Una provincia que guarda secretos que de algún modo la definen. Tucumán, un observatorio mandado a construir por Eichmann en su exilio argentino, la sombra nefasta de Bussi y la fundación de una metafísica propia.
Tomamos unas bebidas alcohólicas en el bar del hotel. Los dos estamos exhaustos. He dado varias clases con muchos alumnos y Edgardo viene de una experiencia traumática. En los últimos días ha sido insultado por un fotógrafo de un medio periodístico. Lo acusa de algo que él no hizo. Edgardo H. Berg, mi amigo, dice que el fotógrafo es un asno y que lo que está haciendo es una venganza por un hecho remoto. Le pido que me cuente. Edgardo se toca el pelo cada vez que se pone nervioso o recibe la atención del auditorio. Dice que quizás la venganza se relacione con un episodio que ocurrió en Mar del Plata durante el Festival de Cine. Este tipo es un amigo íntimo o quizás pareja del periodista que cubría el Festival de Cine de Mar del Plata. El periodista es hoy uno de los grandes escritores del medio, dice Edgardo, y tiene mucho poder. Vagamente esbozo una opinión lavada, atravesada por el desaliento que tengo en ese momento de la noche.
El guardia del hotel se pasea con su rottweiler y logra que el perro sonría frente a nosotros. Tomo el gesto del can y del guardia como una señal. Me levanto del sillón y le pido a Edgardo que nos veamos al día siguiente, temprano. Cuando estoy en el umbral, Edgardo dice algo que oscila entre el enigma y la provocación. Hace un gesto con la mano y dice que el observatorio es un faro en la niebla.
Como lo conozco, lo dejo seguir. Mientras camino hacia la parada de taxi, siento la lluvia frenética que moja mis hombros desnudos. Hace mucho que no me pongo una remera sin mangas. Pienso en lo que ha dicho Edgardo y entreveo que se trata de una cita encubierta, una alusión velada a un autor que no he leído. Pero luego, mientras el agua copiosa y vertical pega en los vidrios del auto blanco en la avenida, comprendo que se ha referido al observatorio astronómico que Adolf Eichmann ha hecho construir al sur de Tucumán.
2
Sin quererlo, funciono como un guía. Repasamos algunos edificios emblemáticos. Vemos la casa histórica y caminamos por el micro centro. Frente a la iglesia de Santo Domingo, Edgardo recuerda que la universidad fue fundada por el mítico padre Pósbero. A partir de ese instante no para. Ahí me doy cuenta de que él sabe más que muchos tucumanos sobre las dictaduras en el norte argentino. Pósbero recibió dinero de los militares para solventar la universidad privada y se reunía con Bussi con el objetivo de diseñar un plan educativo integral. El eje era la tríada cristiana Dios, patria y hogar. Se lleva las manos a la cabeza y se acomoda el pelo. Una vez Pósbero dio un discurso en el que pidió un aplauso para el nazi Priebke. Estaban los diputados y las autoridades de Bariloche y el cura se paró, miró al público e hizo una pausa larga. Parecía una acting para la televisión. Luego dijo el nombre del nazi, pidió un aplauso y explicó que Priebke había donado dinero para la fundación de la universidad Masta. ¿Cómo se llama eso? Yo lo miro y no digo nada. Nazismo se llama, dice Edgardo. Nazismo puro.
En contra de mis prejuicios me pide entrar a la iglesia. El silencio es sepulcral. Solo un par de devotos rezan cerca del esmerado podio. Edgardo se arrodilla y hace el gesto de rezar. Estoy absolutamente anonadado. Según mi percepción es un escéptico consumado y no entiendo lo que hace.
Al salir de la iglesia empieza a reírse sin parar. Nos apostamos en la panadería Albertus. Pido una leche cortada y él empieza con un desayuno tímido, solo un vaso con agua y un jugo de naranja. Dice que lo que hizo es un experimento sociológico. Quería saber cómo reaccionarían los fieles frente a un gesto ampuloso. Lo hace cada vez que pasa por la iglesia de una ciudad nueva. En los últimos años ha recorrido las iglesias del mundo, entre ellas Notre Dame, de París, y la catedral que está en el barrio gótico en Barcelona.
