La soledad asume a veces la forma de un laberinto en el que nadie logra terminar de perderse. Una llamada telefónica inesperada y que nunca se repite, arañas amaestradas, adulterios y un japonés furioso son parte de la geografía de un lugar que parece interminable, tan vacío como abarrotado de gente.
Muchas veces, especialmente durante los primeros tiempos (cuando creía que con la mudanza comenzaba a encauzarme por los caminos de mi independencia y en las noches propicias contemplaba fascinado, a través del estrecho rectángulo de la ventanita ubicada por encima del ropero, el paso de la luna —la que en escasas oportunidades podía observar desde la cama, en una cómoda posición horizontal, y entonces me dormía bañado por esa luz espesa y lechosa, y soñaba con escaleras de caracol, con mujeres desnudas y con plantíos de repollos; las más de las veces, sin embargo, para conseguirlo debía, trasladando la pequeña mesa y colocando sobre ella el banquito de madera, trepar hasta el techo del ropero y a menudo asomar incluso un poco la cabeza por la ventanita—, y aún no me había enterado por medio de penosas experiencias —por ejemplo, la de la noche en que me encontraba dibujando unos garabatos sin sentido y noté en forma subconsciente ese pequeño bulto oscuro que se aproximaba, viéndolo con el rabillo del ojo pero no creyéndolo del todo, y al pasar la percepción al plano consciente me sentí horrorizado porque se trataba de una araña de impresionante diámetro, y me vi obligado, con repulsión y hasta con sentimientos de culpa, a aplastarla con uno de los extremos de la regla T que tenía colgada, sin otro fin hasta ese momento que el decorativo, de un clavo en la pared; sentí el crujido y la sensación posterior de cosa blanda y el pequeño cuerpo se contrajo pero no tuve tiempo de reponerme porque por debajo de la puerta de la derecha, que comunica con una pieza vecina, se filtraba un escuadrón de similares arácnidos, en formación en V, que avanzaba hacia mí, obligándome a hacer de tripas corazón y a aplicar para cada uno de los treinta y seis ejemplares el mismo procedimiento de la regla T, lo que me llevó casi a un extremo de locura y me dejó en un estado más allá de la náusea y el vómito, y al día siguiente, cuando regresé a mi pieza después de pasar la noche fuera, vagando, buscando fuerzas para volver y enfrentar a los 37 cadáveres, encontré que me estaba esperando el vecino, un japonés, quien explicó que sus arañas eran mansas, que estaban adiestradas, que se le habían escapado en un descuido del frasco en que las guardaba y que se habían trasladado a mi pieza no en son de batalla como yo había supuesto sino en busca de público ante quien lucir las habilidades prodigiosas y acrobáticas que él pacientemente a través de años de trabajo les había inculcado, y tratándome de asesino y de monstruo, a lo que debí alegar ignorancia y miedo como justificación de mi vandálico acto y comprometerme, para tranquilizarlo, a acompañarlo a futuras excursiones campo afuera entre húmedos pastizales en busca de ejemplares nuevos, a fin de que pudiera completar una cifra aceptable destinada a formar otro plantel— de la existencia de tales vecinos, de los que para hacer justicia debo decir que el japonés no es el que me procura peores dolores de cabeza, empalideciendo en ese sentido ante el científico, por ejemplo —que consiguió, sin la participación del macho humano, excitando un óvulo con electricidad, ese feto anormalmente grande y adulto que vive en un bollón de vidrio desde hace más de cuatro años y aún no ha nacido oficialmente, y a quien, partiendo del supuesto de que, al nacer, dentro de un par de años, podrá comprobarse que está dotado de nuevos y anhelados poderes sensoriales, inculca diaria e infatigablemente a través de minuciosas lecturas en voz alta que incluyen entre otras cosas poesía, matemáticas, filosofía e historia, un conocimiento y una sensibilidad muy superiores a los habituales con el fin de que aproveche sus facultades extraordinarias en bien de la humanidad, una especie de nuevo Cristo, según dice el sabio, que remueva las conciencias muertas de los individuos que masivamente en todas partes del globo marchan enceguecidos hacia la total automatización, y yo, por deber moral, debo colaborar tanto en las lecturas, suplantando al científico cuando sus ojos ya no resisten, como en la cuidadosa alimentación del feto a determinadas horas, bombeando el alimento líquido, balanceado, con un aparato a propósito, a través del cordón umbilical mitad natural y mitad plástico—, o ante la vieja espía —que vive en una pieza situada en un piso más