Una niña que vuelve a una casa que conoce al detalle, pero no es la misma. Una niña que lo observa todo, lo siente todo. Cambios en la atmósfera: llovizna, nieve, niebla, un viaje, un hotel del sur, presencias evanescentes. Cambios sutiles en los tiempos del relato. Una niña que no es la misma al volver a la casa, que tampoco. Este cuento pertenece al flamante libro “Camino a casa” (Obloshka).

A modo de presentación.

Dice Liliana Heker, en la contratapa de este libro, que los catorce cuentos de Lila Gianelloni provocan “una intranquila felicidad”. La felicidad, seguramente, de los textos que traen silencio, dejan preguntas, que han crecido al calor de una convicción: contar es recortar. Gianelloni ya había mostrado sus recursos en Mapamundi, editado por Paisanita y que puede leerse como un libro de cuentos o una nouvelle. En Camino a casa, trae esos recortes como quien nos deja espiar escenas y con el vistazo, acceder a un mundo. Un mundo donde la naturaleza domina, impone reglas, nos habla. Las relaciones se arman sobre lo que se sabe y se calla, y de esa tensión surgen los preciosos diálogos de sus personajes. Cuando leímos los originales, no pudimos dejar de pensar en Quiroga, en Keegan, en Silvina Ocampo; toda esa potencia condensada en piezas en las que nada sobra y nos llevan de la mano a abrir la puerta para ir a jugar. Qué más pedirle a la literatura.
Silvia Itkin.

***

Llego temprano y la puerta, que es distinta a la que conocí, está cerrada. Aprieto el timbre varias veces. No suena. Unas cartas y folletos asoman en el umbral. Miro a través de una ventana que tiene la persiana levantada. Ya no quedan muebles. Cruzo la calle y observo la casa de la calle 25 desde la vereda de enfrente; quiero tener perspectiva antes de entrar por última vez. Espero que llegue alguien con las llaves y abra la puerta. El mármol travertino que recubría el frente fue reemplazado. No veo la pérgola que estaba en el primer piso. En la terraza hay unas rejas nuevas que desentonan. El entorno tampoco es el mismo, pero el gran ventanal de cuatro hojas, aún sin las cortinas, es inconfundible.

