Llegar al punto final de un libro, ese momento del abandono tiene cierto parentesco con la muerte. Dos amantes, una novela de Mario Levrero y un viaje donde de modo lento todo se va quedando atrás.
Mcl era hija de una pareja de jugadores empedernidos que la había dejado al cuidado de unos tíos entrerrianos a los diez años. Jorge, hijo de un locutor de radio y de una profesora de historia porteña. Por una simetría extraña, ambos acababan de graduarse en la carrera de letras, aunque en distintas universidades. Se propusieron viajar juntos a Europa.
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El único libro que llevaron desde Buenos Aires fue La novela luminosa. Lo eligieron como emblema de un amor que nacía. No era una novela, sino un diario motivado, en principio, por la posibilidad de retomar los capítulos de una novela que muchos años atrás el autor había dejado inconclusa por no sentirse todavía preparado. Los capítulos de esta novela, de cualquier manera, estaban incluidos al final, como incrustaciones preciosas.
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En Lisboa, con cincuenta páginas leídas, se preguntaron qué sería de ellos cuando el diario terminara. Les parecía incompatible amarse y vivir sin La novela luminosa. En Sevilla, en la página cien, comprendieron que había una serie de fenómenos parapsicológicos que sólo se explicaban bajo la influencia de Mario Levrero. Él soñó con el cerebro de Mcl tallado en una roca gigante y con un tío que lo recorría a pie. Ella, al despertar, le dijo que había soñado con su tío Eduardo.
Tres días después, en Madrid, Jorge fue de visita a un colegio para ganarse unos pesos hablando de literatura latinoamericana. Los alumnos de diferentes niveles se reunieron en un patio. En el fondo, entre hileras de cabezas morochas, distinguió los ojos verdes de Mcl, sus facciones enmarcadas en los rasgos plenos de la infancia, el mismo pelo castaño. Los ojos estaban fijos en Jorge con una familiaridad perturbadora. Cuando terminó la charla, él buscó a la niña, pero se había esfumado. De regreso, encontró en su celular un mensaje de Mcl. “Estaré ahí, en el fondo, cuidándote, con forma de niña”.
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Durante días evitaron que el encantamiento del diario de Levrero interfiriera en el viaje y dejaron de leer. Pensaron en abandonarlo en el banco de una plaza. En París llegaron a la conclusión de que todo era una casualidad y no tenían que dejarse amedrentar por supersticiones. Volvieron a leer. Atravesaron un umbral riesgoso, la página ciento noventa y ocho. A esa altura del diario, los fenómenos que tienen lugar en torno a una paloma muerta acaparan la atención del narrador. Cada día, en la azotea donde yace el cadavercito, se dan extraños rituales de palomas que reflejan el costado más tribal del hombre: cortejo, luto, canibalismo, necrofilia. Andando por las calles de Ámsterdam, Mcl sufrió entonces un accidente inexplicable: una paloma idéntica a la del diario, con el pecho blanco revuelto, se estrelló contra su cara y cayó muerta. En vez de recogerla y conservarla como prueba de una fatalidad que los acechaba, huyó con la impresión de haber cometido un crimen. Tardó dos días en confesar lo ocurrido. Jorge dudó. Se preguntó si ella no tendría instintos de bruja. Se dijo que, de ser así, no tenía sentido seguir amándola. Al rato advirtió que esta ocurrencia era absurda. Podía amarla o no, pero no podía saberlo hasta terminar La novela luminosa.
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Hicieron una pausa. Se confesaron amor eterno.
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En Bruselas volvieron a leer. “Claro que me sumerjo en el mundo de la máquina para no sentir ese dolor, que más que dolor es nostalgia, o una especie de nostalgia, como la de los tangos, que no está referida obligatoriamente a un hecho concreto, a una historia vivida”. Habían colonizado ya más de la mitad del diario. Ella notó comportamientos extraños en él y temió que el amor durara lo que el libro. Entonces, contra su voluntad, se propuso espaciar la lectura e hizo una lista de comportamientos anómalos atribuibles al diario, una lista secreta con la cual exorcizar el temor a perder a Jorge. La lista incluía las siguientes conductas:
– Lavarse los dientes durante catorce minutos.
– Dormirse después de las cuatro de la mañana y no levantarse antes del mediodía.
– Bañarse esporádicamente y no cortarse las uñas.
– Afeitarse menos de una vez a la semana.
– Permanecer ante la pantalla de la laptop durantes horas.
– Quejarse a diario de la imposibilidad de comer milanesas en Europa.
Aunque podría haber extendido la lista a diez o doce puntos, se detuvo. Era suficiente para analizar la relación entre el diario y la conducta de Jorge.
