Se suele decir que la historia informa al presente y habla de un espacio a superar, de un modelo a imitar e incluso de una meta a la que dirigirse. Sea cual sea el lugar que ocupe, el pasado es a la vez una construcción y una guía. Sobre esas cuestiones, que siguen siendo actuales, se pregunta el gran historiador inglés.
Todos los seres humanos son conscientes del pasado (definido como el período previo a los eventos guardados directamente en la memoria de cualquier individuo) por el hecho de vivir con personas de mayor edad que ellos. Todas las sociedades que pueden interesar a un historiador tienen un pasado, puesto que incluso las colonias más recientes están pobladas por personas que vienen de alguna sociedad con una historia larga. Ser miembro de cualquier comunidad humana es situarse uno en relación con su pasado, al menos rechazándolo. El pasado por lo tanto es una dimensión permanente de la consciencia humana, un componente inevitable de las instituciones, valores y otros patrones de la sociedad humana. El problema para los historiadores es analizar la naturaleza de este “sentido del pasado” para una sociedad y trazar sus cambios y transformaciones. El presente trabajo sugiere algunas líneas de discusión posibles.
Durante la mayor parte de la historia lidiamos con sociedades y comunidades para las que el pasado es esencialmente un patrón para el presente. Idealmente cada generación copia y reproduce a su predecesora tanto como es posible, siempre considerando que no lo suficiente puesto que falla en su esfuerzo. Por supuesto que un dominio completa del pasado excluiría todos los cambios e innovaciones legítimas, y es improbable que exista alguna sociedad humana que no reconozca innovaciones. Puede suceder de dos formas. La primera: lo que es oficialmente definido como “el pasado” es y debe ser claramente una selección particular de la infinidad de lo recordado o posible de ser recordado. Cuán grande es el alcance de este pasado social formalizado en una sociedad depende naturalmente de las circunstancias. Pero siempre tendrá intersticios, esto es, asuntos que no forman parte del sistema de historia consciente en el cual los hombres incorporan, de una forma u otra, aquello que consideran importante sobre su sociedad. La innovación pude ocurrir en estos intersticios ya que no afecta automáticamente el sistema y por ende no se tropieza con la barrera: “Así no es como las cosas se han hecho siempre”.
Sería interesante inquirir qué tipos de actividades tienden a ser así relativamente flexibles, aparte de aquellas que parecen ser desdeñables en algún momento, pero que pueden resultar no serlo más adelante. Uno puede sugerir, siendo iguales las demás cosas, que la tecnología en el más amplio de los sentidos pertenece al sector flexible y que la organización social y la ideología o el sistema de valores al sector inflexible. Por el contrario, en ausencia de estudios históricos comparativos, la cuestión debe permanecer abierta.
Ciertamente hay numerosas sociedades extremadamente arraigadas a sus tradiciones y ritualizadas que han aceptado en el pasado la relativamente repentina introducción de nuevos cultivos, nuevas formas de locomoción (como los caballos para los indios de Norteamérica) y nuevas armas sin afectar en sentido alguno el patrón dispuesto por su pasado. Por otro lado, probablemente hay otras, insuficientemente investigadas, que han resistido incluso estas innovaciones.
El “pasado social formal” es claramente más rígido ya que dispone un patrón para el presente. Tiende a ser el tribunal de apelaciones para las disputas e incertidumbres presentes: la ley equivale a la costumbre y la edad a la sabiduría en sociedades analfabetas; los documentos que consagran este pasado y que de esta manera adquieren una cierta autoridad espiritual, hacen lo mismo en sociedades total o parcialmente alfabetizadas. Una comunidad de indios americanos quizás base su reclamo por tierras comunales en su posesión desde tiempos inmemoriales o en la memoria de su posesión en el pasado (probablemente traspasada sistemáticamente de una generación a la siguiente), o en cartas constitutivas o decisiones legales provenientes de la etapa colonial, siendo estas preservadas con enorme cuidado; ambas posibilidades tienen valor como registros de un pasado considerado como la norma para el presente.
Esto no excluye una cierta flexibilidad o incluso innovación de facto, tanto como un nuevo vino puede ser vertido en lo que al menos en forma son viejas botellas. Hacer reparticiones en autos de segunda mano puede parecer una extensión aceptable de las reparticiones a caballo realizadas por los gitanos, quienes todavía mantienen, al menos en teoría, al nomadismo como la mejor forma de vida. Estudiantes del proceso de “modernización” de la India del siglo XX han investigado los caminos en los que sistemas rígidos y poderosos pueden ser amoldados o modificados, conscientemente o en la práctica, sin ser oficialmente interrumpidos, es decir, con innovaciones que pueden no ser formuladas como tales.
