Cuando la distancia se hace flagrante, el olvido es apenas un paliativo. Un hombre le escribe a su nieta contándole verdades a destiempo que ya casi no importan.
No sé cómo explicártelo, porque al principio pensé que era el vodka y yo dormido sobre el mostrador del bar después de haber mirado a la camarera que llevaba el pelo en un rodete y la camisa blanca gastada, el corpiño que se traslucía y pensé que aquello era todo; el festejo y mamá que rogaba que no bebiera tanto porque al día siguiente, y el capitán lo mismo, él hubiera dicho: muchachos, pórtense bien que mañana; pero eso fue al principio porque después imaginé, apenas un segundo antes de haber concebido la idea, de qué forma el contraalmirante me hubiera despertado de haber sido yo un marinero, él también borracho pero no tanto. Y después, en casa, antes de dormir, pensé en Sofía, en aquella noche cuando dijo no sé qué hay que festejar y mientras hablaba, vapor en su boca, pequeña y difusa nube de frío que no nos unía, imaginé su pelo mojado bajo su gorro tejido, no podía tocarla, estaba claro; no lloraban sus ojos azules, pero por qué no lloraban, hubiera deseado eso o que al menos viniera a festejar, no sé cómo explicártelo, porque al principio preferí creer que era por el vodka, o por Sofía, que el que lloraba era yo.
Al saber de mi partida Andrei se puso contento, tintineos de pequeñas campanas, el viento de todo el año, su risa hojas de pino en medio del huracán–, pero con la misma estrechez de las reglas aceptadas. Por la noche, luego de que mamá lo saludara con un beso, él me preguntaba cómo era viajar en submarino –dragones de ultramar, dibujos que no vimos nunca en los libritos de la escuela, yo podría ser como esos héroes que nadan bajo el agua, respirar y hacer el bien en la profundidad más profunda–. Ella, de vez en cuando, si la bolsa de agua caliente en los pies no bastaba como gesto amable, le tendía una manta más. Entonces yo quería darle a ella la mía, de lana y azul, bordes deshilachados, cosquillas en la nariz, pero mamá la rechazaba y decía tu padre era friolento pero yo no la necesito y otra vez la frazada sobre mi cama y yo frente a mi hermano que preguntaba mil veces más por el Lena y por el mar y, sólo si mamá dormía, sólo de vez en cuando, preguntaba algo acerca de papá.
No dejé que me acompañaran. Andrei me saludó desde la puerta de casa, manos que se agitan, suaves golpes en la espalda, mamá dijo cuídese y escríbanos, mano sobre el hombro, áspera la piel y áspera la voz de tantas despedidas; una vez más, cuídese y pronto me dio la espalda, la casa va a enfriarse fue lo último que le escuché decir. Mamá casi nunca sonreía; la premisa: hacerse fuerte, no llorar. En mis pesadillas permanezco congelado en medio del campo sin perder la conciencia, no hay chañares ni animales ni agua y las estaciones se suceden, puedo verlo todo pero no me con- mueven las flores en la sequía siempre pequeñas, ni el vio- lento verde de la siembra que se parece a la idea que, salva- je, tenía entonces de lo que el sexo podría significar. Quise creer que ella estaba casi tan feliz como Andrei.
El día en que los soldados entraron a casa, helada y granizo trasponen la puerta que los militares dejaron abierta, ráfagas de viento, la intimidad es la aguja del miedo, presentimientos que por desgracia se cumplen, el descuido de la puerta, empezar a mentir, mamá no estaba pero mi hermano sí, me sacaron a los empujones, le dije a Andrei que cierre y se quede adentro, que no se enfríe la casa, que no se preocupe, las charlas entre hombres a veces son así.
No sé cómo explicarte, en el blanco, en los trenes y en los barcos se pierde la noción del tiempo; no te das cuenta de cómo sucede, cambian las ideas y los sentidos se transforman por necesidad, vapor que sale de las bocas pronto saliva que cae por el delirio del hambre o por demasiada sed. Mamá sa- bía que yo nunca había viajado en submarino, que iba a em- barcarme en el Lena, y del Lena sabía que era el más moder- no, el más seguro y estaba contenta: su hijo en la Marina, orgullosa pensaría en el uniforme, en el himno, en la patria y el honor. Me fui con un abrigo que tejió la abuela en su último invierno, la pluma, el cuaderno, una vianda preparada en casa, un mapa con ríos que conservaba del colegio, un dibujo de Andrei, líneas simples el barquito con velas bajo otra línea que representa el mar; a bordo un hombrecito de palotes sonriente asoma su cabeza por uno de los ojos de buey de aquel velero milagrosamente submarino– y la carta de Sofía, no la abras hasta no estar lo bastante lejos, dijo y pensaría en olvidarme, en buscar otro hombre –también ojos azules o quizá grises o marrones, pero de seguro alguien más fuerte–, que le diera acaso menos lágrimas y mayor seguridad. Cree- ría que yo la abandonaba y pensaría en el deber de formar, según la convicción de que todo aquello pasaba por mi deseo de aventura, su propia familia perfecta.
