quienes contaron que habían visto el hueco sin la cruz ni la tela para avisar que nadie pasara sin persignarse. Nunca estuvo muerto, entonces. Lo repitieron en coro. Rezaron juntos para asegurarse el perdón. Mancini debe haber sido el que cavó, dijo uno. Yo sé, quién es el culpable, y quiénes gritaban desde la calle a la ventana de la celda. A esos busca ahora, continuó.
Puedo asegurar que a este hombre lo conocemos muy bien, dijo después de una pausa. Vos sabés demasiado y querés que el miedo nos siga acusando. Con mucha rapidez el anciano echó a correr. No alcanzó el tiempo para correrlo. La puerta de la casa de Mancini se abrió de par en par.
El hombre salió solo. Arrastraba una bolsa con la mano derecha. Vestía ropa limpia; hasta había llegado a afeitarse. No había nadie en la esquina. Se encerraron en sus casas. Ser el siguiente los convertía en niños arrepentidos.
Hubieran podido correr, salirle al paso. No tuvieron tiempo de ensayar una estrategia inútil. Al final, a ser solo, cansado de haber dado muerte, se entregaría y pondría el cuerpo para el disparo. Después de todo, iba a ser un castigo merecido. Las piernas de todos solo dieron lugar para la fuga y esperar el turno de cada uno. Un muerto reaparece para llevarse vidas.
Las mujeres no se sorprendieron. Creían en el cielo, no en la venganza de la tierra húmeda. Las más cercanas en la cuadra se tomaron de las manos para rodear la Iglesia. No, no iban a entrar. Ellas también habían silenciado la culpa. Habían comenzado a rezar cuando escucharon un ruido conocido, un sonido que venía de hace tiempo, del galpón de los Achával, la noche en la que hubo un muerto y una víctima.
Todas se dieron vuelta y levantaron los brazos. Lo mismo habían hecho antes cuando gritaban que se llevaron al que ahora venía llevando una bolsa. El hombre no prestó atención. Poco a poco se convirtió en sombra. La más joven de ellas apuró el paso para enfrentarlo.
Las demás alcanzaron al ver cómo manoteaba en el aire y daba vueltas en círculo. Giraba sobre sí misma. La abrazaron entre todas. Ella lloraba a gritos. Se había tirado al piso para aplastar un contorno que no veía nadie. Rezaron rodeándole el cuerpo, mientras ella golpeaba el polvo de la calle.
Había otra mujer que lloraba tapándose la cara con la pollera. No quería ver una oscuridad que se hacía cada vez más próxima. Corrieron a buscar la bolsa. Solo había tierra y piedras, como la que había dejado la tumba al aire libre.
A partir de ese momento convivieron con el terror de que un hombre sin estatura humana llegara otra vez. Lo que se iba a repetir traía un dolor en las mujeres, y una falta de equilibrio en los hombres. Todos se caían y se volvían a levantar más pesados. Se llama vida, dijo el cura, una vez que la Iglesia abrió el portón.
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