Un sauce tan solitario como el niño que cuenta o imagina el mundo que lo rodea. Una trama en que la fabulación y la tristeza juegan del mismo lado de una realidad que no es tan verdadera como podría pensarse.
Al fondo de casa había dos limoneros, un palto que compartíamos con el vecino porque tiraba la medianera abajo un poco hacia su casa y un poco hacia la mía, dependiendo el año o la temporada, y que nos controlaba a gusto y nos hacía convivir a la fuerza porque, de todos modos, daba unos frutos que le agradecíamos al punto de ofrecerle sacrificios humanos en caso de ser necesario para seguir obteniéndolos y, bueno, también teníamos un sauce. Todo eso, en el jardín del fondo. Adelante había otros, también. Pero estaban a la vista de todos y crecían con los vicios de todos. Los del fondo eran nuestros. Tenían nuestros fantasmas. Vivían nuestros días. Y los de algún amiguito asustado, pero eso cuando había amiguitos.
El sauce estaba completamente de nuestro lado, al fondo, al lado del depósito que yo quería que algún día fuese mi casa porque yo de ahí no quería irme por más que lloraba todos los días por hache o por be. A los limoneros los había plantado yo con unas semillas que había comprado la vez que saqué algo de plata por la primera comunión. Como había mentido cada vocal en el confesionario previo a la recibida, alguna culpa me hizo gastarme lo que me daban los vecinos por estar vestido de santito y compré semillas y algunas cosas para mi hermana menor a la que le decía gorda cada vez que la miraba a los ojos y durante la confesión pensé en eso, lo pensé diez veces, pero no se lo conté al cura. Así que planté, por culpología pura, no un árbol sino dos. Bah, nunca pensé que fueran a crecer, pero crecieron rápido y algunos años después ya teníamos limones como para despedir a las visitas siempre con una bolsa llena. Al palto lo plantó el padre del vecino, y ahora el vecino era huérfano y pasaba bastante tiempo encerrado en su casa porque, como decía mi viejo, alguna herencia se lo permitía, pero también decía que le iba a durar poco porque había tomado nuevas costumbres bastante caras. Para la segunda camada de limones, yo ya sabía que se refería a putas y merca.
Ya no teníamos los árboles de la vereda, esos de hojas grandes de los que nunca me acuerdo el nombre, pero me volvía seguido el recuerdo de la pintura que le ponían para hacer que se fueran las hormigas o para la fiebre amarilla, como decía mi viejo, cosa que también se había quedado en costumbre porque fiebre amarilla ya no había y las hormigas jugaban a pista de nieve con la pintura del tronco. Pero todo el barrio y todo el mundo pintaban en esos años los troncos con brochazos de cal y no íbamos a quedar afuera de eso que era tan fácil. Del resto de las cosas, no lo sé. Nunca entendí muy bien nuestra posición. Pero cuando no quedábamos afuera por ellos, quedábamos afuera por nosotros.
Al sauce, sin embargo, todos le conocían la posición. Estaba ahí de antes que la casa. Y la casa estaba ahí hacía rato, antes que nosotros. A veces pensaba en qué tan atrás había que remontarse para saber quién lo había plantado, pero por momentos entendía que no, que no era posible, que a ese sauce llorón no lo había plantado nadie, no era parte de ninguna decoración. Ese árbol sobrevivió al desmonte de la zona en el tiempo de parcelar las cosas y proyectarlo como barrio. La casa, creo yo, se hizo con el sauce porque nadie se habría atrevido a tirar abajo semejante elemento decorativo natural, calculo, tan hermoso, tan lleno de vida –literalmente: toda una ciudad de arañas, abejas y lauchas tenía su mundo ahí arriba–, y terminé pensando, después de la comunión, después de recibirme y mentirle a Dios en la cara de su empleado más cercano, después de las infinitas pesadillas respecto a los espectros que le vagaban a la iglesia vacía cada vez que teníamos catequesis, que el sauce no era solo vida, era energía. Por más que yo de energía solamente sabía que no había que meter los dedos en el enchufe. Pero así lo sentí.
Yo ya no le tenía respeto al sauce. Le tenía miedo. Durante el día, lo amaba. Me lo quedaba mirando medio enamorado y me imaginaba al árbol sin la casa y sin edificaciones cerca y a un indio tirado ahí a sus pies esperando que le llegue algún bichito para morfar. O al viejo que decían que habitaba la casa antes que nosotros, solo, esperando la muerte con unos mates respirando el aire puro del barrio que antes lo era, puro, como el aire, cuando ahora decían que ya ni el aire quedaba puro, y lo decían seguido. Durante la noche, no me acercaba al fondo, al sauce, a la zona de mi futura casa, ese depósito de tres por tres, ni que me esperara el sueño de mi vida, por más que no tenía ni la más puta idea de cuál era el sueño de mi vida. Creo que quería jugar a la pelota, profesionalmente, ¿no? Pero más todavía creo que eso lo decía para jugar a la normalidad. Porque lo que realmente me hacía sentir vivo y feliz y completo era que no me rompieran los huevos todo el puto día.
