El afán de la simetría puede terminar mal, por ser imposible de mantener y por cierta malignidad que lleva implícita. Un ingeniero obsesivo, una hija que insiste en multiplicarse y un orden que se va alterando de manera continua.
1951. A Emma se le complicó el embarazo en los últimos meses; su médico le indicó reposo absoluto. El marido de Emma decidió extender esa indicación a su propia persona: delegó a sus socios todos sus proyectos -simétricos, enloquecedores-, y adelantó sus vacaciones de verano. Así evitaría el estrés del trabajo para no calcárselo a su esposa cada noche, cuando volvía agotado y nervioso al departamento de avenida del Libertador.
El ingeniero Roberto Trebor manejó con cuidado su Chrysler azul desde Buenos Aires hasta La Cumbre para llevar a su mujer a la casa nueva. Todavía faltaban algunos detalles para terminarla: el ingeniero y su mujer habían planeado estrenarla cuando ya fueran padres. Trebor hubiera querido mudarse con todo listo. Que casi nada sale como uno lo planea era una de las evidencias de la vida que más lo irritaban.
Apenas llegaron, Emma y Bob —como le decía ella— reconocieron el cambio de aire; se felicitaron por haber venido. Trebor depositó a su mujer en una cama mullida y blanca, como quien deja su joya más preciada entre algodones. Emma quedó rodeada de libros y al cuidado de Armonía, una criada morena, de riguroso uniforme color rosa. Al ingeniero se la habían recomendado unos conocidos del Club.
Mientras su mujer leía y descansaba, él jugaba al golf, excepto los días en que querían que, como los demás socios, él también colaborase en la remoción de piedras de los fairways o en el combate contra hormigueros interminables. Esos días, él no pisaba el Club. Más tarde sus excusas eran los cuidados de su esposa y la terminación de la casa: un día, los interruptores de la luz; otro, los cortinados; otro, la cerrajería completa…
La casa era para las vacaciones, y para habitarla en forma permanente cuando al ingeniero le llegara su retiro. Emma la había soñado solitaria, en medio del campo, pero Bob no había querido perderse el golf. El consenso decantó por esa villa despegada de las medianeras, con el aire inglés de sus techos de chapa y de las aberturas metálicas con vidrios repartidos. Un diseño romántico: aunque recién hecha, la casa daría la impresión de haber sido construida mucho antes del aluvión de chalets californianos que regó las sierras de Córdoba en los años cuarenta. Haría pensar incluso en las postrimerías del siglo XIX, sobre todo por la simetría axial de la fachada.
Donde más había influido el ingeniero había sido en la cuestión de la simetría. Hasta había hecho poner una chimenea falsa del lado derecho, para compensar la verdadera, que se elevaba del lado izquierdo. Su obsesión no se limitaba sólo a la vista exterior: un gigante que hubiera destapado la casa como una lata de té, hubiera visto que también la distribución de las dependencias interiores era igualmente simétrica.
El fanatismo de Roberto Trebor por la organización especular también regía el jardín que rodeaba la casa, incluidos los dos rosales, densos y cargados, que habían ido entramándose sobre las rejas hasta cubrir ambos lados de la entrada. Cada vez que el jardinero los podaba —nunca de más, porque esos rosales le aportaban privacidad al terreno—, Trebor contaba cuántas flores quedaban a la izquierda y cuántas a la derecha del portón. El jardinero tenía que cortar las rosas que sobraran de un lado o del otro.
1952. Una tarde de febrero, el ingeniero salía en su Chrysler hacia el Club cuando se le cruzó un hombre cobrizo y curtido. Trebor demoró en reconocer al herrero. Un ejemplar típico de esa raza, pensó: aparecen con el trabajo listo varias eras más tarde, cuando ya es imposible recordar qué es lo que se les encargó en primer lugar.
Lo que traía era la veleta. Trebor ya casi no se acordaba. El diseño era de Emma: la silueta de un San Jorge sobre su caballo, ensartando al dragón. Casi abatida, la bestia se retorcía de dolor. La lanza, larguísima, la atravesaba: esa punta sería la encargada de señalar la dirección de los vientos.
La factura era buena, pero a Trebor el objeto no le hacía gracia porque su forma no era (no podía ser) simétrica. Estuvo por pagar la veleta y dejarla arrumbada en el sótano, pero recapacitó: su mujer se alegraría al ver sobre el techo esa figura que había imaginado hacía tanto tiempo.
