Los recuerdos pueden llegar a ocupar espacios físicos y depositarse en los lugares más inesperados. La memoria de una anciana solitaria tropieza con libros que ya no son los que leyó y a los que persigue como una forma de recuperar aquello perdido.
Como le habían explicado que tras limpiarla no hacía falta ponerla en un vaso con agua, al dar las once de la noche la dejó medio entreabierta, como una trampa para osos, sobre la mesita al lado de la cama. Apagó la luz del velador, se quitó en lo oscuro algo de ropa y apoyó el perfil contra la blanda almohada. Entonces, al cabo de unos cinco minutos de silencio, oyó una voz profundamente parecida a la suya, que declamaba: “Hacía calor y había moscas”.
A los setenta y cuatro años, la señora Elvira Rial, viuda de Erize, calculaba haberlo visto y oído todo. Cuán equivocada estaba: la voz, amigable, provenía de la mesa, ya que su flamante dentadura, en algo así como un arranque de insomnio, había empezado a hablar sola. Prendió la luz, resuelta a no perderse el espectáculo de los dientes parlantes; pero al irse la penumbra se hizo un silencio obstinado. Aguardó en vano, por un rato. Después volvió a apagar la luz. El encanto se había roto.
A la noche siguiente, la voz de la dentadura reinició su perorata tan pronto como se separó de la boca de Elvira Rial y hubo de nuevo oscuridad. “Su pelo era negro, fino y crespo”, dijo con cierta dosis de emoción. Hubo un silencio prolongado. Luego, justo cuando la señora estaba por caer dormida, vino la frase siguiente: “Parecía faltar algo en su cerebro, algo curiosamente familiar”. Por la envergadura de las palabras, por el tono utilizado para decirlas, sospechó estar asistiendo a la lectura de un texto literario, por qué no un texto prestigioso. Prendió la luz del velador para anotar las cosas dichas, o mejor, lo que llegaba a recordar. La dentadura, fiel a lo que semejaba una costumbre, no volvió a hablar por esa noche.
Cuatro o cinco días pasaron y ella seguía tomando apuntes. Llegó incluso a copiar frases en medio de la penumbra, escribiendo a ciegas en una libreta de bolsillo, para que la luz no interrumpiese el pausado relato. De repente, a altas horas de la noche, escuchó una extensa frase en la que aparecía mencionado cierto Monsieur Labûche y se dijo que la intriga se volvía ahora más accesible. Podía emprenderse una hipótetica pesquisa restringiéndola a los libros de autores franceses. Su biblioteca era muy vasta; así y todo, tres días más tarde se encontró con “L’inoubliable”, un cuento de Remy de Gourmont al que sin duda correspondían esas frases pronunciadas, noche a noche, por la dentadura.
La señora había olvidado por completo aquel relato en el que un tal Monsieur Labûche, hombre de cincuenta años, pierde un diente y, al hacerlo, también pierde un conjunto de recuerdos tan vitales que hasta entonces atesoraba confiado. El hombre decide volver al sitio del accidente (un estúpido tropiezo al bajar por una escalera), busca el diente caído y al fin lo encuentra. Lo guarda en un bolsillo, envuelto en un pañuelo, y le pide a su médico si puede reimplantárselo. El médico se niega pero tanto insiste Monsieur Labûche que acaba pegándoselo con una especie de cola que su hermano, ebanista, le aconseja. El hombre recupera todos los recuerdos, pero advierte que han quedado ligeramente distintos.
El cuento le resultó ameno, pero dos cosas la sorprendieron más: que versara justamente sobre dientes; que esa misma noche la dentadura, como dando por bueno su hallazgo, en lugar de proseguir con el cuento de Gourmont se pusiera a recitar unos versos que la señora de Erize estimó, de inmediato, obra de algún poeta de España: “Quiero pisar dientes o barro o algún beso” y, minutos más tarde, “no se sabe si el amor o el odio reluce en los blancos colmillos”.
No le costó nada averiguar que los versos provenían de “La destrucción o el amor”, obra de Vicente Aleixandre en la que —como pocas veces en la historia de la poesía— un sinnúmero de imágenes alude a una dentadura: el “día que nace entre mis dientes”, los “dientes que saltarán sin luna”, los “colmillos de música”, un “corazón que late triste entre mis dientes larguísimos”, el “ciego olvido sin dientes”, la “rasgada blancura de un diente riéndose”, el “indescifrable llamado de tus dientes”. Todos estos versos fueron pronunciados, noche a noche, por los dientes incontrolables de la señora Rial.