Cuando llegué a la casa por primera vez, yo estaba en la edad del pavo. Así llamaban las personas que me rodeaban a la edad donde dejé de ser una nena, a ese tiempo en que de golpe me sentí sola, como si todos los chicos que había conocido hubiesen huido. No entendía bien qué quería decir, pero para mí, la edad del pavo, funcionaba como la tapa de un frasco donde ponían cualquier cosa: todos los sentimientos o mi vida entera cabían en esa frase. Para sobrellevar esos años me dediqué a la observación. Las personas que me rodeaban, excepto tal vez mi hermano, no notaban lo desarrollada que tenía esa facultad. Está abstraída, distraída o ida, les escuchaba decir sin que notaran que los estaba mirando. Hablo sobre todo de mi papá y su nueva esposa. Durante esos años, cuando volvía del colegio secundario al atardecer, en la casa no había nadie. Ninguna persona o animal. Las puertas hacían un chirrido al abrirse y un ruido seco al cerrarse detrás de mí. Las cortinas livianas llegaban hasta el suelo y tenían un movimiento ondulante casi imperceptible que daba a entender que existía una corriente de aire en alguna parte. Aunque la casa a esa hora estaba oscura y cerrada en forma hermética, por alguna parte que yo no lograba descubrir, pasaba una brisa, entonces dejaba mis libros en el suelo y me apuraba a correr el cortinado espeso, de terciopelo rosa que sofocaba cualquier vuelo. Encendía la luz y miraba la escalera que llevaba al piso de arriba; algunas veces, un rayo rojo del atardecer entraba por la claraboya, y más allá del rellano estaba oscuro. Entraba a mi habitación, en la planta baja, como un animal que encuentra una cueva para hibernar. Estaba ubicada en el lado izquierdo de la casa, cruzando otra, con dos sillones en los que nadie se sentaba y paredes con estantes con libros. El ventanal de mi habitación daba al jardín que, a esa hora de la tarde, se cubría de sombras y siempre encontraba levantada la persiana. Yo la bajaba rápido. Recién ahí me sentaba en la cama y miraba alrededor; en la penumbra apenas distinguía los dibujos desparramados en la mesa, en el suelo, los trabajos que había abandonado sin terminar. No era ordenada ni tenía el poder de concentración que requiere el arte, según mis profesores. Sin embargo, persistía en dibujar. Cada tanto retocaba alguno, levantaba del suelo un dibujo en el que tenía esperanzas y lo sujetaba con cinta en la pared. Se iba haciendo de noche, esperaba que los demás regresaran y escuchaba los ruidos de la casa vacía. Oír. Una facultad que había desarrollado como parte de mi plan de observación, que no consistía solo en mirar, sino que exigía de todos los sentidos. En medio de una noche sin luna, a oscuras, el olfato me alertaba sobre una presencia en la habitación y también el tacto, porque sentía la presencia en el cuerpo; no confiaba en el oído que traducía los sonidos a palabras y podía confundirme. Por eso, con el olfato o el tacto percibía enseguida la cercanía de una presencia extraña, aunque no lograra definir de qué se trataba.
Llovizna. Miro el frente de la casa que se humedece y de a poco cambia de color. Es una lluvia suave, casi silenciosa. Conozco la lluvia y el ruido que hace al pasar por las canaletas que recorren los techos de la casa. A veces la lluvia puede ser ensordecedora. La nieve no hace ruido, eso lo sé, porque una noche, en el hotel perdido en la montaña donde nos alojábamos con papá y su nueva esposa, en pleno temporal de nieve, cuando los caminos permanecían cortados y no podíamos seguir viaje, estábamos, mi hermano y yo, muertos de frío. Las calderas eran insuficientes y hacía poco más de un año que mamá había muerto. Nosotros dos dormíamos en camas separadas, a unos dos metros y medio entre sí; papá y su nueva esposa en otra habitación del hotel, vecina a la nuestra. Los había escuchado hablar a través de la pared: murmullos, palabras sueltas, hasta que hubo silencio. Acurrucada en la cama, tenía los pies fríos y no dejé de moverlos hasta que me debo haber quedado dormida; en sueños percibí el calor de un cuerpo que atravesó la habitación con sigilo. No era papá, lo reconocería aun estando dormida. Era una figura más liviana. El movimiento y la agitación que presentí en el aire se dirigían hacia la cama de mi hermano y ahí quedó. A eso le siguió una gran quietud. Todo estaba en silencio, y yo tenía conciencia de estar dormida. Solo puedo decir que la presencia permaneció en la habitación.

La nieve no hace ruido al caer, pero no conozco nada de la nieve. Sí de la lluvia, ¿quién no conoce la lluvia y sus distintas formas? La naturaleza no niega esa información, en cambio, a la nieve, hay que conocerla.

