Una mujer en un bote de madera negra, en medio de un río, sosteniendo una cadena de la que es prisionera. La mujer va a morir y lo sabe.

Sentada. Pies juntos, manos sobre el banco de madera. Sola. Espalda contra el respaldo, pollera liviana hasta las rodillas, camisa traslúcida, ojos en silencio. Quieta. Boca entreabierta, respiración lenta, pelo que toca la punta de los senos, labios que se mueven apenas, acariciando el aire con vibraciones pequeñas como las de dos alas rojas cayendo juntas, una sobre la otra.

La gente pasa, pero no está. Están los cuerpos, la ropa, los olores que se mezclan con las palabras hechas de nada, de vidrios rotos, de instantes muertos, despedazados, las respiraciones entrecortadas, el murmullo oscuro, ridículo, plano. Ella, inmóvil. Mira un cuadro.

Hay una mujer sentada sobre un bote de madera negra, sosteniendo una cadena de la que es prisionera. Hay juncos en el agua que pueden lastimarle la piel, penetrarla como agujas de hielo. Hay una lámpara que cuelga de la punta del bote oscuro y hay velas que se consumen, se apagan. Hay un río, agua suspendida que pareciera querer congelar el mundo, detenerlo por siempre en ese momento, en ese instante perfecto. Hay pájaros diminutos, apenas visibles, parados sobre los juncos, sobre las espinas afiladas que lastiman el extremo del paisaje, donde no hay sangre.

La mujer va a morir y lo sabe. No llora. Lleva un vestido blanco que aparentemente la protege del frío, pero no lo hace. Está sentada sobre una manta que roza el agua, que ya está mojada, que no la tapa. Los árboles duermen, pero oyen que los ojos de la mujer se cierran, huelen el color rojo del pelo que cae hasta la cintura, sienten los labios, la suavidad del miedo, de la boca apenas abierta. El frío detiene los aromas, los sonidos, los reduce a una quietud semejante a la de un alarido deforme, mudo. Quiere matarlos despacio, dándoles placer. Quiere que la mujer desaparezca entre las caricias punzantes, despedazarla con la lentitud que sólo permite la muerte.

Y ella, sentada, sola, quieta, es la mujer, quiere serlo. Necesita estar en el bote, sentir el acero helado de la cadena, el peso del vestido blanco que no la abriga. Estar dentro de la piel transparente, pura. Ser la mujer. Estar cubierta del silencio, de los susurros blandos del frío que la van envolviendo, del ritmo inmóvil del agua cortándole la respiración. Aprieta los bordes del banco de madera y tiembla, apenas. Es la mujer, sentada sobre la manta bordada, quiere serlo.

Siente la muerte, puede tocarle los párpados. Sabe que la quietud es capaz de matarla porque ahora es ella la que respira la suavidad de los árboles. Dejarse llevar, caer en el pulso interminable del silencio.

El bote negro pareciera no moverse, pareciera estar atrapado entre los juncos y ella en el banco de madera clara entiende que la quietud no es la muerte, ni el silencio, ni el frío, ni la mujer. Es parte de la respiración del paisaje, está dentro de ella de la misma manera que está dentro del cuadro, de los pájaros helados, de los juncos inmóviles, del agua negra en forma perpetua.

Entonces quieta, sola y liviana se deja caer y la sangre, las venas se diluyen en pequeños fragmentos; la boca abierta, apenas; las uñas clavadas en el banco de madera; los ojos sin dejar de mirar a la mujer, al cuadro; el pelo cubre los labios mojados, brillantes que se mueven con un ritmo lánguido, preciso, suave, como el del bote negro; la piel entera vibrando en forma imperceptible, casi inadvertida; la respiración pareciera detenerse, por momentos, como la de la mujer que nunca termina de morir; las piernas abiertas, las manos aferradas al banco, marcándolo, despedazando, apenas, la madera clara y no hay sonidos, como en el cuadro, sólo está ella dentro de una dimensión muy cercana a los bordes del aire, donde la respiración es una, muy próxima a la caída. La piel, ahora, es trasparente como la de la mujer que desaparece, que se derrama en los latidos llenos de silencio que nacen del agua helada, de la quietud de los pájaros, de los juncos negros, de la mirada de la que está sola. La pollera liviana se arruga con el temblor de las piernas y pareciera no cubrirla como el vestido blanco que está mojado. Siente la vibración pequeña de los pájaros rozándole la mano que sostiene la cadena, la mano aferrada al banco donde las uñas lastiman la madera clara. Siente el límite del paisaje, del mundo, lo percibe suspendido en el aire, en los juncos apenas visibles, en el agua con espinas, en el banco donde está sentada, quieta.

No habla, aunque pareciera hacerlo con el cuerpo, estremeciéndose con la lentitud que sólo permite el placer, sin detenerse jamás, como en un río, dentro de un bote.

 

Agustina Bazterrica, 1974 es Licenciada en Artes por la Universidad de Buenos Aires. Fue premiada en concursos literarios, entre los que se destacan: Primer Premio Municipal de la Ciudad de Buenos Aires Cuento Inédito 2004/5 (fallo 2011) y Primer Premio en el XXXVIII Concurso Latinoamericano de Cuento “Edmundo Valadés”, Puebla, México, 2009, entre otros. Ha publicado cuentos y poesías en antologías, revistas y diarios. También ha sido jurado en concursos de cuento. En 2013 publicó su novela “Matar a la niña”, editorial Textos Intrusos.

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