Una vez, no me acuerdo cómo empezó, en el colegio se terminó charlando del Apocalipsis –porque parecía que no alcanzaba con catequesis– y alguien tiró una cosa del tipo qué horrible sería quedarse solo en el mundo, ser el último ser humano. Y todos coincidieron: se les notaba en la mirada y en cómo apretaban la cartuchera los que pegaban el gritito. Yo, sin embargo, tuve esa revelación: mi mundo ideal estaba en ello. Me imaginé paseando por las ruinas de la humanidad con un rifle en el hombro por si algún león perdido se le ocurriese atacarme, pero feliz. Por más leones y lobos que caminaran por la avenida Centenario acá a unas treinta cuadras. Por más que a la noche no hubiese programación. Podía lidiar con la noche. Porque yo había crecido con el sauce al fondo. Fantasmal. Con las ramas peinadas con volumen. Como un halcón en el momento preciso en que empieza a desplegar sus alas. Cuando había luna llena, el entramado de hojitas y ramitas, millones por millones, alimentaba la imaginación como pocas drogas y vecinas podían. Creo que cualquier persona que se dedica al arte debería tener un sauce en su casa. Yo miraba por la ventana mientras mi hermano fumaba antes de quedarse dormido –me quedaba despierto porque ya iban dos veces que se prendía fuego el colchón con él encima y ya tenía una marca para siempre en el brazo y otra en la oreja– y aprovechaba el rato para sacarle formas a las ramitas inundadas por la luz de la luna y nunca aparecían cosas lindas, qué sé yo. Pero eran formas y yo la tele disponible no la tenía nunca, así que era como estar en el cine, pero solo y con vaya uno a saber quién de proyectorista. Capaz que era mi cabeza, no el sauce, por eso de alguna manera lo amaba como lo amaba. Durante las tardes de verano, yo iba con la pelota globo esa trucha que siempre comprábamos porque las buenas eran imposibles de pagar y me quedaba al fondo, bajo su sombra, rescatado de la tiranía del estío y me daba unas vueltitas por el tronco y relataba algún partido de River y algún gol de Francescoli si acaso llegaba a la parte del gol porque después de algunas vueltas con la pelota al pie me mareaba de puta madre y me caía. Una vez me desmayé y me desperté con la caída del sol y me levanté y corrí rápido rápido y mientras corría me meaba encima hasta que me metí en casa y cerré la puerta de la cocina y me apoyé con la espalda y sentía que algo raspaba la madera pero capaz que era el golpe que había despertado a la madera, toda quieta todo el día porque en el verano yo siempre o casi siempre estaba solo porque mamá trabajaba y papá no sé, andaba. Mi hermano ya era callejero fanático y tenía amigos y los míos ya no estaban porque medio que yo no estaba muy adaptado a la cosa de las fiestitas de final de primaria ni los viajes ni los clubes ni las colonias. Pero yo tenía un sauce lleno de vida y ellos no.
La cosa es que una noche yo me quedé cuidando que mi hermano no se prendiera fuego todo y me mandé a la ventana porque justo había luna llena y era mi momento para inventar figuras horribles con las ramas iluminadas de un azul tristísimo y salieron por todos lados. El viento lentísimo le dio más vida y se movieron y me hicieron toda una obra de teatro. Vi cosas. Muchas. Aprendí un montón de lo que hay ahí detrás de las cosas. Me hice pis encima, pero recién me di cuenta cuando el rojo a mis espaldas superó el azul tímido de las cosas que salían no solo de noche sino solamente de noche en el sauce y con luna llena. Mi hermano estaba prendiéndose fuego.
Me di vuelta y miré y se sacudía entre las llamas y no parecía él porque el pelo se le había ido todito y temblaba con la boca abierta como ahogándose porque el aire se lo estaba llevando todo al fuego. Yo agarré mi única frazada y rápido me le tiré encima y se la tiré encima y lo apagué y grité por mi padre y apareció y lo vi todo diferente, más asustado que yo cuando me desmayé cerca del sauce y seguí envolviendo en el piso a mi hermano que cuando lo tiré al piso se rompió algo, un hueso débil de la pierna, supe después, y casi me desmayé de nuevo por el olor a carne quemada y papá se acercó con un balde y lo bañó y corrió escaleras abajo y pidió una ambulancia que vino rápido para lo que era rápido en mi barrio: media horita. Mientras, papá lo reanimaba y lloraba como padre al que le había repetido de grado de primaria un hijo.