La llovizna es persistente y empezó a hacer frío. Todavía es temprano. La casa está mojada; en este rato no ha venido nadie ni se ha movido nada de lugar. Eso es lo que ocurre con las casas deshabitadas. Durante nuestras vacaciones, la casa de la calle 25 se mantenía vacía. Cada tanto, yo sabía que la señora Coronel iba a correr las cortinas, abrir las ventanas y recoger el correo. Tal vez regara las plantas, se hiciese un café o vaya a saber qué más. Pensaba, lo que me daba tranquilidad, que, en mi ausencia, la casa seguiría haciendo los movimientos y sonidos que tanto me inquietaban. Le eran propios, como es el ruido a la lluvia y el silencio, a la nieve. ¿Cómo podría saber si no estando yo, el cortinado se movía solo o un gato que no teníamos maullaba en alguna parte de la escalera? Estando lejos, prefería esforzar mi mente, exigirle que me transportara a otro espacio, a un lugar conocido como era mi casa, lejos de la habitación de un hotel frío donde, en la noche, en medio del sueño, vislumbraba movimientos que no comprendía. Durante el día, mi hermano había empezado a esquivarme. No hacía eso cuando llegamos; ese día, era tarde y teníamos frío, pero igual jugamos a hacer bolas de nieve en el jardín del hotel que estaba iluminado como el palacio de Aladino. Se me congeló el dedo medio de la mano, el dedo corazón o dedo cordial, me gustan esos nombres del dedo más largo de la mano. Me acuerdo que corrimos los dos hacia el salón. Mi hermano entró primero y le dijo a papá que se me había helado el corazón. Nos reímos y nos abrazamos. Esa noche lo dejé elegir la cama. Quiso la más alejada de la puerta. Desarmamos las valijas. Miramos la noche oscura por la ventana. La nieve muda que caía. Conversamos hasta que él se quedó dormido. ¿Fue pasada la medianoche cuando la percepción de que alguien había entrado en la habitación me alteró el sueño? ¿O fue un rato antes del amanecer?

Al regreso del viaje, mi hermano y la nueva esposa de mi papá eran muy cercanos. Debo haber hecho algún comentario que no me acuerdo, porque me dijeron celosa. Otra tapa para un frasco. Tal vez dije cosas que pensaba o había percibido, verdades, pero a lo mejor no las dije bien. Celosa. En otro momento, mi hermano hubiese estado de mi parte, pero ya no me miraba. Habíamos sido muy unidos desde que nació. Más unidos estuvimos los días del verano que rodearon a la mañana en que mamá murió.

La nieve dejó de caer, los caminos se abrieron y seguimos viaje. El círculo de oscuridad en el centro de la habitación cada noche en medio del sueño, no me abandonó mientras estuvimos encallados en el hotel. Cuando llegaba el día y la luz iluminaba los rincones, dudaba. Miraba a mi hermano que estaba de cara a la pared, tapado hasta la cabeza, durmiendo. Me asomaba a la ventana. Las montañas cubiertas de nieve. Me lavaba la cara y bajaba a desayunar. El murmullo de las conversaciones, los ruidos de las tazas, la máquina de café, me tranquilizaban. La cara siempre sonriente de la nueva esposa de papá, con su pelo suelto y su olor a perfume, que preguntaba por mi hermano y enseguida decía voy a buscarlo, y se levantaba de la mesa. Mi papá conversaba con los otros huéspedes que desayunaban cerca de nosotros, y yo atribuía lo que percibía en la noche al aislamiento en el que estábamos por culpa de la nieve y también a la construcción del hotel que me daba miedo.

Continuamos el viaje en silencio. Mi hermano miraba hacia el centro de la ruta, la cabeza apoyada en el respaldo, las piernas dobladas sobre el asiento. Sus botas abrigadas. Yo me recliné sobre la puerta la mayor parte del viaje; a mi derecha, de a ratos, había un precipicio. En esos momentos cerraba los ojos o miraba el techo del auto, que era de color gris. Una nube de niebla se atravesó en el camino. No entiendo la neblina, menos todavía que la nieve. ¿O estábamos cerca de las nubes? Cruzamos a ciegas. Dentro de la niebla no se distinguen las formas, porque es la descomposición de las líneas en millones de pequeñísimas partículas. Lo sé porque más tarde dibujé ese paisaje, pero en ese momento apoyé la frente en la ventanilla, apreté entre el pulgar y el índice la pequeña cruz que traía en el cuello colgando de una cadena, y estiré la otra mano, sin mirar, creyendo que encontraría la de mi hermano; creí que iríamos agarrados, como otras veces, hasta que pasara el peligro. Seguro íbamos a cantar. Miré de reojo, él tenía los brazos cruzados sobre el pecho y sobre su rodilla estaba apoyada la mano de la nueva esposa de papá, que iba en el asiento de adelante. Tenía las uñas largas y pintadas de color rosado fuerte. Yo solo veía su mano en la rodilla, sin nada alrededor y así lo dibujé más tarde. Papá iba concentrado en el camino. Mi hermano estaba quieto y silencioso. Oscurecía. La calefacción estaba al máximo y me sofocaba. Abrí la ventanilla.