En este tipo de sociedades la innovación consciente y radical también es posible, pero solamente legitimada de ciertas formas. Puede ser disfrazada como un retorno o como un redescubrimiento de alguna parte del pasado que ha sido equivocadamente olvidada o abandonada, o como la invención de un principio anti histórico de fuerza moral superior que se une a la destrucción del presente o el pasado, como por ejemplo una revelación o profecía religiosa. No está claro si en estas condiciones incluso principios anti históricos pueden carecer de toda apelación al pasado, esto es, si los “nuevos” principios son usualmente (¿o siempre?) la reafirmación de “viejas” profecías, o de un “viejo” tipo de profecía.
La dificultad para historiadores y antropólogos es que todos los casos registrados u observados de la legitimización primitiva de semejantes innovaciones sociales ocurren, casi por definición, cuando sociedades tradicionales se enfrentan a un contexto de más o menos drástico cambio social, cuando el rígido marco normativo del pasado es tensionado hasta el punto de quiebre, dejando así de funcionar “apropiadamente”. Aunque el cambio y la innovación que llega por imposición e importación desde afuera, aparentemente sin conexión con fuerzas sociales internas, no necesariamente afectan el sistema de ideas sobre innovaciones dentro de una comunidad –puesto que el problema sobre su legitimidad es solucionado por una force majeure– en esos momentos hasta la sociedad tradicionalista en extremo debe llegar a algún tipo de acuerdo con la invasora innovación. Desde luego puede decidir rechazarla in toto y abandonarla, pero esta solución rara vez es viable por períodos prolongados.
La creencia en que el presente debería reproducir el pasado normalmente implica un ritmo de cambio histórico lento, debido a que de otra forma no sería ni parecería realista, excepto a expensas de un esfuerzo social inmenso y de una suerte de asilamiento (como sucede con los Amish y otros grupos similares en EEUU). En la medida en que el cambio –demográfico, tecnológico o de otro tipo- sea suficientemente gradual como para ser adoptado, como si fuera por incrementos, puede ser absorbido dentro del pasado social formalizado en la forma de una historia mitologizada y ritualizada, por medio de una modificación tácita en el sistema de creencias, estirando el “marco conceptual”, entre otras formas.
Hasta cambios muy drásticos pueden ser absorbidos, aunque quizás con un costo psicosocial muy grande, como sucedió con la conversión forzada de indios al catolicismo luego de la conquista española. Si esto no fuera así sería imposible que hubiera ocurrido la cantidad sustancial de cambio histórico acumulado que toda sociedad registrada ha atravesado sin destruir la fuerza de este tradicionalismo normativo. Sin embargo, esto dominó gran parte de la sociedad rural de los siglos XIX y XX, aunque “lo que siempre hemos hecho” haya sido siempre diferente, incluso entre campesinos búlgaros de 1850 con respecto a 1150. La creencia en que la “la sociedad tradicional” es estática y sin cambios es un mito de la ciencia social vulgar. No obstante, hasta cierto punto de cambio, puede permanecer “tradicional”: el molde del pasado continúa formando el presente, o así se supone.
Poner el foco en el campesinado tradicional, si bien importante en términos numéricos, es de alguna manera sesgar la discusión. En la mayoría de los aspectos dichos campesinos son meramente una parte de un sistema socio económico y político más extenso, dentro del cual en algún lado se producen cambios desinhibidos por la versión campesina de tradición, o dentro del marco tradicional permitiendo mayor flexibilidad, por ejemplo cambios urbanos. En la medida que el rápido cambio en el sistema no cambie las instituciones internas y las relaciones en formas para las que el pasado no ofrece guía, cambios localizados pueden aparecer rápidamente. Pueden ser absorbidos de nuevo dentro de un sistema de creencias estable.
Los campesinos mostrarán su disconformidad contra los habitantes de la ciudad, notoria y proverbialmente “siempre buscando cosas nuevas”, los habitantes de la ciudad contra la nobleza de corte, alocadamente persiguiendo una cambiante e inmoral moda. El dominio del pasado no implica una imagen de inmovilidad social. Es compatible con miradas cíclicas del cambio histórico y de carácter regresivo y catastrófico (es decir, fracaso en la reproducción del pasado). Con lo que sí es incompatible es con la idea de un progreso continuo.
II
Cuando el cambio social acelera o transforma la sociedad más allá de cierto punto, el pasado debe cesar de ser el patrón del presente y puede como mucho convertirse en su modelo. “Debemos retornar a los caminos de nuestros antepasados” cuando ya no los andamos automáticamente, o se espera que así sea. Esto implica una transformación fundamental del pasado mismo. Ahora se convierte, y debe hacerlo, en una máscara para la innovación puesto que ya no expresa la repetición de lo que ha sucedido antes sino acciones que son por definición diferentes de las que se han realizado. Incluso si el intento literal de retrasar el reloj es realizado, en realidad no reinstaura los días pasados, sino meramente ciertas partes del sistema formal del pasado consciente, que son ahora funcionalmente diferentes.
