La cárcel es un lugar habitado por  voces que no pueden saltar las paredes. De pronto, la literatura logra traer, aunque sea por un rato, rumores de lo que sucede en libertad. Una historia de John Berger.

Fue el último en entrar en la habitación. Era delgado, bastante alto y aparentaba unos cuarenta y pico años. Llevaba gafas y en seguida te fijabas en sus ojos. Eran poco comunes porque te penetraban y al mismo tiempo eran sensibles. Un hombre, se diría uno, que lo calculaba todo al milímetro. Su sonrisa de bienvenida al darnos la mano reveló que esa misma precisión la aplicaba también a los sentimientos. Sabía la diferencia exacta entre reconocimiento y gratitud y entre gratitud y deleite. Nos sonrió con una sonrisa de reconocimiento. Las circunstancias de nuestro encuentro le impedían añadir: Por favor, siéntanse en su casa.

Nos sentamos alrededor de una mesa. La habitación no tenía ventanas. Los otros dos presos eran más jóvenes que él; uno de la isla de Reunión, y el otro, marsellés. Nos presentamos y empezarnos a leer los cuentos que habíamos elegido.

El objetivo del encarcelamiento es reducir a un mínimo los intercambios con el mundo. Y esto tiene un efecto en las voces. Las nuestras, al leer, eran muy diferentes de las de los presos. Nuestras voces eran volátiles, como contemplar el revoloteo de las golondrinas al otro lado de una ventana. Tal vez, nuestras voces eran más interesantes que las historias que estábamos leyendo.

Los sonidos en las cárceles tienen un eco semejante al de las bodegas de los barcos. No hay nada que los absorba o los envuelva. Al igual que los presos, los sonidos tampoco tienen intimidad. Así que la mayor parte del tiempo uno desconecta, a no ser que escoja escuchar. Si es eso lo que se escoge, entonces se escucha con mucha atención. Los tres hombres escuchaban nuestras voces.

A cierta distancia, arrimado a la pared junto a la puerta de la habitación, el guardia leía un cómic. No necesitaba las voces. En la anilla que llevaba colgada del cinturón había una llave para cada puerta.

Estábamos leyendo una historia de amor. Una historia de pasiones, crímenes, interrogatorios, sueños, muerte y perdón. Ambientada en una lejana metrópoli.

El chico de Reunión estaba encorvado en su asiento y fruncía el ceño. El de Marsella se había recostado en la silla y daba la sensación de que se creía solo, conduciendo un coche en dirección a esa metrópoli. En la remera del hombre de gafas observé de pronto el pequeño cocodrilo verde de la marca Lacoste. Un hombre con discernimiento. Asentía con la cabeza a lo que leíamos, como si su reconocimiento se estuviera transformando en gratitud.

En la cárcel atrae a la imaginación un tipo de ingenio del que apenas se habla o al que apenas se presta atención fuera. La imaginación de cada preso atribuye a este ingenio un valor y un lugar particular, pero todas las imaginaciones se identifican con él. Es el ingenio que se requiere para escapar, el ingenio de los pocos que consiguen llegar al otro lado de la loma.

Desde los tableros de dibujo en los que se diseñaron los edificios de las penitenciarías, en su mayor parte hace un siglo, hasta las cámaras de video recientemente instaladas; desde las galerías de suelo de metal con celdas aun lado hasta los sistemas de alarma electrónicos; desde la desconfianza obsesiva de los guardias a la formación clausewitziana de los alcaides: todo ha sido concebido y todo está organizado para hacer la escapada impensable. Las actividades rutinarias o sádicas que puntúan sistemáticamente día y noche son un recuerdo de esa imposibilidad. Sin embargo, hay quienes se obstinan en pensar en ello durante todo el tiempo. De ésos, unos pocos intentan convertir el pensamiento en acción. y de esos pocos, un puñado lo logra, milagrosamente.

Cuando un preso logra pasar al otro lado de la loma, los que se quedan dentro sueñan y hablan, sin cesar sobre la hazaña como si hablaran de una obra maestra. Y es una obra maestra. Un logro que, en el pensamiento, el ingenio, la disciplina, el empeño, la planificación y la concentración que encierra, puede compararse con las puertas de bronce de Donatello en Florencia o con Thelonious Monk tocando Epistrophy.

 

Junto a la entrada del pabellón central de la cárcel, antes de llegar al detector de metales, había una oficina con una docena de pantallas de televisión monitorizadas por una oficial de prisiones. Activaba una cámara tras otra y se pasaba todo el día mirando las pantallas. Internos haciendo gimnasia, internos durmiendo, internos trabajando, internos echando mano de algo, internos cagando, internos fumando, internos esperando, internos contándose cosas unos a otros. Los observaba a todos. Al lado de su teléfono había un botón de alarma. Cada cinco minutos comprobaba lo que estaban haciendo; lo que no podía comprobar era lo que decían.

Como todas las historias contadas en la cárcel, la nuestra ofrecía también una forma de escape momentáneo. Mientras escuchabas, volabas sobre la loma…

La historia que estábamos leyendo no sólo contenía un argumento, una trama, unos diálogos, sino también todas las cosas de aquí fuera que no existían allí dentro, las cosas que habitualmente se tienen cuando se despierta uno en libertad. En la habitación sin ventanas, la historia era una forma de recordar las montañas, el silencio, el baile, la posibilidad de escoger por qué calle andar, la soledad y su don especial que es la intimidad, la capacidad de decidir qué comer y cuándo, de abrir una ventana sin pensarlo, de tomar un tren o de darse un baño, una forma de recordar las puertas que no dejan ver lo que hay detrás…

A la siguiente pausa, el hombre de las gafas agitó las manos en el aire y dijo: Qué bonito. y qué buena imaginación. Bonito de verdad.

Seguimos con la historia y la historia siguió recordándoles cosas a los tres hombres. Antes de que llegáramos al final, el guardia nos interrumpió y levantó la muñeca enseñándonos el reloj, como si pensara que tal vez no entendíamos cómo funcionaba el tiempo en la cárcel. Se había acabado.

Gracias por el cuento, dijo el chico de Reunión.

El hombre de las gafas se aproximó a mí. Deseaba fervientemente comportarse como un anfitrión. Habló en un tono suave, como si estuviera en otro lado, junto a la cancela de un jardín, por ejemplo: Espero volver a verlo alguna vez…, ¿en la cárcel, quizás?

Yo asentí.

El guardia condujo a los tres reclusos por la galería. El hombre de las gafas con la remera Lacoste se volvió y me hizo un gesto impreciso con la mano.

 

John Berger (1926-2017) lo fue casi todo, narrador, ensayista, poeta,  pintor. Entre sus libros, Puerca tierra, Hacia la boda y El sentido de la vista.