No ha dejado de lloviznar. Una chica se para en la puerta, saca un manojo de llaves y entra. Me apuro a cruzar. Por dentro la casa de la calle 25 se mantiene igual. En algunos casos las paredes conservan el color que tenían cuando yo vivía en ella. Hay marcas en el piso y en las paredes, son las que dejaron los muebles y los cuadros. La veo más pequeña y sombría de lo que me pareció cuando entré con mi hermano, por primera vez, hace años. Papá nos llevó a la casa, íbamos a vivir los tres. Mi hermano se sentó en la escalera y dijo que los dos dormiríamos arriba, que había una habitación para cada uno, pero después no fue así. La nueva esposa de papá había llegado pronto.
Faltaba poco tiempo para la boda. La modista, el sastre, los zapatos nuevos. En esa fiesta escuché por primera vez la palabra fastuosa. El vestido largo, los regalos, las flores, el saco azul con botones dorados de mi hermano, los intentos que hice para dominar mi pelo al que le pedía que obedeciera, aunque sea una vez, que se alisara y me ayudara a pasar desapercibida. Todas las personas eran desconocidas. Todas las mujeres tenían el pelo largo, liso y rubio. Los mozos no me traían nada para comer. Lloré en voz baja durante toda la ceremonia y gran parte de la fiesta. Nadie me prestó atención, pero escuché, al pasar entre dos mesas, que una mujer le decía a otra: está en la edad del pavo, pero también podría haber dicho: están por servir el pavo, o qué caro que está el pavo, porque el oído es un sentido engañoso.

Camino entre canastos y cajas vacías, polvillo y olor a humedad. Los pasos retumban, cualquier ruido se amplifica, no hay cortinas ni muebles.

—No hace falta que subas —dice la chica.

Tiene un manojo de llaves que hace sonar cada vez que habla. Se llama Julieta. Es de la inmobiliaria o es una albacea o algo así que no me esforcé en entender.

—Arriba no queda nada —dice mientras busco entre los libros deslomados o carcomidos o entre las páginas sueltas por el suelo. Son libros de Derecho, de cocina, guías telefónicas, enciclopedias del siglo veinte. Busco los que leí en las noches de insomnio de la adolescencia, no encuentro ninguno, pero no busco solo eso, sino un aserto, una precisión, una claridad. Renuncié a todo lo demás. Por eso pedí recorrer la casa, que está en venta y fue vaciada, donde no hay seres vivos ni cortinas que se muevan, pero percibo una brisa que se cuela por alguna parte, entonces intuyo que voy a encontrar algo que responda preguntas sobre el pasado. Que es lo mismo que adivinar el futuro. Escucho las llaves de la chica.

—¿Todo bien? —dice.

No le contesto y entro en la que era mi habitación. La ventana que da al jardín tiene la persiana levantada. Queda un armario. No tiene llave. Nunca tuvo. Lo abro y ruedan naftalinas. Perchas. Una revista de crucigramas. Una ficha de dominó. Una caja de zapatos. El sonido del agua de lluvia por las canaletas. La vista no es suficiente para la observación. Son necesarios todos los sentidos. El tacto, el olfato. Empujo el armario y miro detrás. La pared despintada. Un dibujo pegado con cinta. Se conserva o se salva gracias a que estuvo oculto. La niebla, a lápiz, la mano, las uñas, el rosa fuerte. Escucho voces en la entrada. La chica hace sonar las llaves. Dice que recuerde que en la casa no hay luz, que pronto estaremos a oscuras. En la penumbra, despego el dibujo y salgo.