El intento más ambicioso de restaurar la sociedad campesina de Morelos con Zapata a lo que había sido cuarenta años antes –para suprimir la era de Porfirio Díaz y retornar al status quo ante– lo demuestra. En primer lugar, no pudo restaurar el pasado de forma literal ya que eso implicaba alguna reconstrucción de aquello que no podía ser recordado objetiva o apropiadamente (por ejemplo los límites precisos de las tierras comunes en disputa entre diferentes comunidades), sin mencionar la construcción de “lo que debería haber sido” y lo que era de esa forma creído, o al menos imaginado, que había sucedido.
En segundo lugar, la detestada innovación no fue un mero cuerpo alienígena que de alguna manera había penetrado el organismo social como una bala atascada en la carne, pasible se ser removida, dejando al organismo sustancialmente como era antes. Representaba un aspecto de cambio social que no podía ser aislado de otros y consecuentemente podía ser eliminado solo al costo de cambiar más de lo que la operación concebía. En tercer lugar, el gran esfuerzo social de volver en el tiempo casi inevitablemente moviliza fuerzas que habían tenido efectos de largo alcance: los campesinos armados de Morelos se convirtieron en un poder revolucionario fuera de su estado, aunque su horizonte era local o en el mejor de los casos regional. En sus circunstancias, la restauración se convirtió en revolución social.
Dentro de los límites del estado (al menos durante el tiempo que el poder de los campesinos duró) probablemente se retrasó el reloj para antes de los años de 1870, cortando vínculos con una economía de mercado más amplia que había existido en ese entonces. Vista desde la perspectiva nacional de la revolución mexicana, su efecto fue producir un nuevo México sin precedentes históricos.
Concedido que intentar restaurar de manera literal un pasado perdido no puede conseguirse, excepto en formas triviales (como la restauración de edificios viejos), los intentos de hacerlo van a seguir siendo realizados y normalmente serán selectivos. (El caso de que una región de campesinos atrasada intente restaurar todo lo que todavía existía en su memoria no es analítica y comparativamente interesante).
¿Qué aspectos del pasado van a ser seleccionados para el esfuerzo restaurador? Los historiadores notan la frecuencia de ciertos llamados a la restauración – de la vieja ley, la vieja moralidad, la religión de antaño, etc.- y quizás sean tentados a generalizar a partir de estos. Pero antes de ello, deben sistematizar sus propias observaciones y buscar guía con antropólogos sociales y otros cuyas teorías puedan ser relevantes. Además, antes de tomar una postura demasiado superestructural del asunto, quizás recuerden que los intentos de restaurar una estructura económica moribunda o desaparecida no son para nada desconocidos. La esperanza del retorno a una economía de pequeños campesinos propietarios, aunque haya sido poco más que pastoral en la Gran Bretaña del Siglo XIX (no fue, al menos inicialmente, compartida por los trabajadores rurales sin tierra), de todas formas, fue un elemento importante en la propaganda radical y ocasionalmente fue activamente perseguida.
La distinción debe ser hecha de todas formas, incluso en ausencia de un modelo general útil de restauración selectiva, entre los intentos simbólicos y los efectivos. El llamado a la restauración de la vieja moralidad o religión es realizado para ser efectivo. Si lo es, entonces idealmente ninguna mujer tendría, digamos, relaciones sexuales premaritales o todos asistirían a la iglesia. Por otro lado, el deseo de restaurar literalmente la fábrica bombardeada de Varsovia luego de la segunda guerra o, a la inversa, de derribar registros particulares de innovación como el monumento a Stalin en Praga, es simbólico, incluso dejando lugar a un elemento estético.
Uno podría sospechar que esto es así porque lo que las personas realmente desean restaurar es demasiado vasto y vago como para actos específicos de restauración, por ejemplo, la “grandeza” del pasado o la “libertad” del pasado. La relación entre restauración efectiva y simbólica puede ser compleja y ambos elementos pueden estar presentes siempre. La restauración literal de la fábrica del Parlamento con la que Churchill insistía puede ser justificada con razones efectivas ya que es la preservación de un esquema arquitectónico que favorecía un patrón particular de política parlamentaria, debate y un ambiente esencial para el funcionamiento del sistema político británico. De todas formas, como la elección interior del estilo neo-gótico para los edificios, aquello sugiere un elemento simbólico fuerte, quizás una forma mágica que, al restaurar una parte pequeña pero cargada emocionalmente de un pasado perdido, de alguna forma podría restaurarlo por completo.