¿Ve el farol sobre la puerta?, le dijo Trebor al herrero. Prolongue una línea imaginaria hasta la cumbrera y ponga la veleta justo ahí, en el medio.
Al atardecer, Emma salió al jardín -para su paseo habitual alrededor de la casa, con el paso lento de sus pies descalzos y una mano siempre sobre los riñones- y sonrió al descubrir en lo alto a su San Jorge, que acometía al dragón sobre unas nubes de vaporosa incandescencia, como si fueran el aliento pestilente del animal moribundo.
Esas nubes, vueltas plomo, se multiplicaron en pocas horas. El sonido de la lluvia se amplificaba en el techo metálico, pero la casa acreditó su solidez durante la tormenta.
Las aguas de las canaletas no fueron las únicas que bajaron esa noche. La correntada de las calles aledañas no dejó que la partera llegase a la casa tras la angustiosa llamada del ingeniero, que se había adelantado casi un mes. Cuando la comunicación se interrumpió, Roberto Trebor apenas memorizaba dos o tres indicaciones. Junto a Armonía asistió a Emma como pudo, en un parto sangriento como el cielo del dragón.
Trebor no podía ni mirar a la criatura que emergió entre tanto rojo: era un amasijo nada simétrico. Prefería admirar la perfección de las piernas de su mujer, abiertas de par en par. Que esas piernas ya no fueran a moverse nunca más no parecía sacarlo de su trance hipnótico. Tampoco los gritos de Armonía, trenzados con el ulular del viento.
Advirtió de inmediato que no iba a ser un buen padre. Sólo sentía desprecio por ese bulto gelatinoso que Armonía intentaba limpiar. La fealdad de la recién nacida, tan notoria como los berridos con que se aferraba a la vida, no limaban su rencor. Una madre cariñosa podría haber suplido todo el amor paterno del que esa niña iba a carecer. Pero Emma ya no estaba ahí.
¿Cómo se va a llamar?, preguntó Armonía mientras arropaba a la beba.
Pensó en ponerle Emma, pero no podía concebir que su mujer ya fuera alguien del pasado a quien homenajear.
Eligió llamarla Hannah. Así enmendaba la asimetría del nombre materno, una imperfección que a Roberto Trebor siempre lo había intranquilizado.
La criatura hubiera ido a parar a un orfanato si Armonía no hubiera suplicado por ella. Resultó buen negocio para todos: Armonía no podía tener hijos, pero ahora tenía una niña; y él había esgrimido una planilla de gastos bastante sesgada, y así había conseguido que la criada le mantuviera y le cuidara la casa prácticamente gratis.
En los años siguientes, el ingeniero pasó todas sus vacaciones en La Cumbre. Casi no veía a la niña: se instalaba en el ala derecha, la opuesta a aquella donde dormían la criada y Hannah. El momento más difícil era la visita obligada al cementerio; por lo demás, disfrutaba diariamente del golf. Jugando se olvidaba de todo. Sólo debía tolerar, al volver a la casa, que unos ojos de pescado lo espiasen con miedo desde esa cabeza ligeramente hidropésica, que de vez en cuando se asomaba bamboleante desde atrás de alguna puerta. Esa actitud hacia él reverdecía su resentimiento. Era como si, con ese temor ostensible, la niña asumiera su culpa por la muerte de Emma.
Movimientos huidizos, en las sombras. Un cutis enfermo, repugnante. Y los ojos, saltones, uno mirando siempre al frente, el otro hacia cualquier lado. Sólo el cabello de Hannah estaba siempre impecable. Era lo poco que Armonía podía hacer por su aspecto: peinar ese telón lacio y negro, siempre abierto donde la frente se abultaba fuera de toda proporción.
1959. Octavo verano consecutivo en La Cumbre: una costumbre que el ingeniero no ha sabido sacarse de encima. Acaba de volver del Club, malhumorado; en el hoyo dieciocho, un bunker se confabuló en su contra. Mientras se sirve el whisky de la tarde, considera seriamente vender la casa. Una idea en la que su nueva secretaria de Buenos Aires viene insistiendo hace rato. También hay verano y canchas de golf en otras partes del país, suele decirle ella. Es una mujer joven. Atractiva. Muy soltera.
El alarido de Armonía llega desde la otra punta de la casa, borrando pensamientos y cuentas. El ingeniero corre por habitaciones que, si bien tienen funciones diferentes, una vez pasado el eje central de la casa repiten las formas y las medidas de las que ya ha atravesado.
