La Buenos Aires prometedora de 1927. La historia de una adolescente judía, expulsada de su aldea polaca, atrapada por la hoy mítica red de trata Zwi Migdal. É un piacere para Socompa reproducir un fragmento de la novela más que “histórica” El infierno prometido (Marea Editorial) de Elsa Drucaroff.
[…] Todas las mañanas Dina y su único hermano, Motl, de once años, subían al carro y viajaban cuatro kilómetros hasta la escuela polaca, en la pequeña ciudad de Markuszew. No era fácil la travesía durante los oscuros amaneceres de invierno, tiritando bajo chalecos, mantones, ropa sobre ropa porque todo el dinero era para pagar la escuela, no había dinero para abrigos de piel. Y sí lo había habido para que el padre de Dina y Motl, endeudándose, cargándose de compromisos y trabajo, consiguiera que su hija fuera admitida en el gimnasio. No era fácil ni usual, la chica lo sabía y por eso iba feliz cada mañana, consciente del privilegio aun en esas madrugadas negras en que el carro avanzaba entre la nieve.
Era realmente afortunada: en vez de poner su destino en manos de la casamentera, su padre la enviaba a estudiar; su padre, el herrero Schmiel Hamer, había discutido a gritos con Jane, su mujer, para que su hija mayor, única hija (porque ya después de Motl no iba a nacer ninguno más, lo había dicho el médico), tan inteligente hija, pudiera estudiar. “Dios me dio dos, son solamente dos; otros se lamentarían, yo me alegro de poder, porque son solo dos, darles lo máximo”, dijo su tate a su mame. “¿Dios quiso que la mayor fuera mujer y tuviera cabeza? ¿Por qué casarla tan pronto, entonces?”.
La mame protestó mucho y buscó enseguida la complicidad de su niña. Pero asombrada, horrorizada, descubrió que no contaba con ella. “Yo quiero estudiar”, susurró Dina primero con timidez y culpa, después, ya a solas con su mame, con una firmeza serena que Jane le conocía pero no esperaba en este caso. La señora consideró una traición imperdonable que su hija no la apoyara. Y cedió, por supuesto, pero con furia, con resentimiento, murmurando por lo bajo contra ese esposo absurdo al que debía obediencia y contra esa hija ingrata que la dejaba sola y marchaba a la catástrofe.
–¿Así que tu padre y vos quieren tu ruina? –le gritó a Dina el día de la última pelea– ¡Pues la vas a tener! ¿No te casás ahora, joven y fresca? ¡No te vas a casar más!
–Mame, ¿cómo puede estar segura de eso? ¿Acaso la única edad para casarse es la que tenía usted?
Como si no la escuchara, Jane la miró de arriba abajo y de pronto dijo:
–¡Ay, Dios no quiera que te pierdas! ¡Dios no lo quiera! –aparentemente era una súplica, pero el tono era más bien de amenaza, de profecía.
“Quiere que me vaya mal”, pensó con amargura. Sin embargo, prefirió ignorarlo y tratar de calmarla. Odiaba las peleas y los gritos.
–¿Por qué me voy a perder, mame? –dijo dulcemente, acercándose para abrazarla– ¿No me tiene confianza? Mame, el mundo está cambiando, no se preocupe. Una mujer puede casarse bien más grande.
–Los buenos partidos de Kazrilev van a estar casados o prometidos para cuando termines el gimnasio.
–Tal vez en Kazrilev, tal vez cerca de acá. Y hay que ver. Pero, mame, en primer lugar a lo mejor ya hay otras ideas de lo que es un buen marido.
–¿Qué decís? ¿Ahora vas a elegir vos el marido? ¿Tu padre te puso también eso en la cabeza?
No. Ni su padre ni nadie. Y ella pensaba en eso, sí, elegir ella, pero no se lo iba a decir tan directamente. Trató de calmar a la mame pero a cambio recibió una poderosa bofetada. Llevándose la mano a la mejilla, Dina descubrió a esa Dina que llevaba dentro y pocas veces aparecía.
Con la voz vibrante de desafío, gritó:
–Y en segundo lugar, mame, me pegue o no me pegue, le aviso que yo no me voy a quedar en Kazrilev cuando termine el gimnasio.
Descontrolada por la furia, su madre tiró al piso lo que estaba amasando.