Tarde o temprano, no obstante, es probable que se alcance un punto donde el pasado no pueda ser reproducido literalmente o incluso restaurado. A esta altura el pasado se hace tan remoto de la realidad actual o recordada que podría convertirse en poco más que un lenguaje para definir ciertas aspiraciones no necesariamente conservadoras del presente en términos históricos. Los Anglosajones Libres antes del yugo normando, o la Alegre Inglaterra antes de la Reforma son ejemplos familiares.
Por ende, para tomar una ilustración contemporánea, es la metáfora de “Carlomagno”, que ha sido usada siempre desde Napoleón I para propagar formas variadas de unidad europea parcial, sea por conquista del lado de los franceses o germanos o por una federación, la cual no está destinada patentemente a recrear nada siquiera parecido a la Europa de los siglos VIII y IX. Aquí (lo crean sus proponentes o no), la demanda de restaurar o recrear un pasado remoto para que tenga relevancia en el presente puede equivaler a una innovación total, y el pasado así invocado puede convertirse un artefacto, o en términos menos halagadores, una fabricación. El nombre “Ghana” transfiere la historia de una parte de África a otra, geográficamente remota e históricamente bastante diferente. El reclamo sionista de retornar al pasado pre-diáspora en la tierra de Israel fue en la práctica la negación de la historia real del pueblo judío durante más de 2000 años. [1]
La historia fabricada es lo suficiente familiar, aunque debemos distinguir entre esos usos de ella que son retóricos o analíticos y aquellos que implican una “restauración” genuina y concreta. Los radicales ingleses del siglo XVII al XIX apenas intentaron retornar a una sociedad previa a la conquista; el “Yugo Normando” para ellos fue primariamente un dispositivo explicativo, los “Anglosajones Libres” como mucho una analogía de la búsqueda por una genealogía, tal como será considerada más abajo.
Por otro lado, movimientos nacionalistas modernos, los cuales casi pueden ser definidos, en palabras de Renán, como movimientos que se olvidan de la historia o la entienden mal, porque sus objetivos no tienen precedentes históricos, pero que insisten en definirlos en mayor o menor alcance en términos históricos y realmente intentar realizar partes de su historia ficticia. Esto aplica obviamente a la definición de territorio nacional, o de reclamos territoriales, desde los galeses neo-druidas a la adopción del hebreo como un lenguaje secular hablado y las Ordensburgen de la Alemania Nacional Socialista. Todos estos, si deben ser repetidos, no son bajo ningún sentido “restauraciones” o ni siquiera “recuperaciones”. Son innovaciones usando o pretendiendo usar elementos de un pasado histórico, real o imaginario.
¿Qué tipos de innovaciones proceden de esta manera y bajo qué condiciones? Movimientos nacionalistas son los más obvios, puesto que la historia es el material crudo más fácil de trabajar para el proceso de manufacturar las históricamente nóveles “naciones” en las que ellos se comprometen. ¿Qué otros movimientos operan de esta forma? ¿Podemos decir que ciertos tipos de aspiración son más propensos que otros a adoptar este modo de definición, por ejemplo, aquellos que conciernen a la cohesión social de los grupos humanos, aquellos que personifican el “sentido de la comunidad”? Esta pregunta debe ser dejada sin respuesta.
III
El problema de rechazar sistemáticamente el pasado surge solamente cuando la innovación es reconocida tanto inescapable como socialmente deseable: cuando representa progreso. Esto origina dos preguntas distintas, cómo la innovación como tal es reconocida y legitimada, y cómo esta situación que surge de ella debe ser especificada (es decir, cómo un modelo de sociedad debe ser formulado cuando el pasado no puede seguir proveyéndolo). Lo primero es más sencillo de responder.
Sabemos muy poco del proceso que ha convertido las palabras “nuevo” y “revolucionario” (usadas en el lenguaje publicitario) en sinónimos para “mejor” y “más deseable”, y la investigación es sumamente necesaria aquí. Sin embargo, parecería que la novedad o la innovación constante es aceptada más rápidamente cuando concierne el control de lo humano sobre la naturaleza no humana, por ejemplo ciencia y tecnología, ya que demasiado de ello es obviamente ventajoso incluso para los sectores más tradicionales. ¿Ha habido alguna vez un ejemplo serio de Ludismo en contra de bicicletas o radios?