Encuentra a Armonía al final del pasillo, mirando hacia el interior de uno de los baños. La criada se tapa la boca con ambas manos.
En medio del baño, chuecas sobre la alfombrita redonda de felpa celeste, hay dos Hannahs. Desnudas. Indistinguibles en el reparto de abscesos y lunares.
Ya es grandecita, la dejo que se bañe sola. Fue cosa de un minuto, señor Roberto, volví enseguida con las toallas limpias y…
Cúbralas, dice el ingeniero Trebor. Ya mismo.
Los toallones blancos que ahora las tapan como a dos monjas, parecen aumentar la monstruosidad del par.
Llévelas a su cuarto y que no salgan de ahí, ordena Trebor.
El ingeniero explora el baño a conciencia. Huele de cerca el jabón, al que encuentra seco. Abre cada cajoncito. Palpa la superficie concreta del minúsculo espejo del botiquín, y lo abre también. Mete con prudencia el palo del secador de piso en el agua limpia y tibia. Finalmente se anima a meter el brazo y destapa la bañera. No sucede nada inusual.
Entonces ve el alicate de las uñas. Está tirado en el espacio angosto entre la bañera y el lavabo. Lo levanta. En la blancura del piso queda una manchita de sangre seca.
Armonía culpa de todo a la casa en sí. Delira sobre maldiciones y embrujos. Dice que no hay que usar más ese baño, sino el de la punta opuesta de la casa.
Al ingeniero, la superstición y el nerviosismo de la criada no lo dejan pensar.
Intenta hablar con las niñas. Miradas obtusas, desviadas. Resulta imposible sacarles algo. Recelan de él, que nunca antes les ha dirigido la palabra. O al menos a una de ellas. ¿Cuál será la original? A ésa el ingeniero siempre la ha tratado con un menosprecio apenas disimulado por la rigidez de las normas parentales de la época.
Contrariado por el doble silencio, le da una cachetada a una. La otra lo muerde con furia en la muñeca. Trebor recula, retrocede, se repliega hasta otra habitación para hacer su berrinche ahí.
Una o dos, es igual, se dice cuando recupera algo de calma. No las quiero ver.
Amenaza, otra vez, con lo del orfanato. Armonía ruega por las niñas de rodillas.
Esa noche, Roberto Trebor se baja media botella de whisky. Esto demora el desayuno de la mañana siguiente, que el dueño de casa se hace servir en la galería. Desde ahí puede ver a las dos niñas, que juegan en el jardín delantero. Piedra, papel o tijera.
Por suerte están cerca de los rosales, que son bastante tupidos, piensa el ingeniero. Ahí nadie puede verlas desde la calle.
No son la Hannah de siempre. Por fuera se ven iguales, ambas con vestidos azules, pero el ánimo parece habérseles aligerado ahora que son dos. Sus semblantes son casi alegres, al menos hasta que la seriedad vuelve a cubrirlos tras un pequeño accidente: una de las niñas se pincha con una espina del rosal.
Trebor escucha el gritito y levanta la cabeza: enseguida ve el ademán de sacudir la mano herida. Y el punto rojo en la yema del dedo. Y la gota de sangre que cae sobre el caminito de lajas. Y la sombra creciente que proyecta esa gota, que ya no es gota sino ampolla sobre la piedra, bulto que late, tubérculo rojo que no para de hincharse, vejiga llena de vísceras y de sangre, ahora informe, ahora con los rasgos de un feto que vira al blanco como una brasa, como un bebé, como una niña de dos, de seis, de siete años, acurrucada y desnuda sobre la piedra húmeda.
La otra niña de azul sonríe y hace su intento. Extiende una mano hacia el rosal.
Son cuatro ahora. Dos vestidas y dos desnudas.
Roberto Trebor llama a la criada a gritos. No se atreve a salir al jardín.
Parece que hoy no habrá golf.
Al mediodía, la mesa del comedor nunca estuvo tan llena. El ingeniero donde siempre, en la cabecera. Dos niñas a su izquierda y dos a su derecha. Las dos más cercanas a él visten de azul; las otras dos, de gris. Armonía ya almorzó en la cocina. Por orden de Trebor, el menú son verduras hervidas, en daditos. Todos comen con cucharas.