arriba del que habito, quien, y no de mala fe o con fines utilitarios sino por simple curiosidad, nacida muy probablemente de su origen pueblerino, lleva un control estricto de, si no todos, al menos una gran mayoría de los movimientos de los pensionistas, logrando sus informes mediante la extorsión, aplicada con base en datos anteriormente recogidos, y su fabulosa red de micrófonos, cables, grabadores, trasmisores y los más modernos elementos de la técnica, disimulados hábilmente, a veces en un macetita de nomeolvides o una perchita tipo “pulpo” prendida a los azulejos del cuarto de baño, empleando para el trabajo simple de espionaje directo, o el más complejo, de carácter técnico, de instalación y control de los aparatos, a un equipo de agentes especiales que nos incluye prácticamente a todos—, o ante el vecino de enfrente —que me ha enredado, conquistándome en primera instancia con algunos paquetes de cigarrillos con filtro que consigue de contrabando, en esa historia de amores clandestinos con la exuberante rubia, trayéndola periódicamente, mucho más a menudo de lo que yo quisiera, a mi pieza, de la que por ende soy desalojado ipso facto, debiendo rondar por callejas y cafetines y golpear con los nudillos en mi propia puerta antes de entrar, lo que me provoca distintos estados emocionales muy perjudiciales para mis nervios, sumándose otros sentimientos, especialmente de nuevo el de culpa, porque pienso en su mujer, noble, bonita y sacrificada, a quien creo que contribuyo a dañar con esta complicidad, de la que aún ignoro la forma exacta que adquirí el compromiso, si bien todo comenzó como una gauchada de hombre a hombre sellada con un guiño particular que no quise demostrar que nocomprendía ni aprobaba, y de la que no sospeché que se transformaría en algo periódico y casi ritual—, o ante la otra vecina, de más allá —a quien comencé saludando una tarde en que tenía alguna copa de más, lo que trajo como resultado ese intercambio de atenciones que culminó con la tortura diaria, producto de su compasión por un hombre soltero, de barrerme la pieza e incluso acomodarme los papeles, y la otra, si bien semanal no menos fastidiosa, de obligarme a participar como atento y complacido y amable espectador de sus lamentables ejecuciones de Chopin al piano, aunque debo reconocer que no me disgusta la “Polonesa”—; cuando aún no tenía elementos de juicio para suponer que lejos de lograr esa ansiada independencia de ciertas innecesarias responsabilidades que traen aparejadas los lazos familiares me vería más bien trabado por estas ataduras que no sé si podré romper, pues incluso el empleo en la oficina —donde, hace no mucho, cifré mis esperanzas de liberación— fracasó rotundamente en tal sentido, y sólo me desvió de la búsqueda de, si las hay, buenas soluciones a mi problema, sumergiéndome en otra serie de responsabilidades que me eran aún, si es posible, más ajenas que éstas pero de las que afortunadamente logré al cabo escabullirme, pretextando en los primeros tiempos una dolencia y luego dejando de ir en forma definitiva; ya no soportaba más ese ambular por oscuros pasillos —llevando papeles de los cuales, la mayoría de las veces ignoraba el contenido, aunque de nada me hubiese valido conocerlo—, ni las horas muertas frente a las tazas de café, escuchando conversaciones intrascendentes de los demás empleados, que encontraban muy astuto de su parte realizarlas sacándole tiempo al trabajo, en ausencia del jefe, sin ver que de todos modos se agotaban y envejecían exactamente igual que frente a las máquinas de escribir y calcular, con un futuro predeterminado de abultado estómago, calvicie prematura y tumba con flores durante cierto tiempo), al hacer el recorrido que va desde el portal de entrada hasta mi pieza (incluye corredores, húmedos los días de lluvia y algunos días en que no llueve, crujientes escaleras de madera, escalas de mano, gallineros de olor insoportable y piso peligrosamente resbaloso —a causa de las cagadas de gallina—, túneles de total oscuridad que debo atravesar de rodillas, que nunca atravieso desaprensivamente pues recuerdo a las arañas del japonés antes de apoyar cada mano, con miedo de encontrar un cuerpo blanduzco y peludo en lugar de cemento o tierra, y de los que guardo el recuerdo de un par de experiencias, tonta una —me refiero a aquélla en que mi cabeza chocó, al transitar un túnel, contra otra perteneciente a un señor, parte de cuyo recorrido desde su pieza a la calle coincide con el mío, aunque habita en otro piso, y nos obstinamos, ante la imposibilidad debida a la estrechez del túnel de proseguir nuestros respectivos