A veces parece que son nuestros hijos, pero nunca es del todo seguro. Una madre enfrentada a ese dilema que trata de resolver de la manera más desesperada y cree haberlo logrado.
Desde el estacionamiento escucho gritos que, arrastrados por el viento, se estiran como aullidos. Apago el motor y, por un momento, me quedo quieta, con las manos en el volante. Después bajo, conecto la alarma, y mientras sostengo la cartera en mi hombro cruzo la calle por la mitad de la cuadra, aprovechando que no vienen autos. Me apuro, como si quisiera escapar de los gritos que, al aumentar su volumen, parecen correr hacia mí. Toco el timbre, no se escucha. ¿Habré tocado bien? Vuelvo a tocar pero los aullidos, tan fuertes, tan cercanos, no me dejan escuchar, aturden, y aturden como para ocultar algo, un secreto, una verdad que de ninguna manera debería revelarse.
Adentro del colegio es un hervidero de gente, de voces, de aliento a café y desodorante barato. Los padres de las mellizas Osorio, al verme, dejan de hablar y apartan la mirada; la madre de Pacheco se acerca a la de Gutman y le dice algo al oído; la de Chinsky le dice algo a la de Romo; la de Gruner abraza inesperadamente a la de Apter. Todos tienen algo que murmurar; susurros, codazos y muecas que, contagiadas con la viralidad de una gripe, van del disgusto a la repulsión.
No alcanzo a hablar ni a saludar a nadie porque la licenciada Gentile se me acerca y, con el taconeo urgente que la caracteriza, me lleva hacia la dirección. Por un instante, las voces en el hall de entrada se alzan, se agitan, enhebran frases de violencia creciente, pero el pestillo de la puerta al cerrarse detrás de nosotras elimina toda posibilidad de insultos.
–Tome asiento, por favor –la licenciada Gentile señala una silla con la palma de la mano hacia arriba, una orden disfrazada de gesto cortés.
Ocupo la silla rápido y sin peros: cuando la directora del colegio ordena, una siempre vuelve a tener diez años. Ella, su impecable rodete dorado, también se sienta, cabeza y brazos relajados en su sillón giratorio.
–Bien –suspira y junta los labios, los dientes apretados para tensar los pómulos de la falsedad–. Como usted sabe, nuestra institución se caracteriza por la simbiosis entre la historia y un concepto moderno de educación; en el trabajo cotidiano damos especial importancia a la educación para la libertad –se acomoda los anteojos sobre la nariz–, y los valores como el respeto a la dignidad del ser humano, la tolerancia y el compromiso social se ubican, cómo decirlo –entrelaza los dedos de las manos–, en una posición medular, sin dejar de lado, por supuesto, su relación con el mundo globalizado en que vivimos.
Me acomodo en la silla, y la cuerina lanza un crujido de caño de escape algo vergonzoso; bajo la mirada, los rojos del pudor trepados a mis mejillas. La licenciada Gentile mantiene la entonación en línea recta:
–… objetivos cercenados por algún miembro de la comunidad, nos vemos obligados a tomar medidas que conserven la integridad de la institución.
Para reprimir la impaciencia vuelvo a acomodarme en la silla, ahora con cuidado de no hacer ruido.
–Disculpe –levanto apenas la mano, como si interrumpir a una directora fuera a provocar el peor de los castigos–, no entiendo para qué me mandó a llamar…
Ella asiente con un gesto de entrecerrar los ojos de manera dictatorial y a la vez comprensiva, el interruptor que baja el nivel del discurso.
–Su hijo acaba de rociar con querosén a un maestro y a varios de sus compañeros. No los quemó vivos porque no encontró fósforos.
–No puede ser.
–Créame.
–No, no puede ser…
–Como comprenderá, decidimos expulsar a su hijo de nuestra institución.
–No, le digo que no puede ser.
–Mire, de verdad lamento mucho todo esto. Incluso en situaciones de menor gravedad hemos recurrido a sanciones similares, y por ningún…
–No entiende –me levanto de la silla–, mi hijo hoy no vino al colegio; ni hoy, ni ayer, ni antes de ayer. Reposo absoluto, ¿recuerda? Todavía no saben cuándo le van a dar el alta…
La licenciada asiente.
–Lo recuerdo, sí, pero hoy su hijo vino a clases y casi quema vivos a sus compañeros.
