Sabemos cuándo el amor se termina, pero no nos damos cuenta qué está pasando realmente. Una mujer en diálogo constante con su hijo y sus recuerdos, siempre rodeados de temores, incomprensiones y misterios.
Es un misterio”, dijo Felipe un día de septiembre. Acababa de cumplir dos años. Apunté la frase en una de mis libretas, las mismas que registran mis finanzas, y, como un sismógrafo, las intermitencias de mi historia de amor con su padre, que ahora recorro como quien lee una sucesión de viejos partes meteorológicos (“Hoy creo que en otra ciudad, con Luis, podría volver a enamorarme” o “con Luis me muestro peor de lo que soy”); el contenido de las cajas y valijas que hemos transportado demasiadas veces, de ciudad en ciudad; citas como “Ser padre es enseñarle a tu hijo a vivir sin ti” de Nicole Krauss, “Cuando no se ama demasiado no se ama lo suficiente” de Pascal; retazos de cuentos que, como “La taza”, nunca escribiré.
“Es un misterio”, dijo Felipe. Pero olvidé escribir a qué se refería.
Por la misma época, unas páginas más adelante en mi libreta, Felipe descubría la muerte en El rey león. Simba iba al cementerio de los animales, y mi hijo reproducía ese cementerio: una pila de animalitos de plástico derribados. Un tigre le decía a otro: “Cuidado, no vayas allí, te puedes morir”.
—¿Tú crees en Dios? —me pregunta mi hijo.
—No. Pero cuando tenía tu edad sí creía. Ahora, a veces creo.
—Si te pasara algo y necesitara pedir ayuda, creería, pienso.
—¿Y crees en Jesús?-no espera mi respuesta—. Yo creo que ha sido un hombre, no un Dios. Y que murió en Cachemira. Me lo dijo mi padre.
Uno de sus juegos preferidos es inventar dioses. Conoce de memoria el panteón griego y romano, la descendencia y atributos de Zeus, Hermes, Ares, Afrodita.
Hablamos de ellos cada noche, después de leer Harry Potter. “Me estoy asustando”, dice. Entonces cierro el libro, apago la luz, y pensamos en nuevos dioses. Oscurius, el dios de los bosques; Rayus, el dios de la velocidad. “Tú eres la diosa de la belleza”, me dice, “Enciende otra luz”.
También yo le tenía miedo a la oscuridad. Todos nuestros miedos vienen de ese miedo.
Yo decía las oraciones que me había enseñado mi madre, la oración del Ángel de la Guarda y la del Niño Jesús. Pero después pensaba con horror: aquí estoy, un pequeño punto en mi cama, y después mi país, la Tierra, el planeta solar, la Vía Láctea, y más allá, ¿qué? Había una extraña relación entre la oscuridad y el infinito. Me levantaba y avanzaba aterrada por el pasillo a oscuras, hasta la cama de mi madre.
El misterio: por qué morimos o más bien por qué todo se muere, por qué todos los amores se diluyen, roídos por el hastío, el tiempo, la distancia. Todos los amores menos el amor a los hijos.
Mi madre me ha llamado:
—¿Estás bien? Pasó algo terrible.
Sonaba animada, como si eso terrible que había pasado le hubiera devuelto la energía. Encontró la tarjeta que un hombre le había dado en una cena: sabía leer la borra de café. Pero cuando llegó, el hombre no quiso leerle la borra de café sino echarle el tarot.
—No creo en esas cosas —dijo ella—. Sólo quiero que me lea la borra de café.
El hombre le tiró las cartas de todos modos. Le dijo que debía “limpiar la casa”, o más bien, el dormitorio en el que ella no dormía y mi padre dormía demasiado.
Si no, “el rey” moriría. Ella, en cambio, tenía excelente salud, como certificaba la carta de la estrella.
—Pero las cartas las saqué yo misma —razonaba mi madre en el teléfono—. Y adivinó que tengo tres hijos y cinco nietos…
Iba a ir a ver a un sacerdote para que la disculpara y protegiera el dormitorio con agua bendita. Diluviaba en Buenos Aires, pero ella iba a ir a la iglesia, a lim piarse.
Puse Oblivion de Piazzolla y lo escuché ansiosa y conmovida, como quien mira la borra del café y no acierta a desentrañar las imágenes. Allí estaba el pasado y el futuro, lo que estaba lejos y también lo que hubiera podido ser y nunca sería.
Para mi hijo, los cuentos infantiles fueron desde siempre los textos sagrados. Repetía como letanías las frases que le permitían defenderse del mundo, entenderlo.
“Aunque no estemos cerca, siempre estaré contigo”, le había dicho Christopher Robin a Winnie the Pooh. Nos lo decíamos cada vez que yo había tenido que viajar y él se quedaba con su padre. Como ahora.
“Chan se sentía engañado y traicionado por Mulan”, leía yo. “¿Qué es engañado y traicionado?”, preguntó. “Engañar es mentir. Decir una cosa que no es cierta, u ocultar algo.” “¿Y traicionar?” “Es casi lo mismo.” ¿Entendería mi hijo? Yo estaba empezando a entenderlo. En la libreta, poco antes, había escrito: “Un hombre que sabe trabajar con las manos. Trasplantar plantas exóticas y recuerdos de un lugar a otro”. “Como abrir una puerta a una habitación desconocida. Y volver a cerrarla.” “Qué rara es la vida. Todos estos movimientos. ¿Por qué llenarla con amores, con viajes? ¿Por qué no quedarnos quietos? ¿Por qué siempre algo en vez de nada?”