Por otro lado, mientras que ciertas innovaciones socio-políticas pueden aparecer atractivas a algunos grupos de seres humanos, al menos prospectivamente, las implicaciones humanas y sociales de la innovación (incluyendo innovación técnica) tienden a encontrar resistencias más grandes, por razones igualmente obvias. El cambio rápido y constante en tecnología material puede ser aclamado por las mismas personas que están profundamente afectadas por la experiencia de cambio rápido en las relaciones humanas (por ejemplo, sexuales y familiares), y las que pueden encontrar difícil concebir cambio constante en dichas relaciones. Donde incluso material palpablemente “útil” es rechazado, es generalmente, quizás siempre, por el miedo a la innovación social, es decir la disrupción, que conlleva.
La innovación que es tan obviamente útil y socialmente neutra que es aceptada casi automáticamente, por personas a quienes el cambio tecnológico es familiar, no origina virtualmente ningún problema de legitimación. Uno podría adivinar (¿pero ha sido el tema investigado realmente?) que incluso una actividad tan esencialmente tradicionalista como la religión popular institucional no encontró dificultad en aceptarla.
Conocemos resistencia violenta a cualquier cambio en los textos sagrados antiguos, pero parece no haber resistencia equivalente a, digamos, la degradación de imágenes sagradas e íconos por medio de los procesos tecnológicos modernos, como las impresiones y pinturas al óleo. Por otra parte, ciertas innovaciones requieren legitimación, y en períodos cuando el pasado cesa de proveer algún precedente para ellas, esto produce dificultades graves. Una dosis de innovación, sin importar cuán grande, no es problemática.
Puede ser presentada como la victoria de algún principio positivo permanente por sobre su opuesto, o como un proceso de “corrección” o “rectificación”, la razón prevaleciendo sobre lo irracional, el conocimiento sobre la ignorancia, la “naturaleza” sobre lo “antinatural”, el bien sobre el mal. Pero la experiencia básica de los dos siglos pasados ha sido el cambio constante y continuado, el que no puede afrontarse excepto algunas veces, al costo de una casuística considerable, como la constantemente necesaria aplicación de principios permanentes a circunstancias siempre cambiantes en formas que permanecen más bien misteriosas, o exagerando la fuerza de las fuerzas del mal sobrevivientes[2].
Paradójicamente, el pasado sigue siendo la herramienta analítica más útil para lidiar con el cambio continuo, pero de una forma novedosa. Se convierte en un descubrimiento de la historia como un proceso de cambio direccional, de desarrollo o evolución. El cambio se convierte así en su propia legitimación, pero de esta manera es anclado a un “sentido del pasado” transformado.
El libro Physics and Politics (1872) de Bagehot es un buen ejemplo de esto en el siglo XIX; los conceptos actuales de “modernización” ilustran versiones más simples de la misma aproximación. Brevemente, lo que legitima el presente y lo explica no es el pasado como un conjunto de puntos de referencia (por ejemplo la Carta Magna), o como una duración (por ejemplo la edad de las instituciones parlamentarias) sino el pasado como un proceso de convertirse en el presente. Enfrentado con la realidad principal del cambio, incluso el pensamiento conservador se convierte en historicista. Quizás, puesto que la comprensión en retrospectiva es la forma más persuasiva de la sabiduría del historiador, sea la mejor de todas.
¿Pero qué hay de aquellos que además requieren previsión, para especificar un futuro que es diferente a cualquier cosa del pasado? Para hacerlo sin algún ejemplo es inusualmente difícil, y encontramos aquellos dedicados a la innovación tentados de buscar alguno, sin embargo, implausible, incluyendo en el pasado mismo, o en lo que equivale a lo mismo, “sociedad primitiva” considerada como una forma del pasado del hombre coexistiendo con su presente.
Los socialistas del siglo XIX y XX sin duda usaron el “comunismo primitivo” como una aproximación meramente teórica, pero el hecho de que la usaran indica la ventaja de ser capaz de tener un precedente concreto incluso para lo que no tiene precedentes, o al menos un ejemplo de formas de resolver nuevos problemas, no obstante inaplicable las soluciones reales de los problemas análogos en el pasado. No hay, desde luego, ninguna necesidad teórica de especificar el futuro, pero en la práctica la demanda de predecir o presentar un modelo de él es demasiado fuerte como para ser ignorada.
Una suerte de historicismo, que es la extrapolación más o menos sofisticada y compleja de las tendencias pasadas en el futuro, ha sido el método más conveniente y popular de predicción. En todo caso la forma del futuro es discernida buscando pistas en el proceso de desarrollo pasado, de forma que paradójicamente, mientras más esperamos innovación, más se convierte la historia en algo esencial para descubrir cómo será aquella. Este procedimiento puede variar desde algo ingenuo –el futuro como un presente mejor y más grande, o más grande y peor de acuerdo a extrapolaciones tecnológicas o anti-utopías sociales pesimistas- a algo intelectualmente muy complejo y de alta potencia; pero esencialmente la historia permanece como la base de ambos.