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“Detrás de cada muerte hay un amor”, leyó o, mejor dicho, recordó haber leído el día anterior y sintió que la frase activaba una melancolía paralizante. Siempre había pensado, ante la falta de amor, que si éste llegaba en algún momento iba a tener que enfrentar la idea de perderse.
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Al día siguiente tomaron un tren hacia Berlín. En el viaje casi no hablaron, aunque en un baño, parados, hicieron el amor. Luego Mcl identificó en él un rasgo de tristeza. Desde el primer día había percibido en el rictus de sus labios una amargura devastadora. A veces le atraía, otras veces le espantaba. Ahora se había extendido a la mirada y se reflejaba de manera fantasmal en la ventana del vagón, como si Jorge se hubiera dividido en varios hombres. La desolación que transmitía el reflejo era indefinible. Sólo una mujer podía captarla y procesarla sin intoxicarse. Ella cerró los ojos y pensó que estaba a salvo, porque las mujeres que aman tienen el privilegio de vivir un segundo adelantadas en el tiempo.
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Al despertar en un hotelito cercano a la estación central de Berlín, como de costumbre Mcl le contó a Jorge los sueños que había tenido. “Te tiroteaban y vos me pedías, antes de morir, que te mirara a los ojos. La mirada, en el sueño, era el modo de pasar a otra vida. No era angustiante, todo volvía empezar de cero y vos estabas vivo”. Él le contó su propio sueño: juntos huían a través de una ciudad helada y nocturna, después de un gran robo. No habían dejado huellas, pero parte de la operación consistía en separarse para distraer a posibles perseguidores.
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Una tarde, a solas mientras Mcl recorría la ciudad, Jorge jugó treinta y cuatro solitarios en la computadora con una efectividad del noventa y tres por ciento. Se preguntó cuánto más tardaría ella en volver. La extrañaba más que nunca. Él sueño lo había acercado a ella más de lo que habría creído posible en cualquier amor. Por momentos, creyó que eran la misma persona, que uno vivía adentro del otro. Extrañado de ser uno en ese momento, se tocó el mentón y percibió un bulto. Pensó que se trataba de un grano en gestación y jugó a despreocuparse. Al minuto, de manera automática, deslizó la mano hacia la zona y se pellizcó la piel. La protuberancia no era subcutánea, estaba adentro. Podía ser un ganglio inflamado o un quiste, pero no un grano. En cualquier caso, un ganglio inflamado podía ser señal de una infección o de una enfermedad terminal. Trató de recordar la frase de Levrero y le vino a la memoria, pero invertida: “detrás de cada amor hay una muerte”. La idea de morir justo en ese momento le resultó inaceptable. Siempre había contemplado la posibilidad de morir joven, pero ahora le resultaba una mala broma. Toda la vida, sin saberlo, había estado esperando un amor así, y el bulto en el mentón cancelaba la posibilidad de aprovecharlo. Sólo por Mcl la protuberancia tenía una gravitación ridícula. Sentía que la enfermedad podía amenazar y corroer el amor en un lapso muy breve; en otras circunstancias, ni siquiera se habría preocupado; como a la mayoría de la gente atrapada en la hoguera del consumo, vivir o no le habría resultado indiferente. Pero esto… justo ahora, ¿sería una traición de su propio organismo ante el bienestar? ¿O habría sido engañado por el destino? ¿Pero de qué bienestar hablaba? Se sentía peor que nunca. Se dijo que lo más juicioso habría sido desconfiar de tanta suerte y rechazarla. Un amor tan perfecto estaba destinado interrumpirse por causas naturales. El precio de ese presente sobrenatural era la renuncia al futuro. Lloró.
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Mcl, por la noche, notó que en Jorge la melancolía se había profundizado. Parecía blindado en una segunda capa, el mutismo. Casi no la miraba al hablar. Desvariaba un poco, no terminaba las frases, besaba con pudor. Sin embargo, a ella le enterneció escuchar un rato después que él temía morir. Era al fin y al cabo la angustia mítica de todo amante. Lo tuvo en brazos largo rato. Acarició sus hombros, la cara, el mentón, la barbilla, sin advertir la protuberancia. Jorge sonrió. Todos sus pensamientos fatalistas se evaporaron cuando pensó que si ella no había notado el bulto tal vez el mal en ciernes no existiera.
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Con el ánimo renovado, al mediodía siguiente, Jorge se propuso recorrer Berlín junto a ella. Mientras esperaba a que ella se bañara y se vistiera, permaneció frente a la ventana. Había llegado por fin la primavera a Europa. En un lapso de diez minutos, vio cómo un hombre se desplomaba en la calle y cómo algunos transeúntes intentaban asistirlo sin acercarse demasiado. Una ambulancia llegó enseguida. Por el movimiento de los enfermeros y la expresión de resignación, entendió que el hombre estaba muerto. Imaginó el llamado que los familiares recibirían en pocos minutos. Le pareció injusta la vida incluso en el primer mundo. A ese hombre de un momento a otro le había sido arrebatado todo. Y él había tenido la desgracia de presenciar cómo un hombre, quizás alguien capaz de amar, había dejado de existir.
