La selva colombiana es testigo del caminar de dos hombres en busca de sus compañeros, pero sobre todo de qué hacer con ese cambio que los llevará a tener una vida que parecía imposible. Ese futuro se insinúa, muchos más que se dice, pero es el horizonte al que apuntan los protagonistas. Imperdible relato de Juan Ignacio Aréchaga. Las ilustraciones son de Inti Maleywa, quien fue integrante de las FARC.
[L]a hamaca quedó bamboleándose cuando Giovanni se levantó para asearse. Con las manos juntas tomó agua de un balde mohoso, hizo unos buches, y escupió. El agua fría lo obligó a apretar sus puños enrojecidos para frenar el temblor. Sacudió sus manos y se las refregó por la cara, peinándose a su vez la barba. Repasó en su cabeza el tramo final del camino que le quedaba por delante. Calculó que para la noche del día siguiente estaría arribando a destino, en caso de que no ocurriese algún nuevo imprevisto; venían una semana demorados, aunque nadie podría echarles las culpas. Pero como la situación se encontraba muy delicada, no podrían demorarse más. Debían rodear la montaña, atravesar el páramo y para la noche del martes ya estarían sintiendo el olor de las cañas de azúcar o el más placentero aroma a café, aquel que lo trasportaba a su infancia, a las manos callosas de su padre y de su abuelo tras las moliendas.
Aún el sol no asomaba, y una lechuza revoloteó desde un palo que se encontraba hacia el final del campamento; el mojón indicaba el sendero que subía zigzagueante por la montaña, cada vez más espesa en su vegetación. Giovanni respiró hondo: gustaba del aire fresco del alba, de las hojas húmedas de los guayabos y de las palmas. Reavivó el fuego con unos palitos, agachándose para soplar desde abajo el tronco que quedaba de la noche anterior. Colocó sobre dos piedras un jarro de lata con un poco de café y algo de agua; esperó las primeras burbujas para retirar un momento el jarro, volvió a ponerlo sobre el fuego y apenas el segundo burbujeo, lo retiró para que se enfriase y decante el café. Luego de unos minutos, tomó unos sorbos y le extendió el jarro a Rodrigo, que se levantaba de su hamaca.
–Gio, buen día. –Tomó el jarro y agradeció bajando la cabeza –. Óigame, ¿cuándo cree que llegaremos?
–Para el atardecer de mañana si su cuadrilla llega a tiempo.
–Pues, Gio, ya deben estar por aquí. Prontito, nomás, aparecerán y subiremos la montaña.
–Usté solo encárguese de que eso ocurra.
–Vamos, Gio, nunca le he fallado –dijo Rodrigo y se puso a enjuagar el jarro.
Giovanni no se sentía cómodo con la espera. Nunca se había separado de sus subordinados, menos en situaciones críticas como esta, cuando faltaba tan poco para culminar el proceso y no sabía qué podría pasar. Sacó su tabaquera y enrolló un cigarro, lamentándose haberle hecho caso a Rodrigo. Si no se hubiera separado, la cuadrilla ya estaría con ellos para enfrentar este final del tramo con mayor seguridad. Pero entonces él no lo sabía y la opción de Rodrigo parecía pertinente. Qué más da, pensó, solo resta un día y no fue suya la decisión de confiar en el proceso. Exhaló una gran bocanada de humo, que formó una nube para luego disiparse en la bruma de la mañana. Observó la montaña que apenas dejaba ver su cumbre. Cuántas formas podía adquirir ese paisaje cordillerano, variaba de la noche a la mañana, sus cantos y sus colores. Ahora era poco lo que se vislumbraba, pero Giovanni podía imaginar perdidas en la niebla las copas maravillosas de las Almanegras de Ventanas, alzándose impetuosas de entre la frondosidad del monte. Su abuelo siempre decía que eran los guardianes del Cauca, que habían protegido los ríos desde los tiempos de los colonos y que toda Colombia podía estar a salvaguarda siempre que hubiera un Almanegra de pie. Pobre viejo, pensó Giovanni, qué sentiría de verlos caer, talados por el hambre voraz de las topadoras, qué diría si se enterara de que no quedan más que una veintena en toda la región. De pronto, un radio sonó en la mochila de Rodrigo, que dejó el jarro para atender. Giovanni se acercó pero la interferencia era copiosa por lo que intentaba leer la cara de Rodrigo, que tenía la oreja pegada al radio y respondía todo con un afirmativo.
–Por directiva de la organización han desviado el rumbo y ya se encuentran en un camión camino al veredal –dijo Rodrigo aliviado.
–A la mierda con la organización, esos marranos siempre creyéndose que entienden todo lo que pasa.
