Seis noches seguidas en un bar del Bajo, un hombre solitario que se sabe enfermo mira a una mujer que primero no está sola y después sí. Un relato de Guillermo Saccomano donde un incierto deseo juega con miradas que no ven y desemboca en un inevitable desencuentro.
1
El hombre viene casi todas las noches a El Bajo, el bar-restaurante de acá a la vuelta. A cinco cuadras del puerto de donde parten los barcos al Uruguay. A cinco cuadras del río. Como todos, viene después de las nueve.
Una noche, una noche como esta, junio, lluvia, frío, viene, se sienta en la barra y la ve. Frente a él. Por primera vez la ve. Ella está con un tipo que no le hace juego. Rubia, ojos celestes, camisa a cuadros. Bebe, mira el vaso, a veces gira la cabeza a un costado, hacia los otros, nosotros. Pero no mira fijo a ninguno. Ella debe tener cuarenta.
El tipo a su lado parece menor. Tiene una calva incipiente que intenta disimular bajando el pelo hacia la frente. Bronceado, la camisa abierta en el pecho. Deja ver un collar y una medalla dorada. Come y le habla a la mujer. Debe tener la misma edad que ella, pero parece mayor. Así como le preocupa la calvicie, también quiere parecer más joven. Atlético. Come y habla. No hacia ella. Cuenta una discusión con alguien, una discusión en la que ganó.
El hombre observa la pareja. Cuando encuentra la mirada de la mujer, baja la vista y se concentra en su plato de lentejas. Vuelve a levantar la vista, el tipo lo mira. Y él baja otra vez la vista. Se propone evitar que su mirada enfoque a la mujer.
Termina de comer. Termina el vino. Paga. Y se va.
2
La noche siguiente ve otra vez a la pareja. La mujer lo mira. Él la mira. El otro no advierte que él la mira. Los ojos vuelven a esquivarse.
Afuera, el invierno.
Acá en la barra, nosotros, los solos.
Uno puede almorzar solo, confundido entre su trabajo, la rutina y otros menesteres de la nada. Pero a la noche, comer en soledad lo sume a uno en un estado de tristeza particular, una tristeza que, rumiada, lo va ahogando a uno en el ensimismamiento. Fuera de esta barra, nuestras vidas son distintas y tal vez nada nos une demasiado: ni una pasión en común. Pero cuando viene esta hora, todos tenemos esto que nos une: lo que buscamos aplacar. En invierno un plato caliente y el vino ayudan a irse a la cama, especialmente a quienes dormimos solos. Entonces al dejar atrás este mostrador y salir a la calle, la noche, nos vamos con una sensación de compañía y hasta una idea filosófica de la existencia que, si bien puede resultar nebulosa, no nos empuja al fondo de una soledad que, a todos nosotros, ya pasados los cincuenta, algunos los sesenta, puede resultar amenazadora. Mejor entonces no pensar en qué consisten los pensamientos de un solitario. En especial si a uno le detectaron cáncer hace dos semanas. El cáncer no ocupa sólo un órgano, piensa. El cáncer ocupa todo su cuerpo, toda su vida, toda su historia, todas las calles, todo el mundo.
Cuando vuelva a su departamento volverá a revisar el resultado del análisis.
Se pone el impermeable.
Paga.
Saluda. Se despide.
3
Había pensado que no volvería a verla. La pareja no le había parecido de acá. Sin embargo, no tenían aspecto de turistas. El tipo le habla a la mujer. Y ella asiente sin mirarlo.
Es inglesa, piensa. Le gusta pensar que es inglesa. Aunque ella no habla en inglés. Tampoco tiene acento provinciano. La mujer lo mira. Él desvía su mirada.
Llama al asturiano que atiende la barra. Le pide otro vaso de vino. Y pide también la cuenta.
Al pagar, cuando saca la billetera, ve la foto del hijo. El chico en la foto tiene tres años. Y la foto veinticinco.
En la barra los parroquianos hablan de política, de futbol. Alegrías y penas transitorias, piensa. También hablan de mujeres, pero si hay alguna en la barra, como ahora está ella, la inglesa, cambian de tema. Hablan también de sus vidas: hablan de la familia. Él no se da demasiado con nadie. Prefiere llevar la corriente, apelar a la amabilidad, que es una forma de distancia y reserva. No tiene familia, excepto el hijo. Si al verlo sacar la billetera ven la foto del chico, él dice que es su nieto. Desde esa foto que no ve al hijo. No va a llamarlo ahora para decirle: Tengo cáncer.
4
La cuarta noche, cuando entra al boliche espera ver a la pareja. Pero no. Esta noche no han venido. Se pregunta qué será de ellos, se pregunta sobre sus vidas, imagina a la mujer. Aburrida, la imagina.
5
Pero la quinta noche allí están, otra vez. El tipo habla. Se lleva la mano al pecho, al medallón, se lo muestra. Ella gira apenas. Lo mira, mira el medallón, lo toca. Sonríe. Asiente y sonríe. Su sonrisa es tan corta que no parece haber sido.
Él mira la mujer. Y ella lo advierte. Aún cuando él desvía la mirada, ella lo observa. El tipo no se percata de la situación. Cada vez que él desvía la mirada hacia ella, ella está observándolo.
No termina el guiso. Apura el vino.
Llama al asturiano. Está por pedir más vino, pero no. Paga. La foto del chico, esa playa.
Después saluda, sale a la noche.
El viento cortante que sube desde el río.
Uruguay, piensa. Nunca estuvo en el Uruguay.
Un día de estos.
6
La sexta noche. Llueve otra vez.
Al entrar la ve. Está sola. Y ella lo mira.
A pesar de que esta noche la barra está concurrida, ellos dos, sentados frente a frente, están solos. Mejor dicho, juntos, piensa.
Tal vez el tipo del medallón está por llegar. En cualquier instante puede venir. Bronceado, el pelo tirado hacia la frente, la camisa entreabierta, el medallón.
Pero no.
Ella lo mira mirarla. Sostienen la mirada. Beben callados y se miran.
Hasta que él pide la cuenta, paga, la foto, se despide de los otros, sale. Apurado sale.
Está alejándose.
Escucha su voz:
Espere usted, le dice ella.
Ella viene hacia él. No había reparado en su renguera. El pelo rubio al viento.
Está por echarse a correr.
Espere, le grita ella.
Él se detiene.
La espera.
No quise, dice él.
No quiso qué, le pregunta ella.
Nada, le dice él.
Porque soy renga, dice ella. Entiendo.
Ella le da la espalda. Ahora la que se aleja es ella.
Si querés recibir el newsletter semanal de Socompa en tu correo, inscribite aquí.