–¡No, claro que no! ¡Vos vas a terminar en Buenos Aires! “¡Vas a terminar en Buenos Aires!”. El insulto entró como un puñal y no salió, se quedó ahí clavado. Muy callada, los ojos nublados por las lágrimas que bajaban automáticamente, Dina vio a su mamá agacharse con trabajo para levantar la masa, negra de tierra, inútil. Le pareció que tenía las manos más viejas que nunca cuando las descubrió temblando, venosas, deformadas, mientras tiraban la masa a la basura. No hizo ningún gesto para ayudarla. Esperó a que se doblara sobre la mesa de cocina, echando nueva harina, nueva manteca, los únicos dos huevos que quedaban. Se dio media vuelta y se fue.
Después de ese día la madre no habló más del asunto. Durante un tiempo casi no dirigió palabra a su marido y a su hija, a Dina solo le hablaba para darle indicaciones sobre el trabajo doméstico. Nunca le pidió disculpas por la tremenda ofensa, nunca reconoció nada. Pasaron algunas semanas y volvió a sonreír y hasta a ser un poco cariñosa; la tensión aflojó, pero Dina supo que nada iba a ser ya como siempre. Algo se había roto entre las dos y no parecía tener remedio.
Mientras tanto, Schmiel Hamer había golpeado puertas, había trabajado de más, había enrejado dos grandes ventanas en la casa del director del gimnasio y había logrado que la hija mayor fuera admitida en la escuela secundaria. Era una de las dos mujeres del curso (la otra era Janka, una polaca seria y rechoncha, de memoria prodigiosa, que además no parecía antisemita). En Kazrilev, entre los suyos, solo Sara, la hija del carnicero, el judío más rico del pueblo, seguía estudiando. Pero no asistía a la escuela, Sara tenía un maestro particular.
A Dina le gustaba el gimnasio. Le interesaba lo que estudiaba, le interesaban sus conversaciones con su amigo Iosel y también observar el otro mundo, el diferente y paralelo, lejanísimo pero adyacente, en el que vivían sus compañeros polacos. Casi no hablaba con ellos –su contacto era con Iosel y Ponchik, los otros dos judíos de su clase– pero los escuchaba, los observaba, y aunque por momentos coincidía con Iosel y le parecían, en su diferencia, tan simples, superficiales, temerosos e ignorantes como la mayor parte de sus paisanos de Kazrilev, por momentos los envidiaba porque los veía bellos, fuertes, audaces, capaces de disfrutar del mundo y de adecuarse a él con un brillo, una naturalidad que ni ella, ni Iosel, ni ninguno de los suyos podría conseguir.
Además, no todos los polacos del curso eran brutos. No lo eran Janka ni Andrei. Andrei, el buenmozo Andrei, el hijo de Kowal, influyente secretario del municipio; Andrei que, así como debía haber sobresalido su padre cuando estudiante, sobresalía en todo. Era el mejor en las competencias deportivas que la escuela organizaba para los varones varias veces por semana; era uno de los buenos en las clases de gramática, literatura e historia; definitivamente el mejor en las de ciencias, geografía y matemáticas. Su cuerpo fuerte y elegante, sus ojos profundamente verdes, su abundante y lacio cabello dorado lo hacían, además, el galán no solo del curso sino de la escuela.
Aunque mantenía distancia, Dina intercambiaba tímidos saludos y hasta sonrisas con Janka, pero a Andrei no le dirigía la palabra. Él, por su parte, ignoraba espontáneamente su existencia. Pero si el muchacho nunca la había siquiera mirado (algo que ella podía atribuir vagamente a su condición de judía, aunque adjudicaba sobre todo a su natural capacidad para ser anodina e invisible), ella sí lo había hecho y lo hacía. Bajo una total pero aparente indiferencia, casi sin reconocérselo a sí misma, su percepción de él era constante, su atención, sostenida y clandestina. Miraba con el rabillo del ojo a ese muchacho hermoso, exitoso, rutilante, que parecía haber nacido a pedido del mismísimo mundo, que se movía entre las cosas y la gente como si todo supusiera su cuerpo, lo precisara. Dina lo escuchaba hablar, constataba sin risa la felicidad de sus bromas ingeniosas, registraba la rapidez y oportunidad de sus intervenciones en clase, seguía sus hazañas deportivas en los comentarios admirados o envidiosos de los demás, en las miradas arrobadas de las pocas mujeres de la escuela. Sentada en el banco, los ojos bajos sobre el libro de estudio o el cuaderno de tareas, había aprendido a reconocer esa voz grave, alegre