No hay elementos cortantes en la mesa. Mientras ellos comen, Armonía revisa los cuatro dormitorios y retira todo lo que tenga punta o filo. Después sigue con el resto de la casa; la cocina es lo que más tiempo le lleva. Cuchillos, tenedores, picahielos, tijeras, abrelatas, ralladores de queso: todo va a parar al enorme baúl del Kaiser Carabela del ingeniero. Cuando cumple su misión, Armonía le devuelve la llave del auto.
Roberto Trebor sabe que esas precauciones no serán suficientes. Basta una astilla de madera, o que se animen a romper un vidrio. O que se rasguñen o se muerdan entre ellas. No pueden seguir juntas, piensa. Tampoco salir al jardín. Va a haber que guardarlas como si fueran hemofílicas.
Trebor termina de comer y le ordena a Armonía que las niñas no salgan del comedor. Pasa a supervisar los dormitorios. Extrema las medidas: saca las perchas de los roperos, retira los barrales de las cortinas. Los cuatro cuartos quedan casi pelados.
En eso llega el jardinero: una visita regular que hoy es muy inoportuna. Vine a emparejar la hiedra del lado derecho, dice. Trebor le ordena postergar esa labor y sacar los rosales completos. ¿Todos?, pregunta el viejo. Sí, dice el ingeniero. Pero es que hoy traje la escalera larga, para la hiedra, dice el jardinero, señalando su carro. Déjela allá atrás, así ya no tiene que traerla mañana, dice Trebor. Hoy ocúpese de los rosales.
Al jardinero le lleva toda la tarde deshacer el abrazo de los rosales y las rejas. Cuando por fin se va, en su carro se lleva una colosal corona de espinas. El frente de la casa ahora es transparente a los vecinos.
Trebor entra y escucha a las niñas en el comedor: Dos y dos son cuatro, cuatro y dos son seis; seis y dos son ocho, y ocho, dieciséis…
Oye aplausos. Y risas. Cuatro voces todavía: un alivio.
El ingeniero reparte a cada niña en un dormitorio distinto. Las lleva de la mano; es la primera vez que las toca. Tras cerrar cada puerta con llave, prueba con fuerza el pomo broncíneo del picaporte. Armonía atestigua el procedimiento con una angustia creciente.
El whisky llega más temprano que de costumbre, y se extiende sin pausa hasta que el reloj de péndulo da las diez de la noche.
De lejos, golpes en una puerta. Alguna de las niñas, que se queja del hambre.
Armonía insiste en abrirle, pero un desalineado Trebor le niega las llaves una vez más. La discusión los persigue por toda la casa. Armonía se planta en la cocina: amenaza con llamar a la policía. No hay teléfono en el sótano, le dice el ingeniero cuando la empuja escaleras abajo. Otra llave más va a parar a sus bolsillos.
Ya casi no le queda whisky y aún no encuentra la solución. ¿El orfanato y que el problema sea de otros? Imposible. ¿Cómo va a explicar que ahora tiene cuatro hijas idénticas? ¿Y qué va a pasar si allá siguen con el jueguito de los pinchazos? Cada jeringa, cada alfiler, una Hannah más. ¿Y cuando menstrúen?, se horroriza Trebor. Imagina un mundo repleto de Hannahs que lo buscan hasta encontrarlo. Ningún ejército lograría contenerlas: cada vez que las hirieran, ellas serían más y más… hasta que su inocencia se transformase en el reconocimiento de su propio poder. Ése sería el fin.
No tiene paciencia para esperar que mueran de hambre. Debe hacerse sin sangre.
Busca el veneno para ratas en la casilla del fondo. Después vuelve a la cocina. Muele, pela, hierve, apisona. Un puré de calabazas. Algo sencillo.
Golpea en la puerta del primer cuarto. ¿Tenés hambre? Sí, dice la niña.
Trebor apenas abre la puerta, como si estuviera ante la celda de un criminal peligroso. El interior está oscuro. Deja el plato anaranjado en el suelo. Una cuchara. Vuelve a trabar la puerta.
Una tras otra, les da su cena a las cuatro prisioneras. Se recuesta en el sillón de la sala. Y espera. Piensa que no podrá dormirse, pero el whisky que bebió opina lo contrario.
Lo despierta un viento que enloquece a los árboles. Algunos goterones ya pegan en las ventanas. Trebor mira el reloj de la sala: casi las tres de la mañana. Piensa en irse a su cama. Tarda casi un minuto en recordar los cuatro motivos de su infelicidad.
No hay ninguna lámpara prendida; se ha cortado la luz. Trebor busca una linterna en la cocina y va hasta el primer cuarto. Abre la puerta muy despacio.
