En un supermercado hay gente que se compra de todo, hasta lo que no precisa y otros que ven cómo se llevan a casa menos de imprescindible. Pero de pronto, aunque sea por un rato todo cambia y los changuitos cambian de mano.
[D]ejó el paquete de harina cuatro ceros en la góndola. Miró los precios de las tres ceros. Harina negra le llamaba la tía Melania. Pero la tía Melania había muerto antes de que existieran los hipermercados. La tía Melania era gorda y cocinaba con mucha manteca y azúcar refinada. Y repetía como un verso sagrado: Io a la miseria non ritorno. Io sono arquentina. No sabía por qué tenía que acordarse ahora de la tía Melania. Puso un paquete de harina negra en el changuito y al empujarlo sintió que arrastraba los pies. La mitad de las cosas que pensaba comprar había aumentado un cincuenta por ciento desde la última vez. En una semana, diez días. No más nescuic, no más café. Cuándo había empezado esa necesidad de mirar precios en vez de marcas. Diferencias de centavos como una inversionista en acciones. Afuera la esperaba Mili, su pequeña Mili que le había dicho: ¿me comprás algo mami? Vos quedate afuera jugando con papá, le había ordenado, así puedo comprar tranquila. Sin ver esa carita que pasa frente a la góndola de lácteos y contiene el aliento, esperando que la mano de mamá busque un postrecito, una leche cultivada, cualquier cosa. Algo que no sea lo de siempre en este último tiempo, básico leche y margarina, ya no manteca. Arroz, polenta y zapallo, polenta y lentejas, polenta con pajaritos de papel que la decoran y la hacen reír a Mili. Porque pueden haber perdido el trabajo, los ahorros y las ganas, pero no la creatividad. No la dignidad, ni el saber vivir. Afuera quedate, bajo el sol del verano, así aprovechás el calcio de la leche, es mágico, vitamina D, como un milagro, vos crecés y te ponés linda. ¿Crezco como Paola Lantieri? No sé si como Paola, Mili. Paola se va de vacaciones a Brasil. El sol allá arriba es más fuerte por eso los niños que veranean en Brasil son tan altos y tienen ropa tan nueva y una computadora nueva también, una pentium docemil quinientos millones, vaya a saber uno de dónde sacarán tanta plata para renovar la casa de esa manera y peluquería canina y pasajes de avión para los cinco, en qué se equivocaron ellos, cuánto hace que reponer el juego de tazas para el desayuno se volvió un lujo imposible de imaginar. En qué se equivocaron para estar así, mirando al techo, cada mañana, sintiéndose cucarachas con las patas al cielo, a punto de morir aplastados por el peso de las boletas de luz, gas, teléfono, expensas, cooperadora escolar, esperando un milagro que dé vuelta la tortilla, le pido al dios de los cielos que la tortilla se vuelva, como cantaban en los fogones de Bariloche en el viaje de Egresados. Mili no va a poder viajar ni a Avellaneda si la cosa sigue así. Sentía que tenía olor a hiena encima, hiena mezclada con desodorante berreta que mancha las remeras, se le había secado el sudor con el aire acondicionado, pero se abanicó igual. Las cajas rápidas tenían colas de diez o quince, dame, dame, dame, dame todo el poder cantaba esa banda mejicana por los parlantes, y su voz parecía acolchada, rebotando entre columnas de latas de tomates y cajas de skip intelligent, seis kilos de jabón, medio mes de presupuesto, para quién seguirán fabricando eso. Al carrito se le trabó una rueda. Hizo fuerza para destrabarlo y casi se lleva por delante a una pareja que venía en dirección contraria a ella. Apartó el carrito y les dio paso; la mujer le sonrió con una sonrisa discreta. El hombre, indiferente, pasó sin mirarla. Derecho de paso, de casta, pernada, pensó ella con la vista fija en las pulseras preciosas sobre la piel tostada de la mujer. ¿Medio kilo es suficiente? decía él. Voz