Los días también se despiertan y el sol hace lo suyo aun cuando las esperas sean angustiosas. Una mujer que oscila entre la vida que puebla las calles y aquella más tenue, aunque más significativa, que recorre las camas de los enfermos.
Esa noche tampoco había podido dormir. Después de treinta años ya no conseguía dormir si él no estaba con ella en la cama. Necesitaba poder estirar el brazo y tocarlo, o por lo menos escuchar su respiración. Ahora ya ni las sábanas tenían su olor. Pero podía estar tranquila: seguro que él sí estaba descansando.
Se levantó. Ya empezaba a clarear. No tenía sentido quedarse en la cama si estaba despierta. Se duchó y fue a preparar café. Era un desperdicio: no sabía cuándo iba a volver y era probable que terminara tirando casi toda la jarra, pero necesitaba tomar café recién hecho. No soportaba el café con gusto metálico de la máquina del hospital.
“Vaya tranquila”, le había dicho uno de los enfermeros, “va estar sedado toda la noche. Váyase a dormir, a ver si todavía la tenemos que internar a usted”. Ella había sonreído. “Pero si estoy bien”, dijo, aunque no debía convencer a nadie.
“Todavía es muy temprano”, pensó mientras saboreaba el café recién hecho. Él iba a seguir durmiendo por un par de horas más. Ésa era la rutina.
Fue hasta el living y despacio levantó la persiana. Salió al balcón y se apoyó contra la baranda. El cielo iba tomando un color rosado. El sol no se veía: lo tapaban unos edificios. “La mejor orientación es la del Este”, había dicho él cuando compraron el departamento. No habían tenido en cuenta que igual, con todos esos edificios, nunca iban a poder realmente ver salir el sol.
Se quedó un rato así, casi maravillada por esa transformación que traía un nuevo día, hasta que tuvo frío. Volvió a entrar y bajó la persiana. Esperar ahí, esperar en el hospital, era lo mismo.
Tomó el subte. A esa hora iba casi vacío. Cuando las puertas ya se estaban cerrando, entraron corriendo dos chicas. Se sentaron frente a ella, riéndose, agitadas. Debían venir de una fiesta, con el maquillaje corrido y los vestidos algo arrugados. Trataban de no hablar muy alto, pero el traqueteo del tren no llegaba a tapar sus risas.
Faltaba todavía una estación para llegar. Las puertas se abrieron. Sin pensarlo, bajó. Las puertas se cerraron detrás de ella y el subte se fue. La gente caminaba hacia la salida. ¿Para qué había bajado? Ahora ya no importaba. Subió las escaleras y salió a la calle. Estaba despejado y ya se escuchaban cantar a algunos pájaros. Era un lindo día para caminar. Después de todo, hasta el hospital no eran tantas cuadras, y de paso hacía tiempo.
¿Iba volver a dormir alguna vez? Dormir como antes, profundamente, sin tener esa sensación de que algo la acechaba. ¿Cuándo iba a terminar esa pesadilla? ¿Se podía terminar esa pesadilla? Si las cosas nunca iban a volver a ser lo que habían sido… Ya no iban a poder ir a conocer Ushuaia, como él había prometido tantas veces. ¿Ushuaia? A esta altura lo único que rogaba era que él pudiera ir a la esquina. O, aunque más no fuera, salir de la cama. Porque sí, él en algún momento iba poder volver a la casa, a la cama que compartían, pero ella igual no iba lograr dormir. Iba a estar siempre controlando cada uno de los movimientos de él, a la espera; hasta que, de nuevo, como las otras veces, tuvieran que internarlo, y pasar sus noches sin dormir en el hospital. No debía pensar en eso. No tenía sentido pensar en eso ahora. Ahora lo importante era que él se despertase sintiéndose mejor. Quizás hoy le doliese menos, quizás algunos amigos viniesen a visitarlo y se quedaran un par de horas charlando de otra cosa, pensando en otra cosa.
Llegó a la puerta del hospital. Se detuvo y miró hacia la calle. La mañana siempre había sido la parte del día que más le gustaba, cuando la ciudad recién se ponía en movimiento. ¿Por qué no dar una vuelta manzana? Total, todavía era temprano. Bajó el escalón que había subido y se fue alejando.
—Permiso —le dijo una señora con una nena de la mano, mientras pasaba. La nena llevaba puesto el guardapolvos del jardín y casi tenía que correr para seguirle el paso a su mamá. Giró su cabecita, la miró a ella a los ojos y le sonrió. ¿Hacía cuánto que no veía la sonrisa de una nena?
Tenía frío de nuevo: era sueño. Raro, porque siempre estaba cansada pero nunca sentía realmente el sueño. Los ojos se le cerraban y sentía el cuerpo pesado. A lo mejor podía recostarse un rato hasta que él se despertara. Pero sabía que no iba pasar. En cuanto llegase a la habitación y lo viese ahí, acostado en la cama, conectado a todos esos aparatos, ya no iba a querer dormir.
Estaba de nuevo frente a la entrada del hospital. Miró la hora: había hecho mucho más rápido de lo que hubiera querido. ¿Y si daba otra vuelta manzana? “Qué estupidez”, se dijo y entró. Fue derecho hacia los ascensores. Ya no tenía más sueño. Un hombre joven esperaba junto a ella. Parecía ansioso. Volvió a apretar varias veces el botón, como si con eso pudiera hacer que el ascensor llegase más rápido. “Padre primerizo” imaginó ella, y se sorprendió de sí misma.
Al entrar en el ascensor se vio en el espejo. ¿Por qué no se había maquillado un poco antes de salir? Con esa cara él se iba a dar cuenta en seguida de lo cansada que se sentía. “Tendrías que dormir más”, le decía invariablemente cuando podía hablar. “Pero si duermo bien” protestaba ella y desviaba la mirada para no verle los ojos tristes. “Nunca me mientas” le había dicho él cuando eran recién casados. Siempre se daba cuenta cuando no le decía la verdad.
Entró en la habitación y lo primero que miró fue la cama, como siempre. Todo estaba exactamente igual a como lo había dejado la noche anterior. “Todo siempre está igual”, se dijo y sintió vergüenza por pensarlo.
Corrió un poco la cortina para dejar entrar el sol. A lo lejos se veía el parque. Abrió la ventana y respiró hondo. Sentía, inexplicablemente, el aroma del pasto recién cortado. Escuchó un ruido y se dio vuelta: él ya estaba despierto.
Con la mascarilla en la boca, no se veía si sonreía o no, pero en los ojos mostraba más alegría que con cualquier sonrisa. Igual sabía que a él le habría gustado poder sacarse la mascarilla y sonreírle. Siempre se ponía contento cuando lo primero que veía al despertar era a ella esperándolo
—Buen día —le dijo ella y él le hizo un gesto débil con la mano, señalando la ventana.
Los rayos del sol creaban un rectángulo brillante en la pared y por un segundo ella se quedó casi fascinada con esa luz. Entonces él volvió a señalar a la ventana. Ella la cerró y corrió la cortina: el sol se había ido.
Fue hasta la cama.
—Qué bueno que ya estés despierto —le dijo, acariciándole la frente; y nada le hubiera gustado más que poder mirarlo a los ojos.
Azucena Galettini es escritora y traductora. Entre sus libros, Lo único importante en el mundo y La primera de las tres virtudes.
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