Un reencuentro y un desencuentro en la Plaza, un 24 de marzo. Exilio y retorno. “Dejen pasar a las Madres”. Y un dato tardío, de esos que gotean infinitos, que revela otro pliegue oscuro de la historia (Foto: Claudia Conteris).

Cada 24 de marzo, desde su regreso al país, Marcelo participa de la marcha. Hace ya algunos años que lo hace junto con sus colegas abogados. Se recibió tarde, pasados los treinta. El exilio trastocó su vida, sus espacios y los tiempos. Hoy, su mundo es la reparación de todo aquello que reconoce irreparable entre las fojas de su vida. Un alegato en defensa propia que le permite sobrevivir y, a veces, hasta sonreír.

La temprana militancia, la inevitable solidaridad de la cárcel y un exilio de mierda en Madrid dejaron en él una impronta contrariada; una huella profunda en barro seco.

Marcelo descubrió su espacio-trinchera con la llegada de los sesenta -una edad de “juventud testimonial”- mirando la mueca inicial de sus nietos, el sensato bienestar de sus hijos y la sábana king size compartida con su compañera. Una especie de paciente obra de orfebrería familiar.

***

Camina por Avenida de Mayo, como siempre, pero no sabe por qué siente que esta vez la marcha tiene una dimensión diferente. Lo percibe, como se percibe el devenir de algo distinto, inusual. Por un momento piensa que es una soberana tontería.

Entre la multitud, reconoce muchos amigos y gente cercana de la antigua militancia. Compañeros de pintadas, marchas, volanteadas y de aceite arrojado al pavimento frente a la embestida de la policía motorizada. La sucesión de imágenes aún funciona en Marcelo como maravilloso prólogo de una película que después se convirtió en una obra de terror en continuado.

Pero hay algo que lo descoloca. No son los bombos de La Cámpora, ni los cantos del Evita. Menos aún el cansino caminar de las Abuelas.

Parados al lado del Cabildo, él y sus compañeros, se abren y dejan pasar a las Madres en dirección al escenario central de la Plaza. Todo un ritual que siempre conmueve y altera los sentidos.

A su lado, un pelado, de barba entrecana, algo relleno y sin cintura reconocible, lo mira tratando de descifrar los códigos del tiempo.

-Vos sos Marcelo ¿no?- Preguntó el hombre de frondosa calva.

-Sí señor… y ¿vos quien sos?

-Roberto boludo, el hermano de Eduardo… Eddie.

Más allá del intenso abrazo, que los elevó por encima de la multitud, los brazos se estiraron para contener la historia y el llanto recorrió el lecho de sus homólogas arrugas.

-Para Eddie vos eras como un hermano. Ustedes eran más que compinches…

-Pero che, Roberto, no tenés idea de cómo lo recuerdo a Eddie. Cuando me enteré que lo habían chupado me paralicé, estuve varios días sin salir del departamento que me habían prestado en un barrio de mierda de Madrid.

-Sí Marce, fue una tragedia. Mis viejos nunca lo superaron. Murieron, de tristeza. Viste como era Eddie, jodón y cariñoso con mis viejos… y bueh.

-Vos sabés que nunca supe qué pasó, cómo lo chuparon ¿pudieron saber algo?

-Pero Marce… ¿Cómo que no sabés?

-Bueno, dejá. Si te pone mal, dejá, lo hablamos en otro momento.

-No, no… Marcelo. Estaba convencido de que lo sabías. Puta, entonces quizás te inquiete a vos…

-Roberto, vos sabés, yo lo quería como un hermano… Recién lo dijiste, éramos muy compinches…

-Bueno, bueno… Vos te acordás que cuando nos enterábamos que alguien era blanqueado e iba a salir, casi siempre salía del edificio de Coordinación Federal, ahí en la avenida Belgrano. Y siempre esperaba afuera algún compañero que seguía al chabón, verificaba que no lo siguieran y luego se acercaba con tranquilidad y le daba unos pesos para el colectivo, o le entregaba algún mensaje de la familia para resguardarse de la cana o de los milicos.

-Cierto… Ya me había olvidado, yo también lo hice antes de caer en cana. Pero a mí, no sé por qué, me largaron de una comisaría y no de Coordinación.

-Sí. Ese fue el problema de Eddie… que vos no saliste de ahí.

-Y bueno ¿pero qué tiene que ver con tu hermano?

-Eddie se sentó a esperar tu salida desde muy temprano en el bar de enfrente a la cana. Y vos no salías. Se quedó en el bar mucho más tiempo de lo recomendado y eso despertó la sospecha de la yuta. Lo levantaron, se lo llevaron. Nunca más supimos de él.

Las lágrimas de los desencontrados desbordaron los surcos del tiempo, inundando recuerdos y humedeciendo la huella en el barro seco.