Una charla de café entre dos amigos después de la separación de uno de ellos y un repaso de vidas amorosas que construye una escalera desde el fondo de la depresión hacia la risa.

Le dejé todo. Me llevé la ropa, los libros y a Garúa.

Juan era la imagen del desamparo. La tan anunciada separación la terminó decidiendo el fin del contrato de alquiler. No hubo abrazo, menos beso, apenas unas frías palmaditas en el hombro. La última noche Juan había llorado de espaldas al llanto de ella. Dos ejércitos en retirada recogiendo sus muertos. La cama, campo de batalla de dieciséis años de amor, esa mañana fue el día después de la batalla. Desolación y despojos. Y una bruma tétrica asordinando todo.

Una moza de impresionantes faroles azules nos trajo los cortados. Juan ni la registró. Mal síntoma.

–Me siento más libre –siguió diciendo. Pero la voz le tembló y las lágrimas desbordaron.

–Estoy más libre y también más solo –retomó. El otro día me imaginaba que si me pasara algo únicamente estaría Garúa lamiéndome la cara sin saber a quién avisar.

–No te preocupes, Juan. Vos y yo nos vamos a morir cogiendo. El bobazo nos va a agarrar arriba de una mina, improvisé en un intento de rescatarlo de la tristeza.

–O dentro –sonrió Juan.

¡Touche! No hay mejor remedio para melancólicos que el amor, recetaba Bradbury, o en su defecto, el humor del amor.

–Me hiciste acordar de Alfredito –dijo, ya en un registro menos depresivo.

Alfredito fue mi compañero de colegio y de juventud, siguió. Era más bien bajito y, contra todo preconcepto, tenía muy buena mano para el básquet y para las mujeres. Nunca supimos qué les atraía de él, pero tenía un arrastre de envidia con las chicas. Le seguí el tranco hasta que terminamos el secundario y yo me vine a Buenos Aires. Aunque cada vez que volvía al pueblo no dejaba de enterarme de sus nuevas conquistas. Con los años nuestras vidas se fueron distanciando sordamente, como se aleja el micro rumbo a Buenos Aires, cada vez menos micro y más polvareda, hasta ser solo polvareda.

La última vez que lo vi me sorprendió con la noticia de su casamiento. Pero más me sorprendió el con quién.

–Sarita –me largó así en seco, abreviando sarcasmos.

Sarita era la más fea de las feas del pueblo. Las más lindas se habían ido casando. Emigraron a la ciudad. Alguna vive en España, otra en Estados Unidos. Fueron restando las feas. Pero aún éstas consiguieron marido. Raquel era fea pero inteligente. María era fea aunque alegre y entradora. Alicia era fea pero cuando se ponía a cantar el mundo se transformaba. Juana era fea aunque cocinaba como los dioses. Beatriz era fea pero muy esmerada en la cama. Sarita había llegado demasiado tarde al reparto de aunques y peros. Era la fealdad en estado puro, sin conjunciones atenuativas. Fue la más fea de todas las feas hasta que tuvo un repentino golpe de suerte y le cayó el último pero disponible. Un pero que no venía de adentro sino del apellido. Sucesivas y excelentes cosechas de soja habían convertido al padre en el vecino más rico del pueblo y a Sarita en la más fea pero más rica heredera.

Cuando ya todos los de nuestra generación estaban casados, y algunos felizmente separados –rememoró Juan–, Sarita y Alfredito, que patéticamente conservaban los diminutivos de la primaria, habían pasado la marca de los cuarenta y pico sin horizonte alguno de casamiento. Alfredito se aferraba con uñas y dientes a la soltería, Sarita rasguñaba los muros de su soltería buscando desesperadamente la salida.

La varita de la soja había transformado a Sarita en un seguro de retiro, una jubilación garantizada. Y Alfredito, que llevaba fileteado en oro como lema de su vida “Muy bueno no ha de ser el trabajo si te pagan para hacerlo”, decidió entonces jubilarse.

No recuerdo por qué no pude ir al casamiento –continuó Juan. La fiesta duró tres días y tres noches. Las tapas del semanario local vendieron más que la Caras del casamiento de Tinelli. Fue tema excluyente en la peluquería, la plaza, la iglesia y el bar, sólo superado tiempo después cuando pasó lo que pasó. Parecía que el matrimonio de los últimos solteros hubiera estado predestinado a producir las dos noticias más impactantes de los últimos años.

Pasó que un día Alfredito desapareció. Lo buscó Sarita por todas partes. Lo buscó la policía. Lo buscaron en diez localidades a la redonda. Lo buscaron los bomberos. Lo buscó el semanario local y la radio FM. Lo buscaron los radioaficcionados. Lo buscó todo el pueblo. Pero Alfredito no aparecía. El misterio había anudado el caso.

Al cuarto día, la mujer del almacenero apareció en la comisaría en un ataque de llanto y desató el secreto. Empujada más por el inminente regreso del marido que había salido de viaje que por el remordimiento, le confesó al comisario que Alfredito estaba en su cama, más precisamente bajo su cama. Desde hacía tres días y tres noches.

Hay muchas maneras de nombrar el orgasmo. Los españoles se vienen. Nosotros acabamos. O terminamos. Los franceses lo llaman la pequeña muerte. Alfredito, poco dado a la metáfora, interpretó todo literalmente. Y se le dio por venirse, o más bien por irse. Por terminar. No en la pequeña dosis que refieren los franceses, sino definitivamente. Acabó muriendo.

Al velorio sí pude ir –continúo Juan. Florecían las viudas. Solidarias con el dolor de la viuda oficial, en la complicidad del silencio enhebraban un rosario de adulterios y cornudos.

–¿Sabés quién era la que más lloraba…? –Juan insertó los puntos suspensivos para estirar el relato.

–La farmacéutica –se respondió. Sin ser una de las tantas viudas, había perdido a su mejor cliente. Alfredito le compraba puntualmente el mismo perfume para cada una de sus amantes. ¡El muy turro no sólo se había cogido a medio pueblo, sino que dejaba su marca en el aire! Una suerte de democracia aromática del engaño, una fuenteovejunesca jugada para no ser descubierto o una sutil pista de sus andanzas, quién sabe…

Juan no paraba de reír, lejos, bastante lejos ya de la tristeza. Por lo menos mientras nos durasen los cortados.

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