suave, acostumbrada a mandar y pedir opiniones para descartarlas. Un poco más, dijo la esposa, después cuando los pelás no te queda nada. Los siguió con la mirada hasta verlos acercarse al sector pescadería. Imaginó el copete de salsa golf sobre las copas de langostinos, los platos sobre un mantel de hilo, una ventana abierta hacia el jardín, amigos, el sonido del vino que cae en las copas, alguna grosería. Pateó la rueda trabada del carro, malditos changos, imaginó el amor violento sobre las sábanas de algodón egipcio, Mili, mi Mili. Qué te pasa loca, le dijo alguien, una voz al pasar, estaba andando demasiado rápido, hacia la línea de cajas, sólo quería salir y abrazar a Mili, agarró papel higiénico y lo arrojó al carrito, papel gris y duro, ninguna florcita, ninguna caricia ni brisa perfumada, papel áspero, seis por setenta, los otros tenían cuarenta, a ella nadie la iba a engañar así nomás, para eso había estudiado, para eso el mejor promedio y la medalla y la placa que el viejo había colgado en el taller junto a la bandera de los partisanos, iluminada por la lamparita de veinticinco, No estamos en guerra, pá, te vas a gastar la vista así. Bajo el cartel el refrán en plástico: quien gasta cuanto gana qué comerá mañana, y ¿Nontenían ahoro ustede?, Se los quedaron ellos, no sabés que este hijo de puta, Ma no nable di sa manera, dóve prendió dicire esa cosa, Golpeando la puerta de los bancos lo aprendí y si te molesta no vengo más, ni a tu nieta vas a ver, sabés, por un plato de spaghetti, o te creés que yo tengo la culpa de cómo nos metieron la mano en el orto. Porquería. La línea de cajas llena. Cómo puede ser en un país que no produce, ¿son todos ladrones o nosotros somos los únicos boludos que perdimos hasta la hipoteca? Allá la caja setenta y cuatro no tiene cola, permiso, permiso por favor, qué lindo año había sido ese, 74, en vías de desarrollo decía la maestra, la argentina que crece, argentina potencia, setenta y cuatro, ni para jugarle a la quiniela ahora, trató de distinguir a Mili afuera, bajo el sol, ni un yogurt podía llevarle, ni una galletita. Apartó la vista. Ahí frente a sus ojos había ofertas de pilas, chocolatines, globos de corazones y mickeys. Perdonáme Mili, le diría. El hombre que estaba delante de ella terminó de sacar casi todo del chango, con su brazo peludo con reloj caro y su cinturón de cuero forrado. Sólo dos estuches quedaron en el chango: uno de seis botellas de malbec, el otro ni quiso mirarlo, un accesorio para bicicletas o algo de eso. Afuera Mili se trepaba a un bloque de cemento y jugaba a deslizarse por la espalda de su papá, una espalda vencida, actitud de tobogán, mirando al suelo y pensando cómo hacer, cómo salir de ésta en la que nos metieron. Le daba lástima mirarlo. Canoso prematuro y triste. Los ojos hinchados. Mili le tiraba del brazo para despabilarlo. Escuchó la pregunta que el hombre de adelante le hacía a la cajera: ¿Mitad y mitad, puede ser? Tenía la billetera abierta y había efectivo y tarjetas para elegir. La cajera asentía. El hombre decía algo por lo bajo: si no me va a dejar pelado la patrona. Se refería a su mujer. La cajera sonreía cómplice. Le faltaba un diente al costado. La esposa del hombre lo miraba con desprecio y con los brazos cruzados, tenía cara de espárrago viejo, el pelo seco de tanta tintura, pero un corte moderno y una hebilla de B&D. Ni un músculo para ayudar al marido. Cualquiera podía imaginarse la discusión en la casa: yo al súper no voy, que vaya la empleada. La mujer-espárrago se alejó hacia los negocios de ropa y bijouterie que había frente a la línea de cajas. Caminaba indolente, como si la gente le hastiara un poco, una reina, la corte de hijos rodeándola, moscardones gordos con zapatillas de goma rellena de líquido flúo, para salir a correr bajo