El plan de caminar por Berlín le resultó inviable y la melancolía lo volvió a ensombrecer. Le dijo a Mcl que no podía seguir en ese hotel ni en esa ciudad. Alguien había dejado este mundo ante sus ojos. Un hombre había caído como fulminado por un rayo. Le señaló la escena. Ella lo besó y le repitió cuánto lo amaba. La policía en ese momento perimetraba la zona y embalaba el cuerpo del difunto en una funda de plástico negro. “Materia numerada”, pensó Jorge en voz alta. Ella permaneció muda, con un poco de culpa, como si entre sus sueños y la realidad existiera una relación que escapaba a las leyes de este mundo. Le parecía escalofriante que la muerte hubiera pasado ese día frente a su puerta. Consintió la idea de dejar Berlín.
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Durante el viaje a Budapest, él olvidó la protuberancia y propuso retomar la lectura de La novela luminosa. Al llegar ambos tuvieron la misma sensación, aunque ninguno se la reveló al otro: ya habían estado en ese lugar, ya habían tenido una vida ahí. Incluso el idioma que hablaban los habitantes tenía la solidez de los idiomas transparentes que se entonan en los sueños.
Quizás por todo eso decidieron alojarse en un hotel que excedía el presupuesto que tenían calculado para cada noche de ese largo viaje. El edificio databa de mil novecientos dos y había sido construido durante el imperio austrohúngaro, para alojar a funcionarios de Francisco José I. Durante la ocupación soviética, había alojado a militares de alto rango y tras la caída del muro de Berlín el edificio había sido vendido y restaurado y alojaba parejas de turistas cincuentones, en general alemanes o escandinavos.
Ocuparon la habitación más económica, en un tercer piso por escalera. Al entrar se quedaron paralizados largo rato. Los acompañó el mismo déjà vu: también ahí habían vivido. El cuarto estaba ambientado como un siglo atrás. Las cortinas gruesas, los sillones tapizados en brocado color ciruela y una cama de hierro forjado, completaban la postal de ese nido en el que terminarían de leer, sin darse cuenta, La novela luminosa.
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¿Cómo terminaron el libro? Así: Jorge otra vez estaba de ánimo taciturno. Ella pensó que la única manera de rescatarlo era retomar la lectura del libro que desde el principio perimetraba el amor. En el tren habían terminado el largo diario que precedía a los capítulos de la novela luminosa en sí. La idea levreriana de una regresión voluntaria hacia otro tiempo y otra identidad, la idea de un ejercicio que permitiera salvar el don y continuar una novela milagrosa, les resultó angustiante. Recién ahora comprendían que esa regresión tenía el carácter de un sacrificio y conducía hacia una dimensión desconocida.
Leyeron los capítulos de la novela inconclusa que había quedado en el escritor como una espina. Cuando terminaron había amanecido. Entendieron por qué el autor nunca había podido continuar esa novela y había urdido un diario para apuntalar la espera. Se trataba de un testamento anticipado. Y los testamentos se completan cuando alguien muere. Entendieron por qué ese diario de fobias y rituales que preludiaba los capítulos de la novela en sí, era el rastro de alguien que se despedía.
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Ellos no querían despedirse. Pero se durmieron y despertaron abrazados, cuando atardecía, con sed y mucha hambre. La habitación lucía fantasmal. Igual –o quizás por eso mismo-, hicieron el amor. La calma del edificio contrastaba con el ruido de autos que llegaba desde la calle, como si afuera hubiera brotado un mundo futuro. A la vez, conservaba el espíritu de un palacio a punto de ser asaltado. Jorge pensó que no podrían salir de ahí por un tiempo. Estaban encerrados. Mcl, que tenían que animarse a bajar las escaleras y reencontrarse con el nuevo mundo.
Como si intuyera que no iban a volver, él escondió La novela luminosa en un cajón de la mesita de luz. Pasajeros del futuro podrían reverla y atravesar con otra suerte el sacrificio de un escritor.
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Comieron, caminaron hasta medianoche por la ciudad, y en el puente Isabel, se detuvieron a observar la luna sobre el río Danubio. No pronunciaron una sola palabra de despedida. Ella fue la primera en lanzarse. Él pensó que tenía tiempo de dudar, volver atrás, improvisar una regresión voluntaria al día en que se conocieron, pero al escuchar el peso de ella entrando en el agua, una especie de viento helado que reconoció como el aliento de otra vida, le procuró la fuerza necesaria para saltar.
Oliverio Coelho es escritor y crítico. Entre sus libros, Parte doméstico, Bien de frontera y Un hombre llamado lobo.