Nuestro Atlántico sur, bien al sur. Navegaciones jodidas, vientos salvajes, costas rocosas, naufragios. Un petrolero de YPF, un capitán muy hijo de puta, instalar una antena sobre el mareo abisal del palo mayor para poder ver un mundial. Una curiosa amistad, profunda, entre las rachas de viento y las de cierto gol legendario. Una palabra secreta.
Navegaba por una palabra. Quiero decir: navegaba a causa de una palabra y recorría esa palabra. Hasta sus colores más recónditos, sus músicas secretas, sus últimos silencios. La había escuchado por primera vez de mi tío Rafael a los seis o siete años, entreverada con el bramido de Islas Blancas, a unas millas de Bahía Camarones, acontecimiento que había sido cumbre de una juventud andariega. Rafael Duizeide en verdad era mi tío abuelo, el hermano díscolo de mi abuelo Juan Bautista. Carpintero de ribera por el Quequén Grande, ocasionalmente embarcado a la pesca del langostino, pero más a la pesca de cosas que había entrevisto leyendo, a la luz de un farol de kerosene, ediciones baratas de Salgari. Un vago, decían por ahí, un perdido. Los libritos de Saturnino Calleja le habían secado el seso, bien podrían haber agregado. Él no dejaba de sonreír, la mirada vuelta lejanía. Nadador de aguas abiertas, encantado por las galesas que conoció como peón golondrina en la esquila, deslumbrado por las luces de Buenos Aires al mediar los ´40, cuando la guerra se discutía por los bares con fondo de tango y Perón se burlaba aún de los contreras. Pero, sobre todo, un narrador oral como nunca he vuelto a escuchar.
La sudestada que batía nuestra casa al filo del Atlántico, arrancándole en la noche lamentos de barco fantasma, cinceló esa palabra apenas susurrada por mi tío hasta convertirla en la manera suprema de invocar al confín, de iluminar la aventura, de invitar al misterio. Desde entonces quise conocer cada península, cada bahía y cada leyenda contenidas en ella. Primero fue en los libros y en la cartografía, luego a bordo de tantos barcos ya hoy condenados por el óxido. Me digo esa palabra, la callo para el mundo. Oigo una voz grave, refiere interminablemente a aquel naufragio remoto que ni siquiera mereció una boya verde para advertencia y memoria. Voy en algún carguero a medio desmantelar al galope sobre la marejada. Oteo el verde veteado por el viento que se extiende hasta donde la vista alcanza. El tiempo es impreciso. Olvido que recuerdo. Navego.
Tengo veinte años. Desde hace unos pocos meses soy tripulante de un petrolero de YPF por el Atlántico Sur. Sobre sus amuras y su espejo de popa lleva un nombre conradiano: Capitán Constante. Acumulo una cantidad agotadora de guardias solitario en las alturas del puente de mando. A la hora que me corresponde y a todas las que no. Soy el tripulante más joven y esas cosas siempre se pagan. La orden fue impartida por el capitán Gonzaga, que nadie se atreva a discutirla. Gonzaga es un domador de naves y de olas, un funámbulo de los océanos. También es un duro. A bordo aseguran, por lo bajo, que es el más hijo de puta de los capitanes hijos de puta de la vieja escuela. Pero no se ha acuñado el insulto que pueda hacerle mella. Pilotos, maquinistas, marineros tachan cada día menos que le falta para el retiro, la muerte, el tras papel. Yo me limito a aprender cuanto pueda. Trato así de acercarme a la palabra. De ser con este mar. Aguzo la vista en una tarde ventosa y soleada. No me confío del radar. No me confío de lo que ven mis ojos por los Zeiss Ikon 7×50. No me confío en este invierno.
Alzo la vista. Veo colores menos crudos, una luz no tan áspera. Llaman al sol las ipacaá, se suman ahora los chiricotes. Arrecia el bajo continuo de cantorcitos, boyeros de pico blanco, benteveos, horneros. La percusión está a cargo de algún carpintero madrugador y obstinado. Latigazos de sombra doblegan las casuarinas. Ráfagas de jazmín despiertan las aguas. Son otras. Podrían ser un camino hacia aquellas. Me pienso: escribo. Transcurrieron los años suficientes para que ya no pueda haber consecuencias por contar un secreto de aquel invierno al sur del sur. Escribo: me recorro. El pasado es una parte del cuerpo que tal vez duela si la nombro. Pero sólo así vive. Entonces cuento. Les confieso que apenas sonó el pitazo inicial de México ´86, en el libro de bitácora del Capitán Constante comenzaron a sucederse, guardia a guardia, singladura a singladura, anotaciones que daban cuenta de tormentas prodigiosas: tanto por la intensidad de los vientos del W —nunca por debajo del 10 de la escala de Beaufort— como por su terquedad. Un exceso aun para los roaring forties o los screaming fifties, motes que le impusieron a aquellas latitudes acuáticas los navegantes ingleses, gente consagrada al whisky pero jamás a la hipérbole.
A causa de ese fenómeno que amenazaba corroer las bases de la siempre conjetural ciencia meteorológica, Gonzaga dejó asentada la necesidad de modificar la derrota rumbo a Tierra del Fuego, donde cargábamos crudo en Bahía San Sebastián, y desde allí rumbo a Puerto Rosales, en el sur de la provincia de Buenos Aires, donde lo descargábamos. A diferencia de lo acostumbrado, cubrir el trayecto más corto por mar abierto, lejos de los peligros de la costa, empezamos a buscar su abrigo, su sombra. Años felices: un barco en navegación se volvía rumores, exilio. Nada de satélites que lo espiaran o de cámaras filmando cuanto se hiciera a bordo. La lejanía era un tiempo sin tiempo, un color fuera de los colores, la voz del órgano tocado en lo profundo por el capitán Nemo. Desaparecer completamente, al menos por unas semanas, era todavía algo posible. No saber, no llegar, se convertían a veces en las formas supremas de saber y de llegar. En un frenesí lento. Un paréntesis. Suspensión.