No obstante, a esta altura aparece un punto de contradicción, cuya naturaleza es sugerida por la convicción simultánea de Karl Marx en la inevitable superación del capitalismo por el socialismo, y la extrema reticencia en hacer más de unas pocas aseveraciones generales sobre lo que la sociedad comunista y socialista realmente sería. Esto no es meramente sentido común: la capacidad de discernir tendencias generales no implica la capacidad de predecir la forma precisa en que se darán en circunstancias complejas y en muchos aspectos desconocidas del futuro. Esto también indica un conflicto entre un modo esencialmente historicista de analizar cómo ocurrirá el futuro, que asume un proceso continuo de cambio histórico, y lo que hasta ahora ha sido el requerimiento universal de modelos programáticos de sociedad, específicamente una cierta estabilidad.
La utopía es por naturaleza un estado estable o auto reproductor y su ahistoricismo implícito puede ser evitado solo por aquellos que se rehúsan a describirlo. Incluso modelos menos utópicos de la “buena sociedad” o el sistema político deseable, si bien designados para encontrarse con circunstancias cambiantes, tienden también a ser diseñados para hacerlo por medio de un marco de instituciones y valores relativamente estable y predecible, el que no será trastornado por semejantes cambios.
No hay dificultad teórica en definir sistemas sociales en términos de cambio continuo, pero en la práctica se sugiere una cierta demanda de esto, quizás porque un grado excesivo de inestabilidad e imprevisibilidad en relaciones sociales es particularmente desorientador. El término “orden” va con “progreso”, pero el análisis de uno dice poco sobre el diseño deseable del otro. La historia cesa de ser útil en el preciso momento en la que la necesitamos más. [3]
Por eso quizás seremos forzados a volver al pasado, en una forma análoga al uso tradicional de él como un repositorio de precedentes, aunque ahora haciendo nuestra selección a la luz de modelos analíticos o programas que no tienen nada que ver con él. Esto es particularmente probable en el diseño de “la buena sociedad”, ya que la mayoría de lo que sabemos sobre el funcionamiento exitoso de sociedades es lo que ha sido empíricamente aprendido en el curso de algunos miles de años de vivir en conjunto en grupos humanos en diversas formas, suplementado quizás por el recientemente a la moda estudio del comportamiento social de animales.
El valor de la investigación histórica sobre “lo que realmente pasó” para una solución de este o aquel problema específico del presente y futuro, es indudable, y ha dado una nueva renta de vida a algunas actividades históricas más bien anticuadas. Así, lo que sucedió con los pobres desplazados por la construcción masiva de vías del tren en el siglo XIX en el corazón de grandes ciudades puede y debe arrojar luz en las posibles consecuencias de construcciones masivas de autopistas en el siglo XX tardío, y las variadas experiencias del “poder estudiantil” en las universidades medievales[4] tienen relevancia en los proyectos de cambiar la estructura constitucional de las universidades modernas. Aun así, la naturaleza de este proceso a veces arbitrario de sumergirse en el pasado en búsqueda de asistencia para prevenir el futuro requiere mayor análisis del que ha recibido hasta ahora. Por sí mismo no reemplaza la construcción de modelos sociales adecuados, con o sin investigación histórica. Meramente refleja y quizás en alguna instancia palía su inadecuación presente.
IV
Estas observaciones casuales están lejos de agotar los usos sociales del pasado. Sin embargo, aunque no pueda hacerse ningún intento de discutir todos los otros aspectos, dos problemas especiales pueden ser mencionados brevemente: aquellos del pasado como genealogía y como cronología.
Este sentido del pasado como una continuidad colectiva de experiencia permanece sorpresivamente importante, también para aquellos que más se dedican a la innovación y la creencia en que la novedad equivale a la mejoría: como testigos de la inclusión universal de la “historia” en el programa de todo sistema educativo moderno, o la búsqueda de ancestros (Espartaco, More, Winstantley) por revolucionarios modernos cuyas teorías, si son marxistas, asumen su irrelevancia. ¿Precisamente qué ganaron o ganan los marxistas modernos del conocimiento de que hubo rebeliones esclavas en la Antigua Roma que, incluso suponiendo que sus objetivos eran comunistas, estuvieron por su propio análisis condenadas al fracaso o a producir resultados que podrían tener poco que ver con las aspiraciones de los comunistas modernos?