–Vamos, Gio, sabe que son directivas de la comandancia también.
–A la mierda con ellos, entonces.
–Vamos, siendo nosotros nomás llegaremos incluso antes de lo previsto –animó Rodrigo.
–Junte sus cosas y salgamos –aseveró aplastando el cigarro con su bota.
–Está bien, Gio.
Giovanni tomó su mochila, cargó agua en la cantimplora y miró por un instante su fusil viejo antes de cargárselo al hombro: ese acero opaco lo ponía nostálgico, lo asociaba a las medias lunas de los cuentos que su abuelo le recitaba sobre las cosechas de mazorcas, de cómo los negros se rebelaban alzando sus medias lunas. Separó los troncos aún encendidos y echó lo que quedaba de agua del balde. El humo le revolvió el estómago. Rodrigo hizo un ademán, y los dos encararon por el camino zigzagueante que subía rodeando a la montaña.
Al cabo de unas horas de caminata, Rodrigo debió sacar su machete para abrirse paso entre la vegetación. Giovanni lo seguía detrás, con el brazo descansado sujetando la correa del fusil. El sol ya se encontraba alto, pero la vegetación apenas dejaba entrever los rayos de luz de vez en vez. La humedad les pegaba las camisas al cuerpo y solo cuando las gotas de sudor les alcanzaban los ojos, se quitaban las gorras para secarse. Rodrigo, apenas unos centímetros más alto, igualmente sostenía las ramas verdes que se doblaban a su paso hasta que Giovanni las tomara. Para él, ese era un gesto ridículo y lentificaba el andar. Mas continuó tomando las ramas que Rodrigo le pasaba hasta que él tomara la delantera.
Dos o tres veces se sentaron a descansar. Recién en el último descanso, al costado de un pequeño arroyo que descendía de la montaña, cruzaron unas palabras. Recargaron las cantimploras y Rodrigo cortó dos papayas maduras, que comieron mirando la suave corriente del arroyo, de un agua límpida.
–Si alguna vez viene a conocer a mi Pilar, le dejaré probar el mejor dulce de papayuela que jamás vaya a probar.
Giovanni hizo una mueca simulando una sonrisa.
–En serio, le digo, no hay como el dulce de mi Pilar. No se trata solo de echarle azúcar y limón, ella tiene un secreto que solo si viene se lo diré.
–Me gustaría conocerla –afirmó amable, y escupió unas semillas.
–Bueno, pues, no tienes ni que avisar, más ahora que tendremos nuestro tiempo…
–A ver, cállate –sentenció Giovanni al escuchar el crujido de unas ramas que venía del otro lado del arroyo.
Giovanni le hizo una seña, y los dos se escondieron recostándose tras un árbol con fusil en mano. Rodrigo se maldijo por haber dejado su mochila a la vista luego de cortar las papayas. Tuvo miedo. Con la punta de su fusil, Giovanni le indicó el movimiento de unas plantas que orillaban el arroyo. Rodrigo metió el dedo índice en el gatillo, buscando suavizar la respiración. De repente, una mula apareció torpe sobre el arroyo, y Rodrigo soltó una carcajada.
–Ándale ¬–dijo Giovanni, agarrando sus cosas¬–. Es mejor que nadie nos vea.
–De seguro que algún paisa estará buscándola –respondió Rodrigo viendo a la mula beber agua del arroyo.
–Ándale, pues, no nos corresponde a nosotros.
Al llegar la noche, ya habían alcanzado el lado este de la montaña. Faltaría su descenso en dirección noroeste para llegar al páramo. Colgaron sus hamacas bajo unas guabas y se recostaron. Giovanni pensó en disculparse por haber dejado la mula pero Rodrigo ya roncaba. Enrolló otro cigarro y recordó el reto furioso de su padre cuando de pequeño perdió una mula cargada con los frutos maduros de sus cafetos. Una vez que la encontraron, varias horas más tarde, su padre vació los canastos de la mula en el piso y lo obligó a volver al monte para recolectar nuevos frutos. Era una tarea imposible ya que quedaban pocas horas de luz y no podría distinguir correctamente los frutos maduros de los inmaduros. Por lo que esperó a que su padre se fuera para volver a juntar los frutos embarrados y lavarlos cuidadosamente en el arroyo. Al cabo de la limpieza, regresó con la mula y dos canastos repletos de cerezas rojas y amarillas. Una por una despulpó cada cereza que, cerca de la medianoche, volcó en el tanque de fermentación junto al resto de la cosecha, contento de su faena. Fue entonces cuando conoció por primera y única vez a su padre verdaderamente enojado. Su madre y su abuelo debieron intervenir para que no pasara a mayores. De un solo vistazo, el padre se había dado cuenta de la picardía de Giovani, que aún no conocía el defecto del fermento. Al haber tardado tanto tiempo entre cosecharlas y despulparlas, esos granos contaminarían toda la producción, dándole un sabor terroso y agrio al café. Giovanni nunca olvidaría haber echado a perder aquella cosecha, mucho menos aquel reto. Admiraba la meticulosidad de su padre y de su abuelo en la producción de café; a campesinos como ellos se debía que el café colombiano era el mejor del mundo, eso nadie podía discutírselo. Y ese era también su sueño. Para Giovanni, la paz era poder cultivar café.
