Un adelanto de “El Vaquerito, jefe del pelotón suicida del Che” (Editorial Mascaró), la biografía de Roberto Rodríguez Fernández, reconstruida a través de múltiples voces por el escritor cubano Larry Morales. Socompa reproduce uno de los testimonios de Rolando Fundora, que fue el amigo del Vaquerito y emprendió junto a él la aventura de ir a la Sierra Maestra en busca de la guerrilla de Fidel. Aquí relata el momento en que deciden ascender para sumarse a los rebeldes.
Llegamos a Bayamo nuevamente y nos pusimos a conversar en el hotel muy indignados. Era como si hubiéramos estado acumulando rencores durante el viaje y al llegar al hotel salieran de golpe como en una estampida.
-¡Roberto!, ¿tú no ves lo que yo te decía? Esto está de madre. No lo dejan hacer nada a uno.
-Chico, ¿será verdad que Fidel y esa gente están vivos? ¿Tú crees que estén en la Sierra? -Me preguntó muy interesado.
-Compadre -le respondí-, yo te aseguro que sí. Ellos desembarcaron por un lugar que creo que le llaman Las Coloradas, y están en el monte. No te quepa duda de eso.
En plena conversación llegaron cuatro individuos vestidos de civil, pero portando pistolas, nos encañonaron y nos montaron en un yipi rumbo al SIM.
Allí nos torturaron: nos amarraron por los pies, y las manos nos las ataron detrás de la espalda. Un mulato grande y fuerte nos dio galletas por los oídos con las manos abiertas -creo que los muy hijos de puta le llaman a eso la tortura del teléfono- y nos desmayamos. A los primeros galletazos, perdimos el conocimiento. Nos dieron patadas por las costillas y golpes por dondequiera, porque después nos dolía cada pulgada del cuerpo.
Cuando recobré el conocimiento, miré para un rincón y vi a Roberto tirado, todo desbaratado, echando sangre por la nariz y por los oídos. Lo miraba y no lo veía bien, pero a pesar de que lo percibía opaco, sabía perfectamente que era él.
Al poco rato nos desataron las manos y los pies. Nos llevaron para una oficina donde había un sargento escribiendo. Estábamos separados uno del otro. No podíamos casi ni hablar. Toca la casualidad que uno de los jefes del SIM allí, era un individuo de Morón, le llamaban Barriga Prieta. Al verlo le dije susurrando a Roberto:
-Mira, yo creo que ese hombre es de Morón.
Él no lo reconocía bien, pero yo seguía insistiendo. Hasta que decidí preguntarle:
-Óigame, señor, ¿usted es de Morón?
El hombre se paró delante de mí y después de examinarme con su mirada, exclamó:
-Chico, ¿tú no eres el hijo de Emma Cervantes? ¿Qué cosa te ha pasado? ¿Por qué estás aquí?
Le respondí ya con algunas esperanzas.
-Mire, nosotros hemos caído presos aquí por gusto, no hemos hecho nada. Y si estamos en este pueblo es porque vinimos a vender un producto que se llama Cera Lay, para limpiar muebles. Lo fabricamos nosotros mismos.
-¿Y por eso nada más les han dado una paliza a ustedes? -Nos dijo con aire de desconfianza-. No, no, ustedes hicieron algo más.
-No hemos hecho nada, chico -salté inmediatamente-, vender eso y hablar boberías…
Se me acercó y me dijo, como si hubiera sido un secreto:
-¿Tú no sabes que esto está malísimo aquí? Desembarcaron unas gentes que venían del extranjero a pelear, y ya lo hemos matado a todos, sí, a Fidel y a todos. ¿Qué carajo se creen los “barbudos” esos, que con cuatro gatos y escopetas viejas van a tumbar a Batista?
-Pero bueno -agregué-, eso a nosotros no nos interesa. Si los mataron o no, eso no es cuenta nuestra. A nosotros, los comerciantes, lo que nos importa es la venta del producto.
Detuvo la conversación conmigo, y se dirigió al sargento que estaba escribiendo:
-Oye, sargento, no escribas nada ahí, que a éstos los voy a soltar. ¿No ves que son unos verracos de Morón? Yo los conozco, éstos no son revolucionarios ni nada de eso. Mira si es así que los voy a llevar para mi casa hasta que se repongan.
Nos montó en su coche y nos llevó para su casa. Por el camino trató de sacarnos la verdad, pero nosotros no salíamos de lo mismo aunque nos dieran candela como al macao, y se convenció.
La señora de él era maestra. Parece que no le convenía que la gente se alzara porque nos dio un teque que valía un millón de pesos. No sé qué era mejor, si las torturas del cuartel o los sermones de la esposa de Barriga Prieta. Era más batistiana que su propio marido. Nos decía que regresáramos para Morón, que en la Sierra no quedaba ni uno para hacer el cuento, que al General no había quien lo tumbara…
Esa noche dormimos en uno de los cuartos de la casa. Cuando Roberto y yo nos vimos acostados cada uno en una camita individual, como dos niños buenos que tienen que dormir temprano para ir a la escuela, nos dio un acceso de risa, pero más risa nos causó el hecho de estar en la propia casa de uno de los jefes del SIM de Bayamo. Aquello había que verlo para creerlo.
Por fin al día siguiente, regresamos para el hotel. Alquilamos una habitación y ya dentro de la misma, le dije a Roberto:
-¿Ves cómo es esto? ¿Ya te diste cuenta de que esto es mierda?
