Hay objetos que, por una extraña razón, terminan por absorbernos, por integrarnos a ellos. Una pareja compra un viejo ropero y descubre que es un refugio del que no vale la pena salir.
Cuando nos mudamos aquí, compramos el Ropero. Era oscuro, viejo y había costado menos que su transporte desde la compra-venta a la casa. Tenía dos puertas con ornamentos de plantas, la tercera tenía vidrio y cuando la llevábamos en la camioneta del flete en ella se reflejaba toda la ciudad. Hubo que atarla con una soga para que no se abriera durante el viaje. Entonces, por primera vez, parada junto a ella con esa soga llena de nudos, tuve la impresión de mi propia absurdidad. –Va a hacer juego con nuestros muebles- dijo R. y acarició con ternura su cuerpo de madera, igual que a una vaca que se compra para una granja nueva.
Primero lo pusimos en el pasillo; esa sería una cuarentena antes de que entrara al mundo de nuestro dormitorio. Yo inyectaba en los casi invisibles agujeritos trementina, esa vacuna infalible contra las migajas del tiempo. A la noche el Ropero, trasplantado a un nuevo lugar, gemía con crujidos. Las carcomas agonizaban sollozando.
Durante los días siguientes estuvimos ordenando nuestro nuevo departamento viejo. En una hendija del piso encontré incrustado un tenedor con una esvástica grabada en el mango. Detrás de la boiserie sobresalían los restos de un diario desteñido y en realidad se distinguía una sola palabra: “proletarios”. R. abría las ventanas de par en par para colgar las cortinas y entonces entraba en la habitación el ruido de las orquestas de mineros, que atravesaban la ciudad rumbo al anochecer. La primera noche, cuando el Ropero se convirtió en participante de nuestros sueños, no pudimos dormirnos durante largo rato. La mano de R., insomne, erraba por mi vientre. Y luego tuvimos un sueño. Desde ese entonces siempre tenemos sueños en común. Soñamos un silencio absoluto, y que todo estaba colgado en él como las decoraciones de las vidrieras de los negocios, y que en ese silencio éramos felices, porque en todas partes estábamos ausentes. A la mañana para nada tuvimos que contarnos ese sueño, bastó una sola palabra. Y desde entonces no nos contamos los sueños.
Algún día pareció que ya no había nada por hacer en nuestro departamento. Todo estaba en su lugar, limpio y ordenado. Estaba calentándome la espalda junto a la estufa y miraba las servilletas. En su diseño hilado sin embargo no había orden. Alguien con una aguja de crochet había hecho agujeros en la continuidad de la materia. Por esos agujeros miré el Ropero y me acordé del sueño. Era desde él que fluía ese silencio. Estábamos frente a frente y yo era lo frágil, móvil y pasajero. Él simplemente era él mismo.
De una manera perfecta era aquello que era. Toqué con los dedos el pomo bruñido y el Ropero se abrió ante mí. Vi las sombras de mis vestidos y dos trajes gastados de R., en la oscuridad todo tenía el mismo color. En el Ropero en nada se distinguía, ni mi femineidad de la masculinidad de R., tampoco tenía importancia si algo era liso o rugoso, oval o anguloso, lejano o cercano, desconocido o familiar. Me llegaron olores de otros lugares y tiempos que no conocía. Dios mío, sin embargo, me recordaban algo, algo tan conocido, tan cercano, que no alcanzarían las palabras para nombrarlo (porque las palabras necesitan cierta distancia para nombrar). Mi figura cayó en el alcance del espejo en el exterior de la puerta. Me reflejé en él como una forma oscura, apenas diferente de un vestido colgado de la percha. No había diferencia entre lo vivo y lo inanimado. Entonces eso era yo en el ojo espejado del Ropero. Ahora alcanzaba solo levantar el pie y entrar al interior. Lo hice. Me senté sobre unas bolsitas de polietileno con lanas y oí mi respiración potenciada por el espacio cerrado.
Cuando la mente queda a solas consigo misma comienza a rezar. Porque así es la naturaleza de la mente. “Ángel de la guarda, dulce compañía” – vi a mi ángel con un rostro tan bello, que debía estar muerto; “no me desampares” – sus alas enceradas abrazan amorosamente el espacio en torno a mí. “Ni de noche” – el tiempo que se hace lento cuando se pone el sol; “ni de día” – el olor del café y la claridad de la ventana hiriendo los ojos dormidos; “de día” – ser se convierte en lo mismo que experiencia, ruido, movimiento, un millón de actividades sin sentido, “de noche” – el cuerpo inerme, abandonado en la oscuridad, “sé en todo mi guía” – el ángel que vigila a los niños que caminan junto al abismo. “Guarda, defiende el cuerpo y el alma mía” – paquetes de cartón con el rótulo CUIDADO FRÁGIL, “hasta que amanezca en los brazos de Jesús, José y María. Amén” – en la semipenumbra del Ropero los vestidos colgados.
Y desde entonces todos los días el Ropero me aspiraba dentro de sí, era un gran embudo en nuestro dormitorio. Primero me pasaba así las tardes, cuando R. no estaba en casa. Luego hacía de mañana solo lo imprescindible, las compras, el lavado, algún teléfono y entraba al Ropero, cerrando silenciosamente la puerta detrás de mí. En el interior no tenía importancia qué hora del día era, qué altura del año, qué año. Siempre estaba aterciopelado. Me alimentaba con mi propia respiración.
Cierta noche me desperté por un sueño, pesado como un aire denso y deseé al Ropero como a un hombre. Tuve que anudar brazos y piernas alrededor del cuerpo de R., tuve que aferrarme convulsivamente para poder seguir estando en la cama. R. hablaba en sueños, pero sus palabras no tenían sentido. Y finalmente una noche lo desperté. No quería salir de la cama caliente.
Lo arrastré conmigo y nos paramos frente al Ropero. Era inmutable, poderoso y tentador. Toqué con los dedos el pomo bruñido y el Ropero se abrió ante nosotros. Había suficiente lugar como para contener al mundo. El espejo interior nos reflejaba a los dos, desanudando de la oscuridad nuestras formas. Nuestras respiraciones, primero desparejas y entrecortadas, encontraron un solo ritmo y no hubo entre nosotros ninguna diferencia. La ropa colgada nos tapó las caras. El Ropero cerró la puerta detrás de nosotros. Así nos instalamos en él.
Al principio R. iba a algún lado en el exterior, a hacer unas compras, a realizar un trabajo o algo por el estilo. Pero luego ese esfuerzo se tornó más doloroso. Los días se hicieron más largos.
Desde las calles a veces llega la música apagada de las orquestas de mineros. El sol desaparece y vuelve, y entonces las ventanas tratan infructuosamente de atraerlo al interior. Los muebles, las servilletas y las porcelanas van cubriéndose con una capa de polvo cada vez más gruesa, y nuestro departamento continúa inmerso en la oscuridad.
Olga Tocarczuk obtuvo en 2019, junto a Peter Handke, el Premio Nobel de Literatura. Entre sus libros, Alma perdida, Relatos bizarros y Los errantes.
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