Parece que todo se ha trastocado: las horas del día, los hábitos, las certezas. Pero en este panorama reaparece la cuestión de qué estamos haciendo mientras leemos y escribimos. El mundo de los libros es una persistencia entre incómoda y gozosa en medio de una pandemia que amenaza arrasar con todo.
Me despierto más temprano que de costumbre. Miro la hora: son las cinco y media de la mañana. Me levanto igual. Siento que he perdido el registro del tiempo, de los días, como esos vagabundos de los cuentos de Bukowski: ¿qué diferencia sustancial hay entre un lunes, un jueves y un domingo para uno de esos inadaptados? No tienen pasado ni porvenir. Yo no estoy tan mal, creo.
Me guía, como creo que le pasa a casi todo el mundo, la costumbre. O acaso peor, la rutina. Solo que a veces nos olvidamos de que esos parámetros pueden alterarse: a veces van mutando tan levemente que apenas lo percibimos. Por ejemplo, yo me estoy acostando cada vez más tarde y me levanto cada vez más temprano. En síntesis: duermo cada vez menos. ¿Y qué hago en ese tiempo “extra”? Lo que hago generalmente en cualquier tiempo “extra”, cuando no estoy trabajando o durmiendo: leo y escribo.
Pienso todo esto mientras hago un mate. Voy hacia la biblioteca y agarro varios libros, guiado más por la intuición que por una decisión enérgica. Me siento y los desparramo sobre la mesa del estudio. Me olvidé de algo: busco mi cuaderno de apuntes y una lapicera. Pienso esto: en qué momentos leo y escribo.
Primera tesis: Toda lectura y/o escritura se produce en un estado (total o parcial) de aislamiento.
Lo cual nos lleva a una pregunta previa: ¿Qué es un lector? Un lector es alguien que lee, es la primera y tautológica respuesta apresurada. Pero esta perspectiva nos hace pensar en un lector constante, una condición inherente a un sujeto. Otra respuesta posible es esta: Un lector es alguien que está leyendo. Así, leer no es una condición sino un acto. Ahora, las múltiples lecturas de estos dos enunciados.
Dice Ricardo Piglia en su extraordinario libro El último lector, en el texto llamado “¿Qué es un lector?” (la pregunta que, casual o causalmente, me trajo hasta acá): “Hay siempre algo inquietante, a la vez extraño y familiar, en la imagen abstraída de alguien que lee, una misteriosa intensidad que la literatura ha fijado muchas veces. El sujeto se ha aislado, parece cortado de lo real”. Y acto seguido, nos recuerda esta imagen eterna: “Hamlet entra leyendo un libro inmediatamente después de la aparición del fantasma de su padre, y el hecho es percibido enseguida como un signo de melancolía, un síntoma de perturbación”. Lectura y locura es una relación histórica. En la clásica escena dos del segundo acto de Hamlet, el príncipe entra leyendo y la Reina anuncia: “Pero ved al pobre infeliz aproximarse, leyendo tristemente” (But look, where sadly the poor wretch comes reading). El acto de la lectura aparece relacionado directa e intencionadamente con la tristeza y la infelicidad. Pero Hamlet va un paso más allá. Hamlet además quiere fingirse loco y de todos los objetos del universo elige uno solo, el que supone más emparentado con la locura: un libro.
En Sociología del público argentino (otro de los libros que he manoteado), Adolfo Prieto dice: “Un lector, a diferencia de los fenómenos espirituales que se ubican cómodamente en la metafísica o en la proto-historia, es un ser concreto que vive en un tiempo determinado, en un país determinado, posee una cultura, gana su sustento o no lo gana y dispone o no de un ocio perfectamente comprobable”. Lo cual, a priori, parece favorecer la interpretación de que leer es un acto antes que una condición. Mejor dicho: hay ciertas condiciones materiales innegables, pero leer es un acto.
En su maravilloso manifiesto personal Mi credo, Liliana Heker confiesa: “Las ganas de escribir vienen escribiendo. Es inútil esperar el instante perfecto en que todos los problemas han desaparecido y solo existe el deseo compulsivo de escribir: ese instante no existe”. Y describe este proceso: “En general, uno se sienta a escribir venciendo cierta resistencia ―salir del estado de ocio no es natural―, uno oficia ciertos ritos dilatorios, uno por fin, con cierta cautela, escribe.”
Para leer y escribir, me digo, es necesario vencer aún más obstáculos que esas condiciones materiales que son la falta de tiempo y espacio. Lo cual me lleva directamente a mi segunda tesis.
Segunda tesis: El aislamiento no conduce necesariamente a la lectura o a la escritura.
Es una tesis negativa, podríamos decir. Estos días, ha circulado esta “noticia” (llamémosla así): Shakespeare escribió Macbeth y El Rey Lear durante una cuarentena. El mismo enunciado ha aparecido en otros foros, aunque como incógnita: ¿Shakespeare escribió Macbeth y El Rey Lear durante una cuarentena? Los primeros agregan a ese curioso catálogo la tragedia Antonio y Cleopatra. Los segundos informan que El Rey Lear data de 1605 y Macbeth de 1606, año en el cual la peste negra ya había sido aplacada en Londres.
Efectivamente, hubo en Londres dos grandes plagas de peste bubónica o peste negra: la primera en 1593, la segunda una década más tarde, hacia 1603. Y sí, William Shakespeare estuvo vivo (leyendo y escribiendo) durante esos años. Lo que los citados glosistas se olvidan de decir es que en condiciones “normales”, libres de toda peste o confinamiento, este Willie escribió más de 30 obras, entre tragedias, comedias, obras históricas y sonetos. Un poco (muy) borgeanamente, podríamos decir que las plagas, las cuarentenas y los estados de aislamiento han sido comunes en muchas regiones y tiempos, alcanzando a infinidad de personas, pero esos individuos (antes y después de William Shakespeare) se han abstenido enérgicamente de redactar las tragedias Macbeth y El Rey Lear. Algunos por decoro, otros por total desinterés.