La leche cortada es deliciosa. La charla se extiende hasta el mediodía. A esa hora subimos a Villa Nougués. Damos una vuelta por el Siambón y almorzamos en Raco, es el lugar obligado. Quizás por el aire fresco o por la entrega al paisaje natural, Edgardo, extasiado frente al azul verdoso de las montañas, evoca un paseo por los parajes de Tandil. Refiere que su madre nació en Rauch, muy cerca de Tandil. Cuando habla de ella noto que sus ojos se ponen acuosos. La infancia tiene esos esplendores imposibles de evitar.
3
El tercer día Edgardo conoce a José y a Manuel, mis amigos de la adolescencia. Con ellos nos instalamos en el bar ABC, en la vieja esquina de Tribunales. Edgardo ha leído una de mis novelas y el espacio no le resulta indiferente. Quiere saber más sobre el bar y José hace una reseña histórica. No sé cómo engancha con el inicio de la universidad de Tucumán. Será por esa afición que tiene José con los esplendores perdidos de nuestra provincia. le cuenta la historia. José ha estudiado historia y filosofía y se interesa por los estudios del pasado esplendoroso de la provincia, ese pasado que solo existe como polvo en los anaqueles de la biblioteca.
Edgardo lo mira un poco sorprendido. Pregunta qué ocurrió para que Tucumán se convierta en un reducto apestoso de la derecha más rancia. Y José le explica que por Tucumán pasó el operativo Independencia y la matanza de cabezas pensantes en menos de una década. Edgardo conoce una buena parte de esos hechos nefastos y aporta algunos datos. Después se tira a la pileta con una teoría que deja a todos con la boca abierta. Según Edgardo una parte de la responsabilidad de la masacre la tienen los delirios místicos de los militares. Dice que durante el terrorismo de Estado los militares usaban mensajes cifrados, papeles con signos invertidos, números y letras. Se dedicaban a un entrenamiento especial para enviar y recibir mensajes ocultos. Ese gusto por la críptico y el secreto había sido sistematizado por un gran matemático: Alan Turing. Para los militares argentinos el problema era que Turing había sido gay y eso era visto por los militares machistas y católicos como una aberración, una afrenta a Dios. ¿Cómo podía ser que un degenerado hubiera inventado la ciencia que ellos adoraban? Por eso ni siquiera lo mencionaban. Tenían prohibido el nombre de Turing y el que lo decía era encerrado en la cárcel o quedaba condenado a rezar durante meses en una celda especial. Turing era mala palabra y los rojos, como eran llamados los guerrilleros del ERP o los Montoneros, estaban asociados al bando homosexual y pervertido de la sociedad pura y religiosa. Los milicos estaban enloquecidos con la táctica del encriptamiento y así descubrieron los planes de Robi Santucho y de los muchachos de la guerrilla en el monte.
José le dice que es una teoría interesante y luego se queda callado. Se queda inmóvil como si no supiera qué decir. Manuel, en cambio, le dice que no comparte. Y lanza sus argumentos. En un momento, la mesa se pone tensa y me veo obligado a mediar en los debates en el ABC.
Para mejorar el clima caminamos por la 9 de julio hasta llegar a la esquina de la plaza Independencia. Nos metemos en el Patio Bullrich. Y las empanadas mejoran todo lo que sigue.
4
María Eugenia Valentié llama a Alberto Rougés el primer metafísico de Tucumán, dice José como una forma de destacar lo tucumano, con cierto orgullo provinciano. Habría que pensar qué función tiene un metafísico en la provincia, ¿no? La búsqueda de los primeros principios está relacionada con las capitales del mundo, con la polis, sigue José. Pensemos en Atenas, en Roma, en las ciudades capitales durante el Renacimiento, en Londres en el periodo barroco, París en la modernidad, Nueva York en los tiempos contemporáneos. Lo que quiero decir, dice José, es que las ciudades centrales arman una cadena a partir de los principales filósofos que hicieron metafísica. ¿Qué significado tiene un metafísico en una provincia como Tucumán? ¿Significa que se pueden pensar cuestiones universales en una provincia? Claramente, la metafísica le da un plus a la provincia, la deslocaliza, la hace saltar de rango. Y Rougés fue el primer en hacer eso.
Edgardo le pregunta si no ve dependencia entre geografía y filosofía. Es decir, si para él la filosofía está atada al lugar del pensador. Concretamente, le pregunta a José si el hecho de que Ortega fuera español lo limitaba de alguna forma en su pensamiento.