En el muelle quise estar seguro de que nadie me había seguido, pero pronto descubrí que Andrei, alegre, imploraba por regalos a mi vuelta, por más relatos acerca del mar para contar a sus amigos y por un último abrazo antes de partir. Hice que me prometiera que de inmediato regresaría a casa con mamá, nieve sucia y retroceder; transpiración aunque el cuerpo tiembla por el frío y, los ojos contra el viento, lloran. Entonces emprendo el rumbo verdadero, acordado con los militares sin ninguna violencia: presentación espontánea, dijeron, y mi familia estaría bien.
En un vagón de carga junto a animales, así viajamos unas cincuenta personas hacia un frío peor que el frío del pueblo, pero no sé cómo explicarte, no sé si yo lo sabía o me engañaba cuando empecé a redactar aquellas cartas en las que hablaba de los manjares que ofrecía el cocinero del Lena a los recién embarcados, de las técnicas de navegación que aprendía con facilidad gracias a la tutela afectuosa del contraalmirante que me trataba como a un hijo por saberme menor, por saberme huérfano de padre.
Si antes no hablé de Sofía fue por no querer molestar a tu madre o quizá para olvidar: los campos desérticos de la Pampa no suelen traer recuerdos de Siberia; conservo cartas que nunca pude enviar, admito que de joven todos los cielos, para mí, tenían aquel color sin lágrimas. Pero luego importaron otras cosas, supongo que en la vida de todos pasa así, es enorme la velocidad del deseo, de la necesidad: aprender la esquila y tejer abrigos para ustedes, lana sobre lana adentro del galpón, espiga sobre espiga sobre la tierra, la cosecha la preocupación más grande, colchones de cereal en los que jugabas de más chica, y aprender el idioma y enseñarte a hablar, ver cómo trabajás el campo junto a tu madre –nunca nos importó que no hubieras nacido varón, si volvía temprano del campo no me molestaba cocinar, tu madre siempre fue buena en el manejo de la hacienda– que sepas ahora que, ante tus preguntas de nena, al recuerdo se accede con dolor pero con facilidad, y explicarte –cáscaras de huevo, refugios de chapa, trincheras, pozos, palabras: la naturaleza y todo lo que hacen los hombres resulta ser, en definitiva, para su propia protección– que mi madre y Andrei me creyeron muerto el día en que se supo que el nuevo submarino, el más moderno, el más seguro, jamás había regresado a tierra firme. Para que entiendas los motivos por los que digo a veces, cuando me enojo o cuando grito o permanezco en silencio, que hay que ser honesto; me reprochaste tantas veces que no quiero jugar, y quizá pienso en decirte que es preferible la verdad del dolor a la venganza y la vergüenza que trae el tiempo, a veces, cuando concebi- mos una mentira; la ingenuidad de las buenas intenciones es al fin una ilusión.
Ya no hay más preguntas de tu parte, o soy yo el que no tiene necesidad de hablar y después me olvido, el viaje desde Rusia hasta América, la certeza de saber que ya no había retorno a las cobijas de mamá, a la infancia de mi hermano, a la vida en Grodno y al saberse hijo de. La nostalgia es un espectro con armas de guerrero pero se mezcla y se gasta como ahora, que ya no me escuchás: dibujar es para vos lo más importante, nubecitas de polvo que nacen del suelo, es enorme el patio de esta casa, sobre la tierra creás un pajarito y con el mismo palito de chañar le das forma, según decís, a la mamá y al papá, dos monigotes simpáticos que con el tiempo vas a olvidar y que, quizá, yo también olvide.
Sonia Budassi es periodista y escritora. Entre sus libros, Periodismo, Los domingos son para dormir y Mujeres de Dios. Como viven hoy las monjas y religiosas en la Argentina.