Claramente la concepción de pertenecer a una tradición de rebelión de larga data provee satisfacción emocional, ¿pero cómo y por qué? ¿Es análogo a la noción de continuidad que reposa en los programas de historia y hace aparentemente deseable para estudiantes aprender sobre la existencia de Boadicea o Vercingetorix, el Rey Alfredo o Juana de Arco como parte de ese cuerpo de información que (por razones que se asumen válidas pero que raramente son investigadas) se supone deben saber como ingleses o franceses? El tire del pasado como continuidad y tradición, como “nuestros ancestros” es fuerte. Incluso el patrón de turismo es testigo de ello. Nuestra simpatía instantánea con el sentimiento no debería llevarnos, sin embargo, a pasar por alto la dificultad de descubrir por qué esto debería ser así.
Esta dificultad es naturalmente mucho más pequeña en el caso de una forma más familiar de genealogía, esa que busca reforzar una cierta autoestima. Burgueses advenedizos buscan linaje, nuevas naciones o movimientos anexar ejemplos de grandeza pasada y logro a su historia en proporción a lo que sientan que a su verdadero pasado le ha venido faltando en estos aspectos- sea este sentimiento justificado o no.[5]
La cuestión más interesante sobre dichos ejercicios genealógicos es si o cuándo se harán dispensables. La experiencia de la sociedad capitalista moderna sugiere que quizás sean tanto permanentes como transicionales. Por un lado, los nuevos ricos de fines del siglo XX todavía aspiran a las características de vida de la aristocracia que, a pesar de su irrelevancia política y económica, continúan representando el más alto estatus social (el cháteau en la campiña, el director ejecutivo de Renania cazando jabalí y ciervo en las implausibles inmediaciones de repúblicas socialistas, etc.).
Por el otro, los edificios neo medievales, neo renacentistas, de Luis XV y los decorados de la sociedad burguesa del siglo XIX cedieron en cierto momento a un estilo deliberadamente “moderno”, que no solamente se rehúsa a apelar al pasado, sino que desarrolló una dudosa analogía estética entre innovación artística y técnica. Desafortunadamente, la única sociedad en la historia que nos da hasta ahora material adecuado para el estudio del tire comparativo de ancestros y novedad, es la sociedad capitalista occidental en los siglos XIX y XX. No sería sabio generalizar en fuerza de una muestra de una.
Finalmente, el problema de la cronología, que nos lleva al extremo opuesto de generalización posible, ya que es difícil pensar en alguna sociedad conocida que no encuentre conveniente por propósitos propios registrar la duración del tiempo y la sucesión de eventos. Hay, desde luego, como Meses Finley ha señalado, una diferencia fundamental entre un pasado cronológico y uno no-cronológico: entre la Odisea de Homero y la de Samuel Butler, quien es naturalmente y antihoméricamente concebido como un hombre de mediana edad retornando a una envejecida esposa luego de una ausencia de veinte años.
La cronología es, por supuesto, esencial para el sentido del pasado moderno, histórico, debido a que la historia es cambio direccional. El anacronismo es una alarma inmediata para el historiador, y su valor emocional en una rigurosamente cronológica sociedad es tanto como para darse a sí mismo una explotación sencilla en las artes: Macbeth en vestidos modernos hoy se beneficia de esto en una forma en que el Macbeth jacobeano no hizo.
A primera vista es menos esencial para el sentido tradicional del pasado (patrón o modelo para el presente, depósito y repositorio de experiencia sabiduría y preceptos morales). En este tipo de eventos pasados no se cree necesariamente que hayan existido simultáneamente, como los romanos y moros que luchan entre sí en las procesiones de Pascua españolas, o incluso fuera de tiempo: su relación cronológica con la otra es meramente irrelevante. Si Horacio Cocles contribuyó con su ejemplo a los romanos posteriores antes o después de Mucius Scaevola, es de interés solo para los pedantes. De similar manera (para tomar un ejemplo moderno), el valor de los Macabeos, los defensores de Masada y Bar Kokhba para los israelíes modernos no tienen nada que ver con su distancia cronológica con ellos y entre ellos. El momento en que el tiempo real es introducido en un pasado como ese (por ejemplo, Homero y la Biblia son analizados por los métodos de la historia moderna) se convierte en algo diferente. Esto es un proceso social molesto y un síntoma de transformación social.
Pero para ciertos propósitos la cronología histórica, por ejemplo en la forma de genealogías y crónicas es evidentemente importante en muchas (¿quizás todas?) sociedades alfabetizadas, o incluso analfabetas, aunque la habilidad de las alfabetizadas de mantener registros escritos permanentes hace posible para ellas divisar usos para aquellos que parecerían impracticables en aquellas sociedades que confían únicamente en la transmisión oral. (Sin embargo, aunque los límites de la memoria histórica oral han sido investigados desde el punto de vista de los requerimientos del académico moderno, los historiadores han prestado menos atención a la cuestión de cuán inadecuados son para los requerimientos sociales de sus propias sociedades).