Roberto me interrumpió con ira:
-¡Coño, ahora sí, ahora sí me voy para donde sea! ¡Nos vamos, Fundora, nos vamos aunque nos maten! Y… ¿cómo es que nos vamos a ir?
-Bueno -dígole-, déjame pensar a ver qué hago, porque sin un enlace es muy difícil llegar hasta donde está Fidel.
Me puse a registrar la maleta y a ordenar las cosas y me encontré la fotografía de una niña -nosotros también sacábamos creyones-, que era hija de una señora amiga mía. Me dio por ir a devolver la fotografía y partí hacia allá.
Una vez en la casa, la señora exclamó:
-¿Pero qué tú haces por aquí ahora que esto está encendido?
¿Qué te ha pasado?
-Ná’ muchacha -le respondí-, vine vendiendo una propaganda con un amigo mío. Yo había estado aquí anteriormente en la venta de perfume, pero esto no estaba tan malo. Bueno, pues, caímos presos en manos del SIM, inocentemente, y nos dieron una mano de golpes que por poco nos matan.
Dijo ella con mucha picardía:
-Inocentemente, ¿tú estás seguro de que fue inocentemente?
A lo primero pensé que decirle la verdad era arriesgarse, pero al momento razoné que, aunque me arriesgase, debía decirle la verdad ya que ella me podía ayudar en la búsqueda de la conexión. Ya decidido a plantearle la situación, le dije:
-No, chica, te voy a decir la verdad: no fue inocentemente na’. Nosotros nos íbamos a alzar, o nos queremos alzar, lo que no tenemos es la conexión.
Pensé que había metido la pata, incluso ya me había resignado, cuando oigo de su boca lo siguiente:
-¿Tú quieres que te traiga la persona que te conecta directamente con Fidel?
Me sonreí desconfiadamente y le dije:
-¡Ah!, no juegues de esa forma…
Entonces agregó:
-Lo que tienes que hacer es esperarme porque voy a buscar a la mujer. A ella le dicen La China Bayamesa.
Le dije asombrado:
-¡No me digas eso! Óyeme, ¿tú no irás a buscar a la policía?
Se echó a reír y se fue sin darme más explicaciones. Me dejó solo en el recibidor de la casa. Yo fui hacia la cocina para ver si la casa tenía alguna salida por la parte de atrás, previendo mi huida si acaso veía asomar un policía. Era lo menos que podía hacer ante la situación en que me encontraba. Los minutos me parecieron horas y las cuatro paredes de la casa se me antojaron una ratonera. Por fin al poco rato llegó la señora y me dijo que en un momento llegaría La China. Efectivamente, pasados diez minutos, tocó a la puerta. Se presentó ella sola y recuerdo que lo primero que me dijo fue:
-¿Así que usted se quiere ir para la Sierra?
-Sí, cómo que no -respondí decididamente-, pero no soy yo solo, hay un amigo mío que también se quiere ir. ¿Quién nos va a llevar? ¿Cómo es la cosa?
-No, no, no… nadie te va a llevar -exclamó-. Yo te voy a dar la indicación de cómo llegar a la primera dirección donde te van a informar el camino a seguir para encontrar a Fidel. Esta noche ve a mi casa con tu amigo para explicarles detalladamente.
Conversamos un tiempo más, bebimos café y después me dio la dirección de su casa. Regresé para el hotel. Cuando entré a la habitación le dije a Roberto con tremendo entusiasmo:
-¡Compadre, traigo una noticia superbuena! He conocido a una mujer que nos va a dar la conexión para encontrar a Fidel.
-¡No me digas eso, Fundora, no me digas eso! ¿Seguro que no es un cuento? Mira que las mujeres son…
-¡Muchacho! -lo interrumpí-, de verdad que conseguí la conexión. Dentro de poco vamos a ver a Fidel, a Raúl, a Almeida… a toda esa gente. Esta noche vamos a ir los dos a la casa de la mujer porque quedé con ella en eso.
A las ocho de la noche partimos hacia la dirección señalada. Llegamos. Su esposo nos estaba esperando en el portal quien, después de saludarnos, nos mandó a entrar. Enseguida salió ella del interior de la casa. Le presenté a Roberto y, sin mucho rodeo, se sentó frente a nosotros y nos dijo:
-Estas cosas son muy delicadas y todas las medidas que uno tome son pocas. Ya sé que no son masferreristas disfrazados ni chivatos. No me pregunten cómo lo supe. Vamos al grano: ustedes cogen la carretera y se van a encontrar con la fábrica de Cawy. Al llegar a la misma, van a ver un callejón que sube. Siguen por ese callejón para arriba y van a llegar a un lugar que se llama la Loma del Burro. En dicha loma hay una bodega cuyo dueño es trigueño, bajito, cerrado de barba. Lo llaman aparte y le dicen que ustedes van de parte de La China Bayamesa. Además, les voy a dar una carta, pero esa es para que se la entreguen personalmente a Fidel.
Nos fuimos de esa casa con tremenda alegría. Por el camino íbamos hablando mil cosas; estábamos arreglando el mundo. Llegamos al hotel y Roberto me preguntó impacientemente cuál era la fecha de partida. Le respondí que tenía que ser un día que lloviera bastante ya que la lluvia facilitaba el ascenso; estábamos en el mes de abril y las lluvias eran frecuentes.
Al otro día amaneció el cielo nublado. Ni que San Pedro hubiera oído nuestra conversación. Por la tardecita empezó a llover fuertemente. Entonces le dije a Roberto:
-Mi socio, hoy es el día. Prepárate porque nos vamos.
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