A la señora ya no le quedaron dudas: una trama subyacente unía los textos que escogía su dentadura postiza; e infirió, claro, que ese elemento en común eran los dientes.
El fenómeno se prolongó durante cuatro meses. Así fueron sucediéndose (sin que esta lista respete ningún orden de aparición) aquella escena de “La divina comedia” en la que el horrible Minos rechina los dientes, un poema de Oscar Nelligan (“On rainy days I dine alone/and pick my chicken to the bone/A pint of wine beneath my teeth…”) que la dentadura recitó en un inglés casi exquisito, un fragmento de “L’impossible” de Georges Bataille (“La nuit est ma nudité, les étoiles sont mes dents”), aquel macabro «Berenice» de Edgar Allan Poe y hasta un antiguo cuento de Theodor Fontane en el que un tal Helms despierta un buen día sin poder abrir la boca porque le quedó soldada la hilera inferior de dientes con la hilera superior. “Inaudito, pensó Helms, pero luego descubrió que, a pesar de ese percance, podía pronunciar aquella palabra, como otras tantas”.
La viuda de Erize recogía el desafío y hurgaba en su biblioteca (como quien hurga, precisamente, en sus dientes) hasta dar victoriosa con el título y el autor en cuestión. Lo raro era que hojeaba esos libros como por vez primera. Pronto cayó en la cuenta de que había olvidado por completo todo lo leído. De nada había servido tanto tiempo invertido en lecturas: horas que hacían meses enteros, meses que hacían casi un decenio.
A semejanza de quienes esperan con impaciencia tal o cual programa de televisión, la señora no veía el momento de desdentarse para que diera comienzo su función. Sin darse cuenta, se acostaba cada noche más temprano. Una tarde se puso a dormir la siesta —nada más ajeno a sus costumbres— con el obvio propósito de que surgiera la voz. Cerró las ventanas y corrió las cortinas, de modo que ningún haz de luz se filtrara, pero la dentadura no dijo ni una palabra. Su silencio era completo, hasta severo; tanto amaba, al parecer, la tradición de las narraciones nocturnas.
Una mañana la señora consideró que su caso parecía una reelaboración del cuento de Gourmont. Tal vez ella había olvidado el contenido entero de su biblioteca al tiempo que iba perdiendo los dientes. Tal vez esta flamante dentadura cumplía ahora la función de despertarle la memoria y, tal como en el cuento, a la vez que rescataba algo perdido obraba convirtiéndolo en una materia diferente. Más aún, siguió pensando horrorizada, era bastante sensato que, al tratarse de una dentadura postiza, y no un reimplante, la memoria corriera con autonomía.
Al cabo de un par de meses, sin ningún tipo de preaviso, la dentadura dejó de hablar, como un río que se seca de la noche a la mañana. La señora sospechó que la causa del silencio estaba en su biblioteca y se puso a revisarla como nunca. Leyó y leyó durante horas y constató con angustia que no quedaban más textos que hablaran acerca de dientes, salvo aquellos que la dentadura había citado ya.
Recorrió todas las librerías de la ciudad, preguntando a los asombrados vendedores si tenían una novela o un libro de cuentos con dientes. Finalmente hizo el trabajo por su cuenta, revolviendo mesas de ofertas y de saldos, leyendo solapas y reseñas literarias por doquier, hasta hallar por fin una novela negra —del autor jamás había oído hablar— donde se contaba la doble vida de cierto odontólogo que por las noches asesinaba a mujeres y, tras quitarles la vida, les extraía siempre la misma pieza dental.
Volvió con la novela a su casa. La leyó y la abandonó alevosamente en un rincón. Esperó a que cayera la noche, pero la dentadura no dijo palabra. Recién al cabo de algún tiempo, cuando el recuerdo de aquella lectura se había evaporado, oyó pronunciar de pronto: “Se abrían ante mí horizontes extraordinarios”. Y enseguida: “De buena fe, me había dejado llevar por la inercia de una profesión que ya no me interesaba”.
La voz se oía más vibrante que en el pasado. Entonces la viuda de Erize descubrió que una lágrima, una sola, rodaba por su mejilla, como en busca de la almohada.
Eduardo Berti es periodista y escritor. Entre sus libros, Spinetta, La mujer de Wakefield y La vida imposible. Este cuento forma parte de Lo inolvidable, editado por Páginas de Espuma.
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