Ahora me mira por sobre sus anteojos, con la sofocante rigidez con que suelen mirar las directoras a los alumnos para obligarlos a confesar su crimen.
–No, justamente hoy… imposible –digo–. Hoy amaneció con fiebre, yo misma le tomé.
Fastidiada, la licenciada Gentile también se levanta, toma el tubo del teléfono y aprieta un botón.
–Que pase, por favor.
–Treinta y nueve y medio –empujo la silla para acomodarla frente al escritorio–. Ustedes se confunden, no puedo entender cómo, si yo… disculpe…
Cuando apoyo la mano en el picaporte para irme, se abre la puerta de la dirección y entra Tavito arrastrando los pies. Su expresión tranquila, liviana, de adolescente que vive en su mundo de videojuegos, contrasta con las manchas de aceite en su guardapolvo. La licenciada Gentile taconea hacia él, saborea cada paso de su caminata triunfal.
–¿Y? ¿Treinta y nueve y medio decía?
Tavito me mira y después baja la vista. Tiene el pelo húmedo, como si antes de venir a la dirección se hubiera bañado; los ojos brillantes, los labios hidratados y esponjosos, las mejillas suaves, rosadas, sin nada de acné. Se ve más sano que nunca.
–Yo… ¿él…?
–El legajo para su traslado a otro colegio pueden retirarlo por secretaría a partir de mañana, aunque no estoy segura de que sea admitido en otro colegio. Tampoco estoy segura, pero creo que debería pasar un informe a la policía. Ahora si me disculpan… –señala la puerta con un gesto de mano hacia arriba, forma sutil de pedirme el culo para darme una buena patada.
En el patio ya no hay ni alumnos, ni profesores, ni siquiera algún ayudante de maestranza. ¿Habrán suspendido las clases? ¿Habrán mandado a todos a sus casas por culpa de mi hijo? Tavito arrastra los pies, aunque mantiene la cabeza erguida como quien no se arrepiente; avanza tranquilo por entre el mar de pelusas flotantes que descubre el sol de este mediodía.
–Subí –le digo al empujarlo adentro del auto.
Sube y se acomoda como si nada, como si tuviera seis años, como si yo lo hubiera esperado a la salida del colegio para llevarlo a la heladería. ¿Sería invento suyo lo de la fiebre, las convulsiones…? En el primer semáforo, saco el celular de la cartera y marco el número de casa; con la vista en el vidrio, en el inexpresivo reflejo de Tavito, escucho los rings de la llamada. Tarda en atenderme un hola asmático y algo gangoso, sin dudas apagado por los embates de la temperatura.
–Perdón, mi amor, quería saber cómo estabas. ¿Cómo estás?
Apenas corto, fijo la vista en el Tavito que está sentado al lado mío.
–Vos…
Extiendo un brazo, dudo entre tocarlo y no tocarlo aunque me quedo quieta, las manos a una distancia prudente.
–¿Quién sos? –vuelvo a mirarlo, pero esta réplica ni se inmuta–. Me vas a decir quién sos ahora mismo… –no responde, no se mueve–. Ahora mismo, dije. Eso, y qué pretendés haciéndote pasar por mi Tavito… –ni siquiera parece inflar el pecho para respirar–. ¿Quién te mandó? ¿Rocha te mandó?
Cuando el semáforo cambia a verde, pongo primera y acelero, aunque no sé si girar en Donato Álvarez o seguir por Avellaneda, si acelerar o frenar en la próxima esquina y bajar a este Tavito del auto.
–¿Para qué te mandó?
Doblo en Honorio Pueyrredón, y al girar el volante alcanzo a ver de reojo que este Tavito le sonríe a las siliconas de una morocha.
–Qué… –le palmeo el hombro– quién sos, te dije…
Freno en la esquina de Arengreen y enciendo las balizas, pero los neones de un albergue transitorio, que resaltan bajo la sombra de un toldo curvo, me dan una idea mejor. Apago las balizas y entro al garage. Estaciono sin prestar atención a las líneas amarillas que, a esta hora y sin autos, parecen viejas cintas de procedimiento policial.
–Bajá –le digo, y él, que sigue a la perfección el papel de hijo obediente, baja.
Paneles con ledes de colores sobre paredes blancas, cuadros hechos con venecitas rojas en degradé. El pasillo nos lleva directo a la cabina de recepción, donde un hombre de bigote marmolado nos recibe con la vista fija en un monitor de computadora.