Manuel interviene y sostiene que el pensamiento, cuando es verdadero, va más allá de la limitación del lugar. Ese artículo que menciona José, dice Manuel, cuenta la visita de Ortega y Gasset a Tucumán. La autora del artículo, la filósofa María Eugenia Valentié, dice que Alberto Rougés exalta a Ortega, lo elogia, y manifiesta una alegría por tener a Ortega en Tucumán.
Feliz por la posibilidad de destacar el orgullo tucumano, José interrumpe a Manuel y continúa con su disquisición. Edgardo escucha, callado, respetuoso. José dice que la visita de Ortega y el diálogo con Rougés son un indicio de un cambio en la historia de la filosofía. Son una señal de que puede haber un metafísico en una provincia y eso indica que la filosofía dignifica. Lejos de los eslóganes de Perón, no es la política la que dignifica sino la filosofía. La metafísica le da un estatus a la provincia que antes no tenía. De modo que los tucumanos debemos estar agradecidos de haber tenido entre sus filas a Alberto Rougés. Rougés, ese joven tímido y aspirante le dio a la provincia una jerarquía. Imagínate, le dice José a Edgardo y señala a todos los que estamos en la mesa del famoso Patio Bullrich, ese diálogo entre Ortega y Rougés aquí cerquita, y señala las baldosas que tenemos a pocos metros del comedor en el que estamos disfrutando de unas humitas calientes. Estamos sentados muy cerca de la Plaza independencia. José, eufórico, dice que Ortega y Rougés caminaron bajo los lapachos y hablaron del ser y de la eternidad. Las veredas y los lapachos se reconfiguraron por la conversación distraída.
Edgardo responde que no está de acuerdo con lo que dice José a propósito de la relación entre metafísica y capitales del mundo. La tensión regresa a la ronda. Edgardo entiende que, en Alemania, Heidegger había pensado la metafísica en una cabaña en el bosque. Entonces, la metafísica no sería privativa de las grandes ciudades o de los centros urbanos. Uno de los pilares de la filosofía del siglo XX, Heidegger, pensó los grandes problemas en medio del campo.
Manuel se ríe y hace un gesto con la mano, como si no le diera lugar al comentario de Edgardo. Este tiene la mirada en el cocinero que está lidiando con un locro en la cocina abierta al público y no se da cuenta del gesto de Manuel. no lo advierte y se queda en actitud de escucha.
José toma el guante de Edgardo y sostiene que lo de Heidegger es una excepción a la regla y que en Tucumán, en 1916, los tucumanos asisten a un hecho histórico. Un filósofo provinciano, un señor de la aristocracia como Rougés, dialoga con uno de los filósofos más importantes de la lengua española. Ese diálogo marca el inicio de una tradición. Y, además, muestra que la provincia puede adquirir un nuevo rostro, una dignidad que antes no tenía, gracias al auspicio de la metafísica.
Celebremos, dice, y levanta el vaso para brindar. Manuel levanta la suya. Yo hago lo mismo. Edgardo, a desgano, hace chocar su vaso.
5
El interés de Edgardo H. Berg por el observatorio es político y literario. Eichmann es un personaje de novela y es el gran criminal nazi. Para Edgardo es una de las llaves de la cultura argentina. Mientras atravesamos las ciudades de Tucumán en el colectivo que conecta el gran San Miguel con La Cocha, Edgardo me dice que Eichmann es una llave para entender mejor la trama que urde la historia. Es argentino por toda la incidencia que tuvo en la historia del país. Eichmann es un personaje literario que concentra el peso de lo político como ningún otro. En él se conjugan la fuga y el capital, el dinero y el crimen, la prosa seca y las gallinas, enfatiza mientras señala un caballo en la vera de la ruta 38. En él, lo literario es político.
En el pueblo de La Cocha hay unos pocos transeúntes en la calle que rodea a la terminal de colectivos. El taxi nos deja en una arteria lateral, en medio de los lapachos y cerca de una acequia. Yo tengo el mapa en la mano, por si acaso, pero me ubico siguiendo el recuerdo de los viajes que hice en la primera década del siglo. Caminamos, tranquilos, y alcanzamos un cañaveral. Hacemos una cortada por un sendero que cruza las cañas abandonadas. Un poco más allá, casi pegado a la montaña, solitario, está el observatorio astronómico. Cuando lo ve, Edgardo empieza a correr. Con un poco de esfuerzo, troto para no quedar muy atrás. Entramos juntos al observatorio de Eichmann, ese que fundó en sus años en el sur de Tucumán. Las paredes del exterior están destruidas por la lluvia y el tiempo.