“Hoy Felipe vio la nieve por primera vez.” Cuando llegué a la guardería de Saint-Nazaire, miraba boquiabierto los grandes copos detrás del vidrio. Yo también vi la nieve por primera vez en otra oscura ciudad francesa a la que no volveré. La misma en la que hice el amor por primera vez, con un hombre del que acababa de desenamorarme.
Felipe dice que le gustan todas las ciudades por igual. Y que cuando sea grande vivirá dos años en cada una. “Odio el amor”, dice también. “Las mujeres hechizan a los hombres. Tú hechizaste a papá.” Y, sin embargo, le gusta que lo contradiga, que le diga que va a enamorarse un día, y que le va a gustar esa magia.
“A Felipe se le ha caído el primer diente. Y se lo tragó.”
Después de leer La Cenicienta, le pregunté: “Si viniera un hada azul, ¿qué le pedirías?”. “Vivir en el cielo, para poder ver a los dioses.”
Luis se enteró de que había muerto Carolina, su primer amor. La habían llevado a ver a un chamán para que la curara. Él también había visitado a un chamán, una vez. Había probado unas raíces amargas que lo habían hecho vomitar.
Recuerda que habían ido juntos a una casa de campo, con Carolina, y que al entrar en la sala a oscuras vieron una taza en un plato, sobre el piso. La taza estaba vacía.
En Buenos Aires voy a ver a una actriz, Isabel, la tía de un amigo. Me muestra una alergia que le ha salido en la cintura. Se levanta la camisa y veo su delgadez, las manchas rojas, la piel levemente cuarteada como el cuero de las carteras finas. Tiene la voz cristalina y desprovista de acento. Eso es madurar, pienso: perder el acento. Haber encontrado la propia voz, no preocuparse por fingir otra. Está igual que hace diez años, cuando la conocí, pero consumida. Aunque no ha tenido hijos ha vivido tanto que no hay en ella rastros del egoísmo y los caprichos de las mujeres sin hijos. Le cuento la visita de mi madre al tarotista. También Isabel iba a ver a un hombre que le adivinaba el futuro. Pero Isabel nunca preguntaba por ella. Lo único que quería saber era cuándo moriría su madre, para estar preparada. “Se va a romper una taza cuando se muera”, dijo el adivino. Días después, la llamaron del geriátrico. La enfermera le contó que su madre había organizado una pequeña fiesta la noche anterior, porque “iban a venir a buscarla”. “¿Sabe?”, le dijo la enfermera en la puerta, antes de despedirse, “en el momento de su muerte pasó algo rarísimo. En la cocina, de pronto, estalló una taza”.
El primer poema de mi hijo, una madrugada en Bogotá, a los tres años: “Rayos y luciérnagas, / nidos con amores, / árboles y pájaros, / cantan entre las flores”. El día siguiente fue su día más triste. Descubrió a su pez muy quieto en la pecera. Lo llevaron con su padre al pequeño arroyo del parque del Chicó, y entonces se dio cuenta de que estaba muerto.
Yo llegué tarde, como el día de la nieve. Felipe tiraba piedras al río, para que el pececito lo oyera y saliera a saludarlo. Nos quedamos allí mucho tiempo, mientras Luis iba en busca de un nuevo pez.
—Estoy muy triste —me dijo—. Yo lo quería mucho. Era mi primera mascota. No es divertida la vida.
Cuando le mostramos su nuevo pez se quedó callado y pensativo. Una nueva mascota no reemplazaba a la mascota perdida.
Esa noche, decidí dejar a su padre.
Todos los gatos del Botánico eran nuestras mascotas. Los alimentábamos y les poníamos nombres. A algunos volvíamos a verlos los días siguientes. Los otros seguirían con sus vidas de gatos. Quizás alguna vez volviéramos a encontrarlos.
El otro día, de regreso del colegio, vimos a Manchita. “Es la misma”, dijo Felipe, “Cruzó el océano para visitarnos”. Había sido el primer gato que adoptamos, la tarde que me dijo: “Mi corazón está dentro de tu corazón. (Es un poema)”.
Llamo a mi hijo. Está lejos. Tiene siete años. Podrían ser quince, o veinte. La misma impaciencia en la voz que yo al hablar con mi madre:
—Anoche soñé que volábamos en un pájaro grande, los dos.
—¿Teníamos miedo?
—Sí.
—¿Todavía le tenés miedo a la oscuridad?
—Un poco.
—¿Me extrañás?
—Sí. Pero pronto vamos a vernos.
Cierro los ojos en el breve silencio que sigue.
—Bueno —dice.
—Bueno —digo—. Hasta mañana.
Oigo ruidos de pasos, de voces desconocidas. Y después, nada.
María Fasce es escritora y traductora. Entre sus libros, El oficio de mentir, La naturaleza del amor y Un hombre bueno.