El radio operador, un petiso de canas con facha de jockey caído en desgracia por arreglar apuestas, se encaramó al tope del palo mayor para instalarle un motorcito eléctrico a la antena de TV. Entorpecido por una caja de herramientas en bandolera, obligado al coraje por el capitán Gonzaga, yo debí acompañarlo hasta esa cumbre para contribuir a la misión. No saben cómo se ve el barco desde ahí, cómo se ve el verde alrededor que amenaza tragarlo, y el celeste encima de uno que succiona la cabeza, la cordura, el equilibrio, que se van con las nubes, que se van, que se van. No dejen de tener en cuenta que además el barco se mueve, y allá arriba se nota bastante, bastante más de lo que puedan figurarse mientras me escuchan, tantísimo más de lo que pueda teorizar la geometría, tantísimo más que la palabra tantísimo. Y con este viento salino que pega, sacude, invita al abismo. Este viento que me habla, a mí solo me habla, me dice vas a caerte, a caerte, caerte. El mismo viento que empuja las palabras que empujan al mar, a los recuerdos, a las manos sobre el teclado, a esta voz hecha de distancias. En medio de puteadas del radio y ruegos silenciosos de mi parte, quedó listo el mecanismo. Se manejaba desde un comando junto al Sony de última generación, traído de contrabando of course, en la camareta situada unos treinta y pico de metros abajo. Pudo así captarse la señal televisiva proveniente de la costa, siempre cercana gracias a la derrota obligada por galernas tan devastadoras como oportunas. Y apócrifas como tanta verdad indiscutible.
Aquel invierno di vueltas y vueltas a través del mar que por siglos alucinó a la imaginación europea. Gambeteando pesqueros remisos a distraerse de lo suyo, entre nieblas súbitas y densas, entre correntadas traicioneras, siempre al filo de vientos salvajes, cuerpeando escarceos y roqueríos con un cagazo inconfesable mientras el resto de la tripulación permanecía hipnotizada tras la pelota. De aquel mundial no vi en vivo y en directo —como decían los anuncios— ningún partido. Hasta la final, que nos encontró fondeados por el Río de La Plata. Pero ésa es otra historia. Del gol más célebre de todos los tiempos supe gracias a los comentarios de mis camaradas, fervorosos hasta lo inverosímil. Mucho faltaba para la disponibilidad infinita de imágenes que promete internet. Esa carrera de 52 metros cubiertos en menos de once segundos la vi recién años después. Me sorprendió desde el televisor de una fonda cercana a los muelles de Quequén. Roto de amor, esperaba al Caleta Leones, un granelero más roto que yo, para intentar fugarme con rumbo al Pacífico. Un rapto, una rebelión, una rapsodia. No sé qué habré visto. Apenas logró arrancarme una sonrisa fugaz de admiración. Yo era como un barco mal estibado que se adriza a bandazos más peligrosos que la misma escora. Por suerte, al fin, zarpé.
Y pasaron millas, mares, puertos. O tal vez todo se quedó lejos y soy yo el que va pasando. Perdida la gracia del mar, el insomnio más de una noche me devolvió a aquellos días. Con los ojos cerrados, pero insoportablemente despierto, veía a toda carrera esas piernas inconfundibles, a los tumbos la pelota unos centímetros delante del botín zurdo. Se alzaba mi cabeza de la almohada, se alzaban mis párpados, y el pasto del Estadio Azteca, ardido, ralo, irregular, se convertía en el verde furioso del Atlántico Sur veteado por franjas de espuma. Veía la proa del Constante abriéndose camino a los tumbos, ola a ola, contra el viento, contra el tiempo. Segundos, unos pocos segundos duraba la aparición. Todo se desvanecía, demasiado pronto, en la negrura. Llaman imágenes hipnagógicas a esas visiones antes o después del sueño, si no me equivoco.
Una vez desperté en plena noche con una revelación acerca de la imagen repetida por mis insomnios: si los adversarios no pudieron detener a aquel hombre lanzado a lo infinito, si no pudieron arrebatarle ni con los peores modos la pelota que siempre iba adelante de él guiándolo como una estrella, si no pudieron tronchar el vuelo de aquella camiseta azul con un número diez cosido a las apuradas sobre la espalda, había sido, también, gracias a los movimientos inusuales de mi petrolero. La derrota que iba contra todas las normas del arte, justificada en vientos y en marejadas de pura ficción, había contribuido a la distancia, por magia simpática, a hacer imprevisibles los movimientos del pequeño gigante en fuga hacia la gloria.
Ahora que ya no volveré a cruzar el océano, ahora que navego a bordo de relatos, lejos del mar golpeo estas teclas para reclamar al menos una parte del mérito en el gol para aquel joven tímido y audaz. Para aquel querido extraño condenado a guardia perpetua a bordo del Capitán Constante. Por todas las horas entregadas al mar, al viento, a la oscuridad. Por no dormirse y no abandonar, sin embargo, la pesadilla que había elegido. Por maniobrar un barco de casi dos cuadras de largo, a través de las aguas más peligrosas del planeta, como si se tratara de un chinchorro. Contaba, es justo reconocerlo, con la ventaja de sus maestros. Gonzaga el abrupto, claro está, pero también el tío Rafael que no deja nunca de naufragar por las Islas Blancas, ni de pronunciar con su voz grave tan característica —cincelada por las tormentas, iluminada por lo imposible—esa palabra que se va a convertir en sortilegio: Patagonia.
Rama Negra, primavera 2022.