Edgardo está fascinado. Me dice que siente la acumulación del pasado. Está citando a Borges y toca las paredes con una devoción teológica.
El observatorio tiene dos torres altas y una serie de pisos en distintos niveles. Lo increíble es que el tiempo y la rapiña han permitido que se mantengan las curiosas divisiones entre los múltiples y laberínticos espacios. Edgardo sube la primera escalera y alcanza los cuartos que probablemente pertenecieron al personal de servicio. Una serie de ventanas que dan a los cerros están clausuradas. Alguien ha puesto unas maderas que obstruyen la visión. Pero una de las ventanas está abierta –hay restos de madera y de chapa—y permite observar la montaña y las bifurcaciones de los árboles en la distancia.
Subimos hasta el último piso y veo la cúpula destechada, la amplia cabeza de la torre, ese hueco inmóvil que permitía contemplar las estrellas en la noche inmóvil de La Cocha.
Levanto la cabeza y me quedo así unos minutos. Edgardo se deja atrapar por el orificio casi oracular. Siento que la noche me abraza y en medio del vacío oscuro contemplamos las estrellas que se fugan como nosotros nos perderemos en el polvo último.
Bajamos hasta el nivel cero y Edgardo revisa una especie de tapa que se mueve. Abre el adminículo y descubre que hay un sótano amplio. Edgardo ingresa y me grita desde el interior. Le pido que tenga cuidado. Las arañas y los mosquitos abundan en la hora y Edgardo sube para escapar del olor que sube hasta mi cuerpo. Subimos hasta el tercer piso. Edgardo advierte que una escalera no lleva a ningún lado. Más allá, hay otras escaleras que se cruzan y que forman un reguero de ladrillos sin destino ni función.
¿Quién es el arquitecto?, inquiere Edgardo. Muevo mis hombros en señal de desconcierto.
Pienso en el hacedor del edificio y pienso que ese nombre se ha perdido y que nadie en el pueblo lo guarda en la memoria porque a nadie le interesa. Ese arquitecto es el que permitió que el rastro de Eichmann en La Cocha aún siga vivo y gracias a él el observatorio es una huella material. Sin tesoros de este tipo el recuerdo es solo una brisa insulsa, inútil, en la historia. Eichmann debería estar contento, pienso, ya que, gracias al laboratorio, como un monolito insomne, su figura de nazi solitario persevera, diría el ciego, en medio del monte, entre los cañaverales de nadie.
El observatorio, a pesar de la osadía del tiempo y del ruido demoledor de los grillos, es un monumento, un mojón que da cuenta de un pasado vivo.
Después de un par de horas me siento en la tierra, agotado. Edgardo mira los rincones y los ladrillos como si tuviera una lupa en la mano.
Le pido que volvamos al pueblo. Luego de una mínima discusión, cede y regresamos.
En una cantina desierta comemos un guiso con carne y fideos. Edgardo recapitula toda la información que ha guardado sobre el criminal nazi. De repente, recuerda la escena de las gallinas consignada por Stagneth. Súbitamente se levanta de la silla y sale a la calle. En un ratito estamos en la puerta de la casa de la familia Kapetch. Esa familia le alquilaba una piecita a Eichmann durante su trabajo como aforador en La cocha.
El amigo de Eichmann está muerto pero su hija vive en la misma casa, un poco derruida, como casi todo en el pueblo. La hija se llama Clara y nos hace pasar. Edgardo le miente que está escribiendo un artículo celebratorio del viejo nazi y Clara nos lleva a conocer el fondo de su casa. Nos dice que el gallinero que cuidaba Eichmann es el mismo que tenemos ante nuestros ojos.
Edgardo se pasa las manos por el pelo como una reacción automática. Está visiblemente emocionado. Las gallinas no son las mismas, me dice al oído, pero el orgullo está intacto.
La mujer nos invita un vinito y brindamos como si fuéramos familia.
Nos despedimos muy tarde. Ya en la terminal, Edgardo se toca la cara y confiesa que ha sido uno de los grandes momentos de su vida.