Esa mañana Giovanni se despertó con una esperanza para él desconocida. Y aún sin quererlo, sintió confianza. Durante toda la pendiente le habló a Rodrigo acerca de la producción de café, de los distintos tonos que presentan las cerezas maduras y de cómo y cuáles deben cosecharse. Le detalló minuciosamente cómo debían retirarse sus pieles, los procesos de beneficio seco y beneficio húmedo, cuáles convenía realizar de acuerdo a cada región. Le contó sobre el tiempo de fermentación, que en la tierra de su abuelo era largo por el clima frío y que era en ese sitio donde quería recuperar una porción de tierra para montar él su producción. Rodrigo escuchó atento durante todo el trayecto, incluso se ofreció para ayudarlo a desarrollar su nuevo proyecto.
El cielo se encontraba azul y transparente como el mar caribeño. Con buen tranco, llegaron pronto del otro lado de la montaña; habrían descendido a unos mil seiscientos metros a la altura del mar. El calor se sintió más fuerte que otros días. Rodrigo desabotonaba su camisa cuando Giovanni, que iba unos metros más adelante, le gritó que alcanzaba a ver el páramo. Rodrigo se rió al verlo trepado a un árbol bajito. Finalmente, Rodrigo tenía razón, pensó Giovanni, llegarían mucho antes de lo previsto:
–¡Estatua serás, mi viejo amigo! –Glorificó Giovanni a su fusil, levantándolo desde la copa del árbol–. Y usté, Rodrigo, venga, vea allí al fondo está nuestro punto, nuestros hermanos de chalecos estarán esperándonos.
Rodrigo aceptó sin subirse al árbol. Pensaba en Pilar y en Giovanni. Nunca lo había visto tan emocionado. Es más, nunca lo había visto emocionarse. Siempre recto, de gestos adustos, un metódico cumplidor de las órdenes. También se le vino a la mente su cuadrilla, que ya debería estar en el veredal occidente. Pensó que debería ir a reunírseles.
–Oiga, Gio, creo que será mejor que tome el colectivo hacia el veredal occidente.
–Como diga, Rodrigo, hágale que en dos horas estaremos llegando al páramo.
Continuaron por el sendero a cada momento menos angosto. Pronto a llegar al páramo, una trocha surcaba el sendero hacia el este. Giovanni se detuvo y al darse vuelta, soltó su mochila y fusil, apoyándolos contra un arbusto.
–Por allí va su camino, Rodrigo. Despreocúpese.
–Usted sabe, Gio, será mejor que me encuentren con mi cuadrilla.
–Pues, claro, no lo esperan en este puesto. Hágale hacia el este que encontrará un puesto de guardia, el camino y el colectivo hacia su veredal.
–Como le he dicho, no existe mejor dulce de papayuela que el de mi Pilar.
–Quédese tranquilo, lo estaré llamando para explicarle del cultivo de café. Pues, le he tomado la palabra, mi parce.
–Por su puesto, Gio. A sus órdenes. No lo olvidaré –dijo extendiéndole la mano.
Giovanni tomó sus cosas y salió por el sendero en dirección noroeste. Se deleitaba con la idea de formar un pequeño grupo que gestionase un proyecto de cultivo de café en la comunidad de su infancia. Plantaría diez mil árboles si fuera necesario. Construirían casas y herramientas para mejorar la producción, sin pedirle nada a nadie. Durante todo el año podría funcionar si conseguían tierras en aquel lugar. Todo el año sentiría aroma a café. El perfectamente tostado. Humeantes tazas bebería mañana, tarde y noche. En todas esas cosas pensaba Giovanni bajando por el sendero cuando un olor dulzón lo distrajo. ¡Hijueputas!, café y solo café crecerá en esta tierra, siguió Giovanni envalentonado por el deseo. Tal vez, hasta tazas de cristal podremos tener. E imaginaba como sabría su café en una taza de cristal, jalando con su dedo índice el asa de la taza. Con tantas ganas que quebraba el asa y el café se le derramaba. Su estómago chorreaba un líquido doliente. Y el cristal se rompía.