Mi hermano sobrevivió y, por suerte, el accidente le hizo dejar de fumar. Aprendió a usar un aparato con el que podía apretar unas teclas y hablar por ahí, bah, hacerse entender, como decía mami, y por más que ya nadie decía que él era él para mí sí era porque se le veía en los ojos que habían salido muy bien del accidente. Cuando lloraba, la piel quemada se le veía más, no sé por qué. Era como las imágenes que salían de las ramitas del sauce cuando había luna llena. Yo, entonces, más tranquilo de que no se iba a prender fuego con los cigarrillos nunca más, salía más de la habitación y buscaba cosas en la calle hasta que me di cuenta de que nadie quería ser mi amigo y me empecé a juntar más con el sauce porque nunca sabías lo que podía pasar, por más que al resto le parecía que era solamente un árbol. Así que jugué al indio que esperaba comida y un día pasó que sí, que me moría de hambre ahí sentado porque me había propuesto no ir a la heladera para jugar bien al indio sin hacer trampa y en un momento, como un día después, apareció una ratita de arriba que se me puso al lado y yo le clavé el cuchillo porque de verdad que tenía hambre y le hice un corte que no sé cómo pero lo sabía bien y me hice un fueguito con maderas y lo prendí con una piedra por más que nunca lo había aprendido y la cociné y estaba muy rica. Después, por suerte, llovió y tomé agua. Mamá me agarró tomando agua de una hoja que iba directo a mi boca y me sacudió y me dijo qué hacés loco de mierda. Y sin querer la toqué con el cuchillo pero porque me dio miedo y después la cosieron y se puso bien y me dijo me diste miedo y yo le dije vos también, ma.
Un día, un tipo que decía que hacía historia vino a mi casa para sacarle fotos al sauce porque decía que era el último que quedaba en la zona de cuando la zona tenía cerquita un lago, que es el que ahora tiene a toda la villa en el pozo donde había agua. Yo no lo podía creer y me vio la boca abierta y me dijo que era cierto, que antes había un lago donde ahora hay villa. Y le dijo antes a mi mamá señora, ¿le puedo sacar fotos al sauce? Y ella dijo no sé, yo no sé, pídale al chico que es el dueño. Y el tipo me miró y me lo pidió con la sonrisa divertida pibe, ¿me dejás sacarle unas fotitos? Y yo, no sé por qué, le dije que no, que no se puede. Y el tipo se tiró para atrás y empezó a caminar como cangrejo con cara de pececito asustado y después se paró normal y empezó a correr como quería correr yo para ser jugador de fútbol.
Cuando mi hermano no quiso dormir más en la misma pieza, supongo que porque ya no lo cuidaba mucho, papá dejó de ir por ahí y se empezó a quedar más en casa y un día –bah, una noche, porque pasó algo a las tres de la mañana y se quedó despierto en la cocina con todas las luces prendidas– decidió que había que sacar el sauce. Como hice berrinche, me ataron en una silla y mi hermano por primera vez ayudó en algo después de mucho tiempo y agarraba un hacha con dos deditos si golpeaba con la mano derecha y con tres cuando golpeaba con la izquierda. Un señor amigo de papá vino a ayudar y sacaba montonazos de ramas enormes y blanditas con todas las hojitas que me regalaban formas de noche y yo lloraba y pataleaba pero igual lo seguían sacando. En un momento grité mucho y papá, mi hermano y el señor se me pararon a unos metros y me miraron gritar y el señor se hizo la señal de la cruz y apareció mi hermana y aunque tenía poquitos años dijo yo ayudo y agarró un balde para juntar tierra y tirarla más en el rincón, al ladito de mi futura casa, el depósito.
Se escuchaban unos grititos de rata muy fuertes, pero nunca vi a las ratas.
Dos días después, cuando terminaron de sacar las profundísimas raíces del sauce, muy metidas debajo de la casa, me soltaron y lloré. Mi papá vino a abrazarme y me dijo que ella no iba a volver, que ya estaba, que ya estaba. Y después tomé una buena merienda y le pregunté por mi hermano.
–Tu hermana está bien. Va a estar bien, estoy seguro.
–¿Y él?
–¿Él quién?
–Mi hermano, te dije, pa.
Qué hermano, creo que le escuché decir, mientras volcaba el mate y me miraba a los ojos como miraba yo al sauce durante las noches de mucha luna.
Luis Mey ha escrito varios libros- entre ellos Los pájaros de la tristeza, En verdad quiero verte pero llevará mucho tiempo y la novela de terror Macumba. También publicó Diario de un librero, donde cuenta sus experiencias en el oficio.