El encuentro de oficinista de hábitos rutinarios y universo ordenado con alguien a quien no reconoce en la escalera del subte abre las puertas a un pasado olvidado que regresa sin contemplaciones.
No soy machista. Reconozco cuando una mujer sabe hacer las cosas. Patricia, sin ir más lejos, se ganó el puesto a fuerza de empeño y sacrificio. Por eso es jefa. Qué duda cabe. Nunca creí esas estupideces de pasillo. Que se acuesta con Bonifacci, que la vieron en posiciones comprometidas en la oficina de Maluendez. Me parece pura envidia. Hablan porque no son capaces de seguirle el ritmo, de quedarse horas sin cobrar una sola hora extra. Hay que reconocer que la petisa trabaja. Y mucho.
Lo que sucede es que soy aficionado a la estadística. Es irremediable. Algunos pueden llegar a suponer que es una obsesión, una tarea un poco gris y absurda, sobre todo en un país como este donde no se confía ni en la lotería. ¿Quién le da crédito a los números, se me dirá? Pero a mi me gusta ver como van apareciendo las barras, los gráficos de torta, las columnas en rojo y azul sobre la pantalla de la jefa, cuando le mando el prolijo recuento numérico. Me emociona ver el resultado de un trabajo a conciencia.
Por eso, creo que es por eso, puedo calcular exactamente donde permanecer parado para tomar el vagón correcto del subte y dónde colocarme para bajar exactamente frente a la escalera mecánica de salida. Se también, por pura estadística, que cuando intento subir peldaño por peldaño, tengo que colocarme a la izquierda. Es una convención, seguramente, pero ampliamente confirmada por mi. Siempre y cuando no se cruce una mujer. Sí. En el noventa por ciento de los casos, si la fila izquierda no avanza, es porque hay una mujer que se coloca del lado equivocado impidiendo que, quienes venimos detrás, continuemos el ascenso suplementario. ¿Por qué pasa? ¿Por qué no se corre uno o dos pasos hacia el lado derecho? No sé. Pero puedo asegurar que en el noventa por ciento de los casos es una mujer, de mediana edad y por el aspecto, se diría de clase media y cierto nivel educativo.
Por eso cuando esta mañana me trabé en el segundo escalón y levanté la mirada, no me sorprendió ver una cabellera rubia, aunque evidentemente teñida, parada en el escalón superior, como si estuviese esperando ascender a un avión o los flashes de una multitud de fotógrafos esperando una toma exclusiva de la estrella.
Dije suavemente, permiso. La supuesta diva ni se inmutó. Quizá no me había escuchado. Imposté el mejor tono grave que pude y repetí: permiso… La rubia teñida, giró como si un moscardón la estuviera perturbando, me lanzó una mirada de furia y siguió firme en su podio como si nada. No entiende, pense. No vale la pena insistir. Efectivamente, llegamos al último escalón y no tenía sentido discutir.
En el pasillo de distribución enfilé hacia los molinetes de salida pensando en llegar a la oficina y tomarme un café, cuando siento que me toman de un brazo. La rubia, con un rápido movimiento que no advertí, apareció frente a mí con cara de pocos amigos. ¿Qué querés vos?, me dijo. Y recién allí, cuando la tuve enfrente, con sus grandes ojos marrones mirándome, caí en cuenta. En mi rudimentaria estadística no había contemplado casos de tan manifiesta ambigüedad. La rubia, bajo su abundante cabellera y sus largas pestañas postizas, escondía unos rasgos inequívocos que se correspondían con la fuerte contextura de su torso y el volumen exagerado de sus senos, sin dudas implantados. Tampoco sabía bien como responder frente a una situación así. Soy un hombre de costumbres sobrias, que responde al perfil medio de cualquier barrio y no me gustan mucho las ambigüedades ni las cosas que parecen blancas y son negras. Así que solo atiné a balbucear: ¿qué?, ¿qué dice? – Mira, ¡no te hagás el vivo que de vivos tengo el orto lleno!, si querés tocar la mercadería, primero pagá. Y si no, no jodas -.
Me pareció que se me venía encima o, peor, que me pasaba por arriba. No se si por los tacos o qué, medía como diez centímetros mas que yo y el aspecto me intimidó. Tan ocupado estaba en salir de la situación que no vi a Mariana. No la vi, pero ella sí me vio, pero no paró para ver si necesitaba algo. Yo esperaba otra cosa de esa chica pero, en fin, supongo que se le hacía tarde. Pero mirar miró y no se qué idea se habrá hecho de lo que pasaba pero fue suficiente como para que, diez minutos después, lo comente toda la oficina.