En el más amplio de los sentidos todas las sociedades tienen mitos de creación y desarrollo, que implican sucesión temporal: las primeras cosas fueron así, luego cambiaron así. Contrariamente, una concepción providencial del universo también implica algún tipo de sucesión de eventos, puesto que la teleología (incluso si sus objetivos ya han sido alcanzados) es un tipo de historia. Además, se presta excelentemente a la cronología, donde ella exista: como testigo de variadas especulaciones milenarias o de debates de alrededor del 1000, los cuales pivotean sobre la existencia de un sistema de datación [6].
En un sentido más preciso, el proceso de comentar textos antiguos de validez permanente, o de descubrir las aplicaciones específicas de verdad eterna implica un elemento de cronología (por ejemplo, la búsqueda de precedente). Apenas merece ser mencionado que hasta los más precisos cálculos de cronología pueden ser requeridos para una variedad de propósitos económicos, legales, burocráticos, políticos y de rituales al menos en sociedades alfabetizadas que pueden mantener un registro de ellas, incluyendo, desde luego, la invención de precedentes antiguos y favorables para objetivos políticos.
En algunas instancias la diferencia entre dicha cronología y aquella de la historia moderna es lo suficiente clara. La búsqueda de abogados y burócratas por precedentes es enteramente orientada al presente. Su objetivo es descubrir los derechos legales de hoy, la solución de problemas administrativos modernos, mientras que para el historiador, si bien está interesado en su relación con el presente, es la diferencia de circunstancias lo que es significativo. Por otra parte esto no parece agotar el carácter de la cronología tradicional.
La historia, la unidad del pasado, presente y futuro puede ser algo que es universalmente aprehendido, aun con la deficiencia humana para recordarla y registrarla, y alguna forma de cronología, aunque irreconocible o imprecisa para nuestro criterio, puede ser una medida necesaria de ella. Pero incluso si esto fuera así, ¿dónde están las líneas de demarcación dibujadas entre el pasado cronológico y no cronológico coexistente, entre las cronologías históricas y no históricas coexistentes? Las respuestas no son de ninguna manera claras. Quizás puedan arrojar luz no solo en el sentido del pasado de sociedades previas, pero también en las nuestras, donde la hegemonía de una forma (cambio histórico) no excluye la persistencia, en diferentes entornos y circunstancias, de otras formas de noción del pasado.
Es más sencillo formular preguntas que respuestas, y este artículo ha tomado el camino más fácil en lugar del más difícil. Y aun así, quizás hacer preguntas, especialmente sobre las experiencias que tendemos a dar por sentadas no es una ocupación sin valor. Nadamos en el pasado como los peces nadan en el agua, y no podemos escapar de allí. Pero nuestros modos de vivir y moverse en este medio requieren análisis y discusión. El objeto de este artículo ha sido estimular ambos.
Notas
[1] Semejantes aspiraciones pseudo-históricas no deben ser confundidas con los intentos de restaurar regímenes históricamente remotos en sociedades tradicionales, las que son casi seguramente intencionadas: por ejemplo, los levantamientos de campesinos peruanos en los 1920s que en ocasiones buscaban restaurar el Imperio Inca, los movimientos chinos registrados a mediados de este siglo para restaurar la dinastía Ming. Para los campesinos peruanos los Incas fueron de hecho históricamente no remotos. Fueron el “ayer”, separado por el presente meramente por una plegada sucesión de generaciones de campesinos que se repiten a sí mismas haciendo lo que sus ancestros habían hecho hasta donde los dioses y los españoles les habían permitido. Aplicar la cronología a ellos es introducir un anacronismo.
[2] La forma de argumentar de regímenes revolucionarios luego del triunfo de sus revoluciones podría valer la pena que sea analizado de esta manera. Podría arrojar luz en la indestructibilidad aparente de la “supervivencia burguesa” o aquellas tesis como la intensificación de la lucha de clases tiempo después de la revolución.
[3]Por supuesto si asimismo que “cualquier cosa que venga, está bien”, o al menos inevitable, aceptaríamos los resultados de extrapolación con o sin aprobación, pero esto no elimina el problema.
[4] Véase, por ejemplo, Alan B. Cobban, “Medieval Student Power”, Past and Present, no. 53 (Nov. 1971).
[5] El acento de la popularización histórica de Rusia en la prioridad de inventores rusos durante los últimos años de Stalin, tan excesiva para provocar el ridículo en el exterior, en realidad ocultó los notables logros del pensamiento científico y tecnológico ruso del siglo XIX.
[6] El número-mágico que aparece ser un producto natural de al menos las cronologías escritas, aún en sociedades muy sofisticadas, puede merecer investigación: todavía hoy los historiadores encuentran difícil escapar de un “siglo” o de otra unidad de datación arbitraria.
Fuente: Revista Kritica.
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