caminos, en no ser ninguno de los dos el obligado a retroceder, por más que pretextáramos determinadas urgencias o quisiéramos hacer valer como derecho el mayor terreno recorrido o la mayor o menor edad de cada uno, llegando al extremo de liarnos a golpes de puño y viéndome sin otro recurso que el retroceso al cabo de dos horas de paciente resistencia, ante la fuerza superior del adversario—, más agradable, al menos en primera instancia —aunque de consecuencias muy tristes para mí, no sé si para ella—, la segunda, que se produjo en circunstancias similares, con la diferencia de que en esta oportunidad se trataba de una dama, a quien lamentablemente no he podido individualizar más tarde, ya sea porque en ese momento hacía un recorrido equivocado en vez del suyo, y luego no pudo recordarlo, o por ocultarse de mí adrede, llegando al punto de cambiar su perfume, ese perfume particular y exótico que he buscado en vano en las cabelleras de todas las mujeres, única posibilidad de identificación ya que la oscuridad del túnel no me permitió verla, y quien ha dejado mi corazón hecho trizas por el recuerdo de sus caricias que no volveré a sentir, de su cuerpo palpitando entre mis brazos, el sabor de sus labios, el calor de sus pechos, la sensación de un amor verdadero que no he vuelto a tener y el tormento de la duda que se me plantea automáticamente ante cada mujer, llegando a la desesperación al pensar en el caso de la muchacha de los sótanos, a quien encuentro periódicamente en el comedor, de quien he sabido que está embarazada y oculta a sus padres el nombre del de su hijo, aunque el perfume que usa no coincide con el que recuerdo; e incluye además mi tránsito a través de habitaciones ocupadas, lo que me hace sentir especialmente incómodo al no poder respetar ese humano derecho a la privacidad, habiendo sorprendido innumerables veces a sus ocupantes en cópulas, masturbaciones, distintas perversiones sexuales o acciones grotescas, puesto que las puertas no tienen llave ni otra clase de trabas y si bien en un principio golpeaba discretamente antes de atreverme a pasar, descubrí que sus ocupantes disfrutaban haciéndose los sordos y más adelante, cuando me determiné a no soportar más esas horas de espera y abrirme paso de todos modos después de unos segundos de haber golpeado, se dieron a la tarea de imposibilitarme el acceso mediante la acumulación de muebles u otro tipo de impedimentos, debiendo recurrir a la dueña de la pensión, esa mujer gorda de edad indefinida, para denunciarle el trato poco cortés de que era objeto, amenazándola con abandonar la pensión y explicándole que otro tanto haría cualquier persona que ocupara luego mi lugar, desacreditándose por este motivo, lenta pero irreversiblemente, su casa; esto la llevó a prestar oídos a mis reclamaciones e imponer su influencia para que me dejaran el paso libre, por lo cual actualmente no existe mayor problema en este sentido y los habitantes de esas piezas, aunque me odian en cierto modo por tener que molestar sus actividades de carácter privado con mi paso, al mismo tiempo comprenden que es absurdo personalizar este odio y he conseguido tener buenas relaciones a pesar de que, si bien han llegado algunos a tenerme incluso estima personal, mediante un curioso desdoblamiento o dualidad mantienen el odio hacia el pensionista que atraviesa sus habitaciones, y que también soy yo; me he rebelado ante sus aspiraciones de que me fijara un horario para mi paso porque limitaría de una manera insoportable mi libertad, pero en cambio han discurrido calcular el tiempo mínimo que necesito para volver a pasar por su pieza una vez que ya lo he hecho, ya sea cuando me dirijo a la calle o a mi propia habitación, aprovechando esos lapsos cronometrados de seguridad para realizar sus actividades perversas, humanas o grotescas; con cierta maldad y, admito, curiosidad malsana —aunque había otros motivos, desde luego—, he dedicado parte de mi vida en la pensión a recorrer mi tortuoso camino a distintos tiempos para sorprender esas actitudes, dándome vuelta a menudo a mitad de camino y volviendo a pasar antes de lo previsible, pero insisto: no sólo curiosidad malsana o maldad de mi parte, sino que también lo explico porque al no encontrar a la larga en mi propia pieza ese lugar soñado de paz espiritual y soledad, y no resignándome a pasar fuera de la pensión la mayor parte del tiempo, debido a mi sensibilidad ante las agresiones del mundo exterior, encontré en el recorrido entre la calle y mi pieza, durante unos meses, algo que tenía valor en sí; ha llenado importantes horas de mi vida, era en sí mismo