Mientras tanto yo estaba congelado en la salida del subte, sin saber bien cómo reaccionar frente a esa mole que me pedía explicaciones. Ya dije, no soy machista, pero eso no quiere decir que me sienta como si nada cuando se cruza un caso así. Me dio como un escalofrío. Yo se que hay travestis por todos lados ahora. Tampoco vivo en una ostra. Incluso, más de una vez sale el tema en la oficina porque Tino vive en Palermo y siempre cuenta que putea cada vez que tiene que sacar la basura o pasear el perro un viernes a la noche. Le gritan cualquier cosa, y hasta intentaron manotearlo. Lo que pasa es que yo no jodo a nadie, ¿se entiende? Me gusta cuando la mujer es femenina y el hombre es hombre. Y si la mujer es inteligente y trabajadora, como Patricia por ejemplo, mejor. Me parece fantástico. Todo el mundo tiene derecho a forjarse un porvenir. Pero este tipo, disfrazado, agresivo, ¿qué pretende?, ¿qué le pida disculpas por algo que no hice?, ¿por algo que ni siquiera pensé? Se me cruzó la idea de empujarlo o, bueno, empujarla y no darle mas importancia, pero el tipo o tipa, siguió hablando casi a los gritos, y yo sentí que estaba en medio de un escándalo, con todos los ojos de los que salían del subte mirándome y sonriéndose por lo bajo. Creo que me puse morado, sobre todo cuando empezó a tratarme de reprimido, perverso y otras barbaridades por el estilo. La miré con la peor cara que tengo, tenía ganas de abofetearla pero me contuve. Di media vuelta y enfilé para las escaleras de salida mientras escuchaba sus gritos y una risita histérica.
Estaba rabioso por la situación, no podía dejar de pensar en el momento de mierda que había pasado y casi sigo de largo cuando estaba por entrar a la oficina. Lo que más me perturbaba era una sensación extraña, como si ya lo hubiera visto antes al travesti, o como si fuera parecido a alguien que yo conocía.
Estuve todo el día tratando de concentrarme en la entrega que me había solicitado Patricia. Pero me costó concentrarme. Al mediodía fue peor. La jodida de Mariana contó todo lo que vio y lo que se le ocurrió agregar, supongo, y estaba todo el mundo enterado. Tino y Roby vinieron a gastarme a mi propia oficina y creo que hasta Patricia se enteró, porque cuando entró a pedirme el trabajo no podía contener una sonrisa de complicidad y me hablaba sin mirarme a los ojos. Yo estaba que hervía de la bronca pero traté de hacerme el desentendido. Sabía que al día siguiente todo el mundo se olvidaría de la situación y joderían a otro. Eso es lo que pensaba para tratar de concentrarme en mis planillas y gráficos.
Nada más pasó ese maldito día. Al día siguiente, viernes, llegué un poco más temprano y todos estaban tomando café, metidos con el fin de semana largo que se avecinaba, los viernes pasan rápido y nadie piensa en otra cosa que pasarla lo mejor posible sin trabajo ni preocupaciones. Los casados hablando maravillas de sus hijos, los solteros vanagloriándose de antemano por lo que van a hacer. Yo, que soy una persona tranquila, repasé los estrenos de la semana y pensé en pasar por el shopping a comprar algún CD o alguna novela para la noche. Estaba relajado, ordenando papeles en mi escritorio cuando me llama Mariana por el interno: “te buscan”, me dijo, sin agregar una coma. Pensé que sería Tito, el diariero, o algún proveedor con novedades. Salí hacia la entrada de la empresa y allí estaba.
Lo primero que se me cruzó por la cabeza fue huir, intenté volverme hacia mi oficina pero no pude negar lo que veía: el tipo me estaba esperando, fumando, con todo el tiempo del mundo, arreglado como la mañana anterior.
-Yo sé quien sos – me dijo mirándome sin ninguna sonrisita, sin piedad. Sin ocultar su condición de hombre. A la parálisis se sumó una especie de mareo creciente, un torbellino que me empujó a buscar y buscar dentro de mi cabeza. Por debajo del tosco maquillaje, del rimel exagerado, yo había visto ya esos ojos.