–¿Una standard? ¿Una suite? ¿Una doble con hidro? –nos pregunta sin moverse.
Tavito manotea un caramelo de cortesía, rompe el envoltorio y se lo lleva a la boca.
–¿Y, mami, una con hidro? –dice el de bigotes.
¿Mami? Cartilla de rojos: rojo sangre, rojo labio, rojo lava, rojo ladrillo, rojo diablo, rojo atardecer, rojo Marte, rojo Ferrari, rojo neón, rojo rosado, rojo semáforo, rojo tomate, rojo frutilla, rojo vino, rojo óxido, pimiento, fuego, jaspe, rubí y más, todos los rojos que pueden mezclarse y crearse en este mundo se revuelven de pronto en mis mejillas.
–Sí, está bien –digo sin saber qué es lo que está bien, y pago sin esperar el vuelto.
Una habitación cien por ciento Rocha. Rocha en las cortinas de voile y en los alzapaños de hierro, en los flejes de gasa entrecruzados en el techo y en las columnas dóricas a cada lado del somier; Rocha respira en cada cuadro, en cada adorno, en cada átomo de arte, y vuelve a hablarme de los griegos y los romanos, de sus estúpidos bajorrelieves con sus estúpidos cuentos de luchas entre estúpidos híbridos de hombres y animales; es el Rocha de siempre que vuelve a enredarme con su palabrerío de artista y sus aires de superioridad; es el muy hijo de puta que vuelve y sigue volviendo cada vez que intento olvidarlo, olvidarme de él y de todo lo que tiene que ver con él, de los ocho años en que me cagó la vida a mí y al pobre Tavito. Tavito… Giro la cabeza a un Tavito sentado en la cama, quieto, igual de inexpresivo que en el colegio y en el auto.
–Decime –le digo–, ¿vos me escuchaste cuando hablé por teléfono? –nada–. Hablé con Tavito, mi Tavito, que está enfermo en casa, ¿me decís de una vez quién sos, por qué mierda te hacés pasar por él, por qué querías quemar a tus compañeros?
Nada de nada, ni un mísero parpadeo. Manoteo el control remoto y enciendo el televisor: entre saltos, giros y gemidos, dos mujeres frotan su desnudez contra un caño de metal; Tavito, como si se le hubiera activado un despertador interno, redondea los ojos.
–¿Te gusta? –le digo, pero no responde, aunque sus ojos siguen cada movimiento de la pantalla– ¿querés mirar un rato?
No me responde, pero mira y no deja de mirar. Cuando despacio levanta la mano de la cama y la lleva dentro de su pantalón, me apuro a cambiar de canal: paso por un partido de tenis, el noticiero de chimentos de la tarde, un programa de cocina en el que adoban un cerdo, una propaganda de Huggies, y me detengo en unos dibujitos animados, donde una princesa sopla en la boca de un sapo anaranjado hasta hacerlo reventar. Aunque sin gestos de impresión o asco, Tavito se mueve y la cama rechina.
–¿No te gusta esto?
Niega. No tiene lengua, no habla, pero sabe rogar por una porno. Bien.
–Decime quién sos y por qué te hacés pasar por mi hijo –le digo, y él baja la cabeza–. Me decís y te dejo ver lo otro.
Inclina la cabeza a un lado como si pensara. Vuelvo a cambiar los canales hasta encontrar la imagen de un hombre de rasgos ¿indonesios, maoríes? que se deja untar miel en el pecho por un grupo de mujeres.
–¿Esto querés ver?
Vuelve a mover la cabeza, desesperado. Este no puede ser mi Tavito.
–Hablame entonces.
No habla, no se mueve, toda la atención prendida de las mujeres que ahora hunden sus lenguas en la miel.
–¿Qué quiere Rocha?
Me acerco despacio y de un golpe sorpresa lo recuesto en la cama. Tiro del guardapolvo, tela que escupe botones, y levanto su remera hasta cubrirle la cara por completo.
–Decime y te dejo mirar, ¿querés mirar?
