El drama de Atahualpa viendo su territorio invadido por las fuerzas de Pizarro tiene resonancias actuales, pese a los cinco siglos transcurridos. El poder tiene su propia dinámica y los manuales de estilo se repiten.Hacia la medianoche, el Capitán General ordenó ocultar su caballería por los alrededores de la Plaza de Armas y esperó con sus tropas que saliera el sol de la Nueva Castilla.

Por la mañana, el capitán se presentó ante mí y ante el séquito de miles de indígenas, para exigirme la rendición. Como me negué‚ un fraile me ofreció los Evangelios que arrojé al suelo. Entonces, el capitán ordenó que la caballería irrumpiera a sangre y fuego de arcabuces sobre nuestros hombres. La emboscada fue sangrienta, mis guerreros cayeron mortalmente en la Plaza de Cajamarca luego de enfrentarse con las alabardas y trabucos. Los prisioneros, después de ser torturados y marcados a hierro candente, fuimos repartidos entre los blancos. A otros, los quemaron vivos en atroces hogueras.

Desde entonces conocí la sed y el hambre. En vano pedí hablar con el jefe español. Sus soldados capturaron a las “acllas” (Vírgenes del Sol), por eso languidece el fuego que ardía en los altares. Ayer bebí agua por última vez, luego de arrastrarme engrillado para alcanzar el cuenco que me arrojaron los carceleros. La luz del sol ya no resplandece sobre las piedras del templo, fue destruido por los dioses blancos que cabalgan alzando sus espadas.

A mi paso se arrodillaban pueblos enteros, pero ante la evidencia de los hechos decidí pactar con los nuevos dioses. Su fuerza y destreza van más allá del poder del sol. Mi libertad y la de mi pueblo bien valen una habitación de oro y otras dos de plata. Miles de mis súbditos y cientos de animales de carga confluyen hacia Cajamarca para comprar mi libertad. Los nuevos dioses nos prestaron unos briosos animales que llaman caballos para que el pueblo cargue sobre ellos todo el oro posible. Ya algunos tesoros partieron para España y otras joyas cuelgan del cuerpo de los conquistadores. Creo que es suficiente, también se apoderaron de las mujeres y de los hombres que a látigo cultivan las tierras.

La lluvia riega los surcos del maíz, el trigo y el algodón. En otros terrones fluye un líquido negro que soldados con uniformes desconocidos vuelcan en inmensas tinas. En manadas de animales de hierro, que los blancos llaman trenes, cargan los alimentos y los depositan en el puerto para embarcarlos a otros imperios.

Lenta y tortuosamente un aro de hierro me retuerce el cuello. Ahora estoy engrillado sobre uno de los postes de la Plaza de Armas. Al levantar la cabeza veo una gigantesca cruz de madera sostenida por el hijo de un dios, que los españoles llaman Cristo, vestido con una túnica negra y una corona de espinas.

Oí decir que al negociar mi libertad con el Capitán General Francisco Pizarro pacté la primera deuda externa. Yo sólo le ofrecí el oro y la plata a cambio de la libertad de mi pueblo. Pensé que como llegaron se irían, montados en sus barcos y caballos, alzando sus cruces y espadas, enfundados en acero y ahora orlados en oro y plata. Me equivoqué, demostraron que no eran dioses, sino hijos de una maldad para nosotros desconocida. Redujeron a los hombres a la condición de esclavos y convirtieron en prostitutas a las mujeres. La realidad me sobrepasó. Yo, el Emperador de los Incas, estoy sometido a esta tortura que denominan el garrote vil. Sigo con vida porque me convertí al cristianismo, de lo contrario me hubieran condenado a morir en la hoguera.

Mi pueblo era libre bajo la protección del “Inti” (El Sol), que alumbraba los campos y las montañas por donde sobrevolaba el cóndor. Los “Chasquis” (Mensajeros) anunciaban la presencia de los visitantes y de los pumas y jaguares. La tierra era de todos al igual que los lagos y los ríos. Los invasores se reparten los campos, las ciudades y los hombres. Dicen que me salvaré si sigo pagando, si vuelvo a ofrecerles otras tantas habitaciones de oro y de plata, si les doy el guano, el cobre, el salitre y el líquido negro. A cambio de estos recursos, los conquistadores nos ofrecen protección y créditos que pagaremos con la venta de nuestros productos, si les damos en garantía estas tierras. Le piden a mi gente que reniegue del culto del Sol y abrace el amor de Cristo. Me aseguran que con los años mi pueblo volverá a producir, consumir y distribuir bienes, como cuando yo, el Inca Atahualpa, era el emperador. Para ello deberá pasar mucho tiempo. Escuché‚ que es hora de ajustes económicos y de sacrificios sociales. Los precios de nuestros productos bajan y los de ellos suben como los intereses de lo que se conoce como deuda externa.

Me piden que refinancie los créditos vencidos y compruebo que aún pagando se debe más que antes. Funcionarios de un organismo que llaman Fondo Monetario Internacional me explican que el patrón de consumo no tiene que excederse más de lo que permita la economía.

He dejado de ser el rescate. Los palacios y los templos están vacíos. El sol es una sombra que deambula entre las lianas de la selva. El oro y la plata relucen en otros imperios, aquí reina el dolor y se expande la miseria. Estoy por asfixiarme, mi verdugo retuerce cada vez más el aro de hierro que sujeta mi cuello. No puedo respirar, siento la presencia de la muerte. El Capitán General Francisco Pizarro y un tal Donald Trump lloran  hipócritamente por mi alma.

Omar Ramos es escritor y periodista. Sus cuentos y artículos han aparecido en varios medios como el suplemento Radar Libros, de Página 12, La Capital de Rosario, La Voz del Interior, Córdoba, La Nación y La Prensa.