– Y vos también me conoces, aunque te hagás el distraído…-
Yo seguía buscando, mareado, dentro de mi cabeza, sin atinar a decir palabra.
– ¿Tampoco te acordás de Fernandito?, ¿o de Lucio? –
Ahí me cayeron todas las fichas. El barrio. El colegio marista. Las rabonas con Fernando, Lucio, Mario. Y ese maldito día de primavera en que se me ocurrió seguirles el tranco: cervezas, whisky berreta, estúpidas ganas de joder a cualquiera.
– Estoy crecidita, pero de algunas cosas me acuerdo muy bien…-
Yo también empezaba a recordar, algo se resistía en mí, pero el recuerdo apareció clarito, como esas escenas de películas difíciles y absurdas, que vuelven una y otra vez cuando intentamos dormir.
Habíamos llegado hasta las vías de ferrocarril, cerca de la casucha abandonada, y Fernando, que había quedado atrás, apareció con un pibe más joven, zamarreándolo, borracho como nosotros, flaquito, mal vestido, sonriendo como un estúpido, con los ojos estrábicos y con una asquerosa baba en las comisuras de la boca. Entre Lucio y Fernando lo empujaron contra la pared, lejos del agujero de la ventana que da a las vías. El pibe se quedó inmóvil mientras le bajaron los pantalones y asomó su culito. Temblaba, pero se quedó con los brazos arriba, abiertos y apoyados contra la sucia pared del fondo. Me dio asco, me acuerdo bien. Me dio asco, pero me fascinó. Solo di un paso atrás, esperando no sé qué cosa que irían a hacerle, no me hubiese animado a ser el primero pero tampoco me animaba a huir y ser el maricón del grupo. Fernando se tomó sus genitales y supuse que los usaría. Sin embargo le pidió un fósforo a Lucio, mientras alargaba una sonrisita siniestra que nunca olvidaré. Lucio le alargó la mano con una cajita de Fragata, Fernando sacó lentamente un fósforo lo encendió, con un placer que me perturbó y, sin decir palabra, se lo metió en medio del rosado culito. El pibe gritó, Lucio le tapó la boca de un manotazo y lo empujó con su cuerpo contra la pared. Después siguió otro fósforo, y otro, y otro…, mientras el pobre pibe transpiraba, lloraba y se desgañitaba en silencio, amenazado por Lucio que blandía una rama de eucalipto cerca de su cabeza.
No sé cuanto duró todo. El pibe quedó en el suelo, lloriqueando en silencio. Fernando, con la cabeza roja y esa risa descontrolada que conocíamos después de cada uno de sus tackles violentos o de las furiosas peleas del patio del colegio, simplemente dijo: vamos, estoy cansado, este negrito ya me aburre.
Pasaron muchos años. Me fui. No vi más a Fernando ni a Lucio. Pero alguien me dijo que Fernando es pastor evangelista. Raro, con esa pinta de inglés que tenía. Con esa forma de hablar tan canchero, tan rápido. Lucio se metió en la Escuela Naval, era lo que querían sus padres. Y llegó a oficial. Pero bien no le fue, porque terminó en cana cuando salió todo el quilombo con los derechos humanos. Parece que siguió siendo un desubicado. Pasaron muchos años. Yo ahora soy un hombre ordenado. ¿Qué estoy haciendo aquí?
– No me interesa nada de vos. Quedate tranquilo nene. No vine a sacarte nada. Pasó mucho tiempo, ¿no?. Una jodita juvenil la tiene cualquiera, ¿no? Y además, por ustedes tengo este oficio, mal no me va –
– ¿Y qué querés entonces, a qué viniste? –
– Nada, por ahora no necesito nada, solamente que te acuerdes, y que sepas que ando por acá, por ahí, quien te dice, estoy solita y necesito fuego y me doy una vueltita. No me lo vas a negar… –
– Mirá yo soy otro ahora, pasó mucho tiempo. Fue una estupidez que… –
– Cortala. Seguís siendo el mismo cagón. O peor, un cagón veterano. Pero no te preocupes, no me interesás, al que quiero tener cerca es a Fernandito. Ya lo encontraré. El mundo es un pañuelito, Agustín. Por más que se disfrace de cura algún día lo voy a encontrar y me voy a divertir yo -. Y se fue. Se dio media vuelta, exagerada y rápida, y se fue hacia la boca del subte. Yo no sabía como entrar, pero saqué el pañuelo, me sequé y entré, esquivando las miradas de todos. Nunca más la vi.
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