La encuentra boca arriba, en el piso. Muerta. No cabe duda.
Pero antes de morir ha vomitado. Sangre.
De la sangre salen huellas. Pasos. Hacia el ropero.
Trebor abre las dos hojas con cuidado. Encuentra a una nueva Hannah, desnuda en una esquina del ropero vacío. Los pies tintos de sangre. Tiembla. ¿De frío?
No. Es ese miedo que a él le renueva el odio.
La estrangula con sus propias manos. Deja el cuerpo en el ropero.
Va a la habitación siguiente. Ya se escucha la lluvia sobre el techo metálico.
La segunda agoniza. Se retuerce sobre la cama doble. La cama del ingeniero. La cama donde Emma murió de piernas abiertas.
Esta Hannah no ha vomitado. Trebor elige una almohada. Oprime como si quisiera tomar el molde de esa cara de pescado. Después revisa el ropero. Por si acaso.
Entra en la tercera habitación. El plato vacío. La ventana abierta. La cabeza deforme atrapada entre los barrotes. Le palpa la carótida. No hay pulso. Ni nada en el ropero. Pero entonces: un ruido. Viene de la habitación de al lado.
Se apura por el pasillo. Abre la puerta lentamente. Barre el cuarto con la linterna.
Un destello metálico en el piso. La cuchara, caída. El plato aún sobre las sábanas. Se acerca a inspeccionarlo: casi intacto. Trebor se agacha para mirar debajo de la cama.
La niña sale de atrás de la puerta y corre hacia la galería delantera. Al jardín.
El ingeniero sale tras ella. La linterna abre un túnel lleno de gotas brillantes. Cada tanto, unas nubes indecisas se encienden con timidez y se apagan casi enseguida.
El candado sigue en el portón. Los rosales ya no, pero al ingeniero ahora le preocupa la reja. ¿Podría trepar y pincharse con esas puntas? Quizás no busca duplicarse. Quizás sólo quiere escapar. Porque crear a otra no la salvaría de la muerte a ella. ¿O sí?
Pero esta última Hannah no ha elegido la obviedad de correr hacia el frente. Su ingenuidad infantil ha querido engañarlo. Un relámpago delator se la muestra: va hacia la parte trasera del jardín.
Sin embargo, cuando Trebor rodea la casa, no encuentra a nadie en el fondo. Sólo ve las piernas muertas de la tercera Hannah. Todavía cuelgan por la ventana de su cuarto.
Otro relámpago amigo: ve el fogonazo de una bombacha blanca. Lo ve allá arriba, casi al final de la larga escalera que el jardinero trajo para emparejar la hiedra.
La lluvia envuelve a Hannah. Trebor le desea un resbalón, una caída. Sacude la escalera, pero no lo hace muy convencido. ¿Podría garantizar un impacto sin sangre?
La niña llega al techo y se pierde de vista.
No tiene salida. El ingeniero controla que la escalera esté bien asegurada en los ganchos de la pared. Tira la linterna al pasto, se toma con las dos manos. Y sube.
El agua baja por las ondulaciones del techo. No será fácil trepar la pendiente de chapa. Pero tampoco imposible: ella es apenas una niña y lo ha logrado sola. Vuelve a verla, gateando por la cumbrera.
Hacia la veleta.
Hacia la filosa lanza de San Jorge.
Trebor se desespera. Da cuatro o cinco pasos de equilibrista por la cornisa blanca, cada vez más veloces. Quiere inventar un atajo, quiere ganar impulso para luego subir la diagonal del techo en dos o tres zancadas. Tiene que llegar antes que ella.
Y lo consigue. Llega antes, aunque con demasiado ímpetu. Pensaba que el hierro de la veleta resistiría. Que sería su ancla ahí arriba. Su mástil en la tormenta.
Pero el hierrito se dobla: no puede sostener el peso de un hombre amargado ni detener esa fuerza que atropella de un lado del techo y pasa de largo hacia el otro. La inercia, algo que un ingeniero, en otras condiciones, podría haber calculado mejor. Y después, la gravedad: ese hombre que cae, que poco antes de romperse el cuello sobre los escalones de la entrada, roza con su zapato el farol apagado y lo tuerce un poco, casi nada, apenas lo justo como para deshacer para siempre la simetría de la casa.
Martín Cristal es periodista y escritor. Entre sus libros, Aplauso sin fin, Las ostras y La música interior de los leones, con el que obtuvo el premio de la Fundación el Libro.
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