Nada. ¿Por qué no dice nada? ¿Por qué no me habla? ¿Para qué lo mandó Rocha si el pibe no me va a hablar? Tiene que hablar, pienso, y hundo mis uñas en su pecho para extender unos raspones que él recibe sin gritos ni quejas. ¿Por qué no se queja? ¿Por qué no me patea, no me empuja, no…? ¿No le dolerá? A modo de respuesta asoman en su pecho unos modestos renglones de sangre que me hacen agarrar la cartera, correr al baño y cerrar la puerta, con los gemidos de la película de fondo. En el espejo, mi pelo inyectado en frizz, las ojeras grises, profundas, los párpados enrojecidos y esta sensación de aire tan espeso que no logra filtrarse por el embudo de mi garganta. Abro la cartera y la doy vuelta sobre la mesada de mármol: las llaves de casa, un paquete de Kleenex, unos Mentos de fruta, una Gillette, alcohol en gel. Me mojo la nuca y la frente con agua helada; sin secarme y de un manotazo, agarro la Gillette y vuelvo a la habitación. Tavito sigue con la remera que le cubre la cabeza, pero ahora una mano acelera dentro de su pantalón.
–Asqueroso, saque esa mano de ahí… –tiro del brazo y le hago sacar la mano–. ¿Cuánto quiere Rocha? Decime.
Él hace fuerza para devolver la mano al interior del pantalón.
–Decime, mierda –le digo, y aprieto la Gillette primero contra la yugular y después bajo hacia el pecho, donde tiene los arañazos–, decime o te juro que… –me tiembla la mano pero él se mantiene relajado, tranquilo.
¿Cómo puede estar así de tranquilo? Sin pensar, hundo la Gillette y la arrastro por el pecho sumando presión hasta cortarle, de un envión, una tetilla. La sangre surge en un chorro continuo y viscoso pero Tavito no grita, no se queja, ¿por qué no grita, por qué no se queja? Suelto la Gillette y me aparto, tres lentos pasos hacia atrás, y vuelvo a correr al baño.
–Decile a Rocha que venga a hablarme, ¿escuchás?
Un momento más tarde, vuelvo a abrir la puerta, y antes de salir del baño vuelvo a hacer foco en el espejo: la frente, las cejas, los párpados, la nariz, el cuello y, más abajo, sobre la mesada, mi cartera dada vuelta y mis cosas desparramadas junto a una tira de preservativos y miniaturas de jabón, shampoo y sales de baño. Despacio, vuelvo a acercarme a la cama.
–Ey, ¿estás bien? –desarmo la cama, y con un extremo del acolchado, hago presión en la herida–. Mirá, el problema no es con vos, yo… Decile a Rocha que venga a hablar conmigo y listo, ¿estamos?
Demasiado quieto. O desmayado o muerto. Por cómo le cuelgan los brazos… Aparto el acolchado y apoyo el índice en su pecho, con cuidado de no tocar la mariposa de sangre que empieza a coagular, y lo sacudo.
–Ey –lo sacudo y lo sacudo–, despertate…
Acerco una mejilla a su boca, pero la tela de la remera, que todavía le cubre la cara, no me deja sentir si respira o no. ¿Y ahora…? Ahora mismo llamo a Rocha, que venga y se haga cargo, porque seguro la idea de mandarme un Tavito nuevo fue de él. Yo no sé, no sé cómo hará para que se parezcan tanto. Aunque si en ocho años nunca se hizo cargo de nada…
–Y vos despertate, movete… –le digo a este Tavito.
Levanto una pierna, y con un rápido movimiento hundo el taco de mi zapato en su entrepierna, lo que le hace contraer el cuerpo, un movimiento reflejo que lo arquea como si fuera a plegarse entre quejidos agudos pero cortos, casi aullidos ahogados por la desesperación.
–Estás vivo, ¿estás bien?
Tiro del dobladillo de la remera y la desprendo de su cabeza. Tavito, los ojos bien abiertos, me mira fijo. Ya no mira la película, ni al indonesio, ni a las mujeres desnudas ni nada. Me mira a mí y solo a mí con una expresión cercana al miedo y a la piedad, al perdón, al arrepentimiento; me mira con un gesto dolorido, casi enfermo, y entonces me acerco a besar su frente, un beso suave que a él le hace cerrar los ojos aliviado, y a mí me ayuda a levantarlo de la cama, a ofrecerle el brazo para ir despacio hasta el auto, llevarlo a casa conmigo y cuidarlo como debí haber cuidado al otro Tavito.
Yanina Rosenberg es farmacéutica y escritora. Su libro La piel intrusa (Páginas de espuma), al que pertenece este cuento, fue segundo premio de la Fundación El libro con un jurado integrado, entre otros, por Luisa Valenzuela, Daniel Divinsky y Guillermo Martínez.
¿Querés recibir las novedades semanales de Socompa?