los bosques del country sin ser atropellados por los cuatriciclos, a bajar la grasa de tantas galletitas mojadas en chocolatada frente a la playstation. La esposa se acercó a la relojería de enfrente y allí descruzó los brazos y se activó. El hombre protestó desde la caja con un chiste gastado. La cajera sonrió otra vez y se acomodó un mechón de pelo que la volvía desprolija. Tenía la camisa lustrosa, las uñas largas. La reina parecía estar interesada en algo allá, tomaba a uno de los moscardones del hombro y le decía algo al oído. El padre acá preguntaba a la cajera ¿Ya cobraste la caja de malbec, la saco del chango? No, ya está, no se moleste, decía la chica. Un moscardón se acercaba. Una firmita aquí, decía la cajera. El moscardón tironeaba del brazo de su padre. Por qué no ayudan los hijos a sus padres ricos, por qué no les besan las mejillas y les dicen gracias, como diría Mili si ella saliera ahora con un chocolatín de oferta, un caramelo, un yogurt, una leche cultivada. La mujer hace un gesto con las manos desde la relojería, que se apure le dice, el hombre bufa, le da la billetera al hijo, la lapicera a la cajera y empieza a guardar las bolsas en el chango. Veinticinco bolsas irán subiendo al chango gracias al esfuerzo de este hombre de familia con un puesto de gerente o ejecutivo de cuentas en una multinacional, detrás de su escritorio quién puede imaginárselo en pantaloncitos de tenis como ahora, allá se verá regio en su traje oscuro y fino y la foto de la mujer y los chicos riendo sobre el escritorio, el chico saca un billete de los grandes y arroja la billetera como a un pañuelo descartable en una de las bolsas. El hombre ni se ha dado cuenta, mete el ticket y el documento que le extiende la cajera en el bolsillo trasero de su pantaloncito de tenis con el gesto mecánico de guardar la billetera, y sigue acomodando las bolsas para irse a su casa. Son muchas y nadie le ayuda. El hombre se irá luego en una patfinder o una mercedes ostentosa como su barriga. ¿Efectivo? Le ha preguntado a ella la cajera pasando la polenta y el dentífrico. Y ella no puede dejar de mirar esa billetera metida en la bolsa como un artículo más ¿Esto solo? Y el papel higiénico, dice ella y ve el gesto despectivo de la mujer tirando el dentífrico junto a la polenta. La bolsa queda apretada al lado de la última del hombre, una de las tantas que aún aguardan ser llevadas al country. Una junto a la otra. Como gemelas crecidas en diferentes familias. Una con suerte. Tiene una billetera de auténtico cuero argentino como corazón. Ella paga con las monedas justas, y siente un vahído en el estómago, ve la boca pastosa de la cajera, cansada de trabajar todo el sábado, siente sus uñas negras dándole el ticket y mira hacia fuera, busca y ve a Mili con la nariz apoyada contra el vidrio y la mirada expectante. ¿Me compraste algo mami? le dirá. La mujer del hombre se prueba una cadena allá. El hombre corre la caja de malbec para que entren más bolsas. Mili saluda a través del vidrio. Y ella sabe que agarrar la bolsa equivocada, es un solo movimiento, rápido, eficaz, un tiqui taca, un pequeño error, un gesto mínimo que va a transformar esas puertas corredizas que la esperan, en las puertas que se abren a un sábado de gloria.
Alejandra Laurencich nació en Buenos Aires, en 1963. Es narradora y editora. Publicó las novelas Las olas del mundo (Alfaguara, 2015) y Vete de mí (Norma, 2009), los libros de cuentos Lo que dicen cuando callan (Alfaguara, 2013) –donde apareció el cuento que publicamos-, Historias de mujeres oscuras (2007), Coronadas de Gloria (2002), y el libro El taller, Nociones sobre el oficio de escribir (Aguilar, 2014).. Fundó y dirige la revista La Balandra –otra narrativa- premiada en 2013 como una de las tres mejores revistas culturales del país