una actividad, un ejercicio vital que no podía desarrollar en mi cuarto ni fuera de la pensión, y que me ha ayudado a aliviar o a distraerme de esa mezcla de claustro y agorafobia), me he preguntado si ese enorme edificio —mucho más enorme de lo que pueda pensar el distraído transeúnte (incluso el transeúnte atento) que al pasar observe el estrecho portal, apretado entre dos grandes casas de comercio— habría sido verdaderamente diseñado para los fines que ahora cumple, pues me resulta difícil creer que sus arquitectos tuvieran esa idea en la mente, y pienso que quizás planearan una oficina postal o un colegio para retardados mentales y cuanto más observo tanto más me convenzo porque cualquier finalidad que se le adjudique, por absurda que parezca, se verá más ajustada que esta que cumple; y cuando examino (en principio lo hacía con la esperanza de hallar un nuevo camino, más simple, para llegar a mi pieza, pero ahora, ya desengañado de esa posibilidad, lo hago, sencillamente, porque me resulta fascinante) otros lugares ajenos a mi recorrido habitual, y encuentro esa desprolijidad en algunos sectores de la construcción, los desniveles de los pisos, escaleras que conducen a paredes insalvables, el deterioro de algunas zonas con relación al cuidado y el lujo de otras, el hacinamiento de docenas de familias en una sola pieza (mientras a veces una sola persona ocupa varias habitaciones sin aparente necesidad), o la desproporción entre los precios que pagan unos y otros, pienso que aparte de mal construida o construida para otros fines, la pensión está muy mal administrada; que su dueña no sirve para tal menester y que si las cosas siguen así y en lugar de hallar en ella esa independencia que me es vital continúo enredándome en esta desagradable maraña (cuya complejidad no poco ha aumentado desde la instalación, por parte de unos hombres indiferentes que cumplían órdenes no se sabe aún de quién, de ese aparato telefónico que para mí es totalmente innecesario ya que no tengo a nadie a quien llamar ni de nadie espero llamadas —por más que si no me entrego a la solución de hacerlo quitar o cortar su cable, es porque en una ocasión, durante los primeros días de haber sido instalado, recibí la llamada de una mujer que preguntaba por mi nombre y luego la comunicación se interrumpió, y si bien no se ha repetido conservo la esperanza—, aunque en ciertas horas de desolación disco para escuchar esa voz que trata vanamente de ser impersonal y despojada de encanto femenino, que informa de la hora; pero al sonar su timbre repetidamente a consecuencia de llamadas equivocadas de gente que preguntaba por Martita o por la familia Rodríguez, mis vecinos fueron enterándose y divulgando la noticia de que se disponía de un teléfono para efectuar e incluso recibir llamadas en forma gratuita, y en poco tiempo hasta he debido retirar la cama y la mesa hacia un costado, contra la pared, para hacer sitio a esa cola en forma de espiral de gente que espera pacientemente su turno día y noche sin permitir que me concentre en la lectura ni en ninguna otra actividad, distraído y mortificado por esos fragmentos de conversaciones de las que puedo escuchar solamente lo que dice uno de los interlocutores y, aunque se habla de asuntos triviales y que me son ajenos, me descubro a mí mismo, muy a menudo, tratando de recomponer mentalmente la conversación, supliendo los vacíos de las frases que sólo escucha el oído pegado al receptor con frases extraídas de mi imaginación, a lo que se suman las distintas conversaciones que mantienen entre sí las personas que forman la cola, quienes además comen y hasta duermen esperando turno, y estas voces entremezcladas me persiguen incluso mientras duermo, ya sea porque efectivamente están hablando o porque mi mente, después de trabajar con afán durante el día tratando de suplir las frases que faltan, continúa haciéndolo en forma obsesiva, fuera de mi voluntad, durante el sueño), me veré obligado a liar mis bártulos y largarme —por más que sé de las enormes dificultades planteadas para la solución del problema de la vivienda, y que me resultará prácticamente imposible hallar un lugar mejor— sin pensar en las consecuencias, aunque ignore hacia dónde guiará mis pasos el destino; pues, la verdad, no puedo resistir aquí mucho tiempo más.
Mario Levrero (1940-2004) fue una de las voces más originales de la literatura rioplatense. Entre sus libros, La novela luminosa, La banda del ciempiés y El discurso vacío. Este relato forma parte de Cuentos Completos que acaba de editar Penguin Ramdom House.
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