Repaso mentalmente obras literarias que se hayan compuesto en soledad obligatoria (total o parcial), además de los mentados. Pienso en el Quijote, que según es fama Cervantes pergeñó en 1597 en Sevilla, en una cárcel, “donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación”, como podemos leer en el celebérrimo prólogo de la obra. Pienso en los Cuadernos de la cárcel de Gramsci, quien fue confinado en Bari (según las palabras del fascista fiscal) “para impedir durante veinte años que ese cerebro funcione”. De ahí, paso sin escalas al Diario de Anna Frank y al más recientemente publicado Diario de Hélene Berr, joven estudiante de la Sorbona arrestada por los nazis y enviada a Auschwitz. Más cercanos a nuestros tópicos actuales pienso en el exhumado Diario del año de la peste de Daniel Defoe y en La peste de Camus que (según me acabo de anoticiar) triplicó sus ventas en Italia y saltó del septuagésimo al tercer puesto en esa lista. Navegando en la Red, descubro que Defoe estuvo preso por publicar unos panfletos paródicos. Hasta donde yo sé, Camus nunca estuvo en prisión ni vivió pandemia alguna, aunque también tuvo que afrontar la ocupación alemana de París, época en la cual fue lector de la editorial Gallimard y dirigió la publicación de resistencia Combat.
En la vereda de enfrente, el océano de individuos que nunca pisaron la cárcel, jamás (hasta ahora) habían afrontado la cuarentena ante una pandemia y en la vida leyeron o escribieron libro alguno. La realidad es que no todo privado de libertad (sea por la razón que fuere) lee o escribe, o ambas cosas. Esa inquietante disquisición me lleva a mi tercera tesis, tal vez la más discutible.
Tercera tesis: El aislamiento tiende a enfatizar o exagerar nuestras costumbres lectoras y escritoras.
Nietzsche lo dijo mejor (hace casi ciento cuarenta años) en Así hablaba Zarathustra: “En la soledad crece lo que uno llevó a ella; también la bestia que lleva dentro”. Y advierte: “De ahí que a muchos no les convenga la soledad”. Lo tengo a mano, lo hojeo, un par de páginas más adelante, dice: “Los desiertos crecen, ¡ay de quien lleva desiertos dentro suyo!”.
Hay un meme que anda circulando, perdido entre miles de millones de memes. Heidi sostiene a su amiga Clarita (que está en una silla de ruedas) al borde de un precipicio y la desafía: “Anda, dilo otra vez”. Clarita la sermonea: “Si no sales de esta cuarentena con un libro leído, una habilidad nueva, un negocio nuevo o más conocimiento que antes, nunca te faltó tiempo, solo disciplina”. Ante estos dichos, Heidi la arroja por el precipicio. Yo haría exactamente lo mismo. No he hecho en la cuarentena sino aquello que he hecho siempre en mi tiempo libre, “extra”: esto es, leer y escribir, tal es mi caso. Otros mirarán películas, jugarán juegos en línea, diseñarán casas o programas de computación, inventarán artefactos y dispositivos. Otros darán sermones como Clarita, recomendando que hagamos cosas que no nos gustan ni nos atraen, nos recordarán que crisis es oportunidad y otras verdades trascendentales. Admiro (envidio) su fe. “Todas las cosas quieren perseverar en su ser”, escribió Baruch de Spinoza. Todos los seres (nosotros) también.
Otra cosa. Nadie vuelve de la soledad con algo que no se haya llevado, no recuerdo quién escribió eso o si en mi memoria he falseado el fragmento de Nietzsche que he citado más arriba. Pienso en Kafka. Piglia (de nuevo en El último lector) señala: “En 1912, el primer año de esta relación epistolar [con Felice Bauer] Kafka escribe casi trescientas cartas. Dos, tres y hasta cuatro cartas por día”. Kafka en cotidiana vida de reclusión, no hace otra cosa que escribir. Vuelvo a Gramsci: sus Quaderni del carcere son casi tres mil páginas de apuntes y reflexiones fundamentales sobre política, y además escribió cerca de 500 cartas. Pienso también en varios amigos y parientes míos, que (sospecho) jamás han leído un libro de principio a fin y en esta cuarentena han perseverado en sus costumbres, como he hecho yo mismo felizmente.
Montaigne, en uno de sus Ensayos, titulado “De la ociosidad”, cuenta: “A mí, que últimamente me he retirado en mi casa, decidido en cuanto me sea posible a no ocuparme sino de mi reposo, y solo, en lo poco de vida que me reste, me pareció no poder prestar beneficio mayor a mi espíritu que dejarlo en pleno ocio”. Pero, como dicta la tesis tercera, Montaigne es escritor y debe escribir. Acto seguido, se arrepiente: “Mi espíritu ocioso engendra tantas quimeras y monstruos fantásticos, unos sobre otros, sin orden ni concierto, que para poder contemplar a mi gusto la ineptitud y singularidad de los mismos, he comenzado a registrarlos por escrito, esperando con el tiempo que se avergüence de sí mismo”.
Parecidas contradicciones me han asaltado esta madrugada. Después de unos mates y unos apuntes, no he podido resistir la tentación de sentarme y escribir estas tesis (acaso apresuradas) sobre la lectura y la escritura en estos tiempos de cuarentena.