Yo evoco el silencio de una noche, años atrás, en la misma casa de La Cocha. La esposa de Kapecht me ha contado una escena que no se puede quitar de la cabeza. Eichmann se sienta en la mesa del fondo, al lado del gallinero. Saca un poco de tabaco y arma un cigarrillo. Levanta su cara aniñada –tenía cara de niño– hacia el cerro. Suspira. Se para, camina hasta las gradas y levanta una gallina. La gallina quiere soltarse. Con fuerza, Eichmann la retiene. La mira. Con un interés científico, como si fuera un biólogo, la examina. Y dice que es una gallina pura, que no tiene mezcla. Dice que cuando custodiaba el negocio de gallinas en el brezal los judíos del pueblo le compraban huevos y carne de gallina. Él estaba en contacto con los judíos. Y nadie decía nada. Cerca de ahí, estaban los restos de la guerra. Por ese entonces Eichmann sabía muy poco de la guerra. Sabía que los alemanes habían perdido y que los aliados habían buscado, con ansiedad y esmero, a los perdedores. Pero no sabía nada más.
Eichmann escucha con tranquilidad las quejas de la gallina. Y la tira al aire. La gallina eleva sus alas y se acomoda en el vacío y logra caer en una posición favorable. Eichmann dice que siempre caen paradas, como los gatos. Las gallinas son aguerridas. Y andan en grupo y se ayudan entre sí. Dice que las gallinas son animalitos de Dios. Y Dios sabe lo que hace. Ellas sobreviven de cualquier forma.
Esa noche, Klement prepara un pollo a la parrilla. El olor en las brasas ardientes se expande en toda la casa, en toda la cuadra. El olor es tan fuerte que hasta los vecinos vienen a preguntar qué le han puesto a la carne. Todos comen. Todos brindan por Alemania y por las gallinas asadas. Esta es una de las épocas más felices de mi vida, dice Eichmann en medio del silencio oscuro.
6
Frente a la plaza Urquiza, quizás porque es su última noche en la ciudad, vuelve con un tono entre melancólico y rencoroso a la fatídica experiencia como crítico de cine en el Festival de Mar del Plata. El Festival estaba a pleno y tenía que cubrir la visita de un director ruso, innombrable. Mientras esperaba que entre a la sala con la idea de hacer una entrevista, se le acerca un chico joven, un poco gordito y le pide que le pase los datos de la película. Le explica que no la pudo ver y que sí o si necesita que él lo ayude. Edgardo le pide que se ubiquen a un costado. Con un ojo atiende al muchacho y con el otro vigila que no se fugue el director ruso. Le empieza a contar la película y en ese instante aparece el director y él le pide disculpas y sale corriendo. Casi taclea al ruso pero no lo alcanza. El hombre cruza el umbral y desaparece flanqueado por unos guardaespaldas y muchos periodistas que lo envuelven en un manto de voces y pedidos. Edgardo regresa a la sala. El muchacho sigue ahí. Le sigue contando la película. Se van a tomar una cerveza y él le explica que debe enviar dos notas para el diario y que como se ha peleado con su novio no pudo ver nada.
Todos los días del festival lo cruza en los pasillos. Cada vez lo ve con los ojos llorosos y con la cara pálida. Edgardo deduce que la pelea sigue y que la catástrofe se avecina.
El último día del Festival de Cine toman una cerveza en un barcito mal iluminado. Edgardo está agotado y el muchacho le confiesa que se quiere suicidar. Lo acompaña al hotel y el chico lo mira como si fuera el salvador de los pobres y ausentes. Le agradece un montón. Edgardo lo saluda con la certeza de que no se volverán a ver. Con los años se entera que el muchacho se ha convertido en escritor y que ya no escribe reseñas falsas para un diario nacional sino que gana premios internacionales.
Antes de subir al avión, Edgardo se da la vuelta y dice que el observatorio de Eichmann es un faro en la niebla. Sonrío y lo saludo con la mano. Edgardo sonríe. Saca un cigarrillo y escupe que las ruinas del observatorio y las gallinas en La Cocha son una síntesis de la historia argentina. Así como en 1816, Tucumán es un punto clave para entender el pasado.
2020
Fabián Soberón es docente y escritor. Entre sus libros, La conferencia de Einstein, Vidas breves y Edgardo H. Berg.