Lo políticamente correcto corrige y pone frenos, además de olvidarse que el tiempo hace que las palabras pierdan su sentido original. Aquí una defensa del derecho de putear a la vieja usanza.

Se ha vuelto casi un imperativo moral decir que alguien es un “hijo de yuta”. Quien no lo hace incurre, como poco, en un acto flagrante de sexismo. Pero, aun así, la expresión persiste en sonar un tanto impostada, como casi todo el lenguaje políticamente correcto. Hay que hacer un esfuerzo deliberado y consciente para decirlo, y en muchos casos se subraya enfáticamente lo de “yuta” para que quede claro que el puteador (¿o hay que decir yuteador?) pone un freno a su enojo antes de expresarlo. Además, pasa por alto el hecho de que hoy “hijo de puta” funciona casi como una única palabra (y no tres) que se usa como sinónimo de gente jodida. Y en esto la madre poco y nada tiene que ver. Nadie se acuerda de la madre del puteado cuando lo putea. Menos aun cuando se usa en un sentido positivo (“qué bien que canta esa hija de puta”). Para no hablar del agregado de reverendo que tiene en su origen un matiz más que positivo y que a la hora del insulto se convierte en un agravante.

Lo cual lleva a dos cuestiones. Politiza –en el sentido más obvio- una expresión que se utiliza de distintas maneras en contextos diferentes, que no siempre tienen que ver con la política (no vale responder todo es político, sabemos de qué hablamos, putear a un árbitro no es lo mismo que putear a un gobierno o a un funcionario). Por el otro, tal vez más importante es que sostiene que el verdadero sentido de las palabras reside en su origen. Una especie de esencialismo léxico que niega la historia y que uno puede encontrar en otros ámbitos discursivos, donde se alude a una inmutable condición humana o se habla de un “modo de ser argentino”. Como si todo eso ya estuviera definido de una vez para siempre y la historia no fuera sino la suma de avatares de ese momento original y fundante de una vez y para siempre. Cuando Felipe Pigna dice que Mariano Moreno fue el primer desaparecido, borra toda la historia transcurrida desde 1811 hasta el Terrorismo de Estado.

Hay muchos ejemplos que demuestran lo contrario. En el siglo XIX ser un gaucho equivalía a ser casi un maleante en el que no se podía confiar de ninguna manera. Hoy alguien gaucho es una persona que da una mano cuando la cosa pinta fea. Para no aludir a la etimología de la palabra que remite a guacho, es decir hijo que no sabe quién es su padre.

Los sentidos van en múltiples direcciones donde el origen adquiere significados muy diferentes. Dos ejemplos, testículo y testigo vienen de la misma raíz (aunque hay quien lo discute) y remite a la costumbre romana de llevarse las manos al bajo vientre como forma de mostrar veracidad en los dichos. Sin embargo, no decimos “transpira como testículo falso”. Otro tanto ocurre con “pendejo” y “peine”. Algunos incluyen “péndulo” en esta serie pero no hay noticias de que Umberto Eco haya escrito El pendejo de Foucault. O con “directo” y “derecho”.  Y los ejemplos podrían seguir.

Para decirlo de otro modo, el uso altera los sentidos de las palabras, a veces las pierde (a Borges le gustaba recuperar vocablos olvidados y muy bellos como “sueñera”), otras muchas, resignifica, es más: éste es el movimiento más constante, porque tiene que ver con los cambios en las estructuras sociales que suelen darse en un tiempo prolongado. Lo mismo que decíamos sobre gaucho puede aplicarse a compadrito que ha pasado de ser un sustantivo que describe a un sujeto social concreto para pasar a ser un adjetivo.

En la nueva inflexión del insulto, “yuta” aspira a reemplazar a “puta”. Y en esto entran a jugar dos cosas; por un lado, que la idea de sinónimo es el nombre que se le da a algo que es apenas una aproximación. Los sinónimos intercambiables no existen.  No es lo mismo decir zapato que calzado, níveo que blanco, o sándwich que emparedado. Lo otro tiene que ver con la sonoridad de las palabras. Lo que planteaba Fontanarrosa que en el “mielda” de los cubanos se perdía todo el sano énfasis de “mierda”, pues la fuerza residía en la erre puede aplicarse a puta y yuta. La pe se traba para salir de los labios, hay que hacer fuerza, fuerza que se transmite a “puta” y que se reduplica si agregamos el “que te parió”. En ese esfuerzo también aparece algo de placer, es descarga y felicidad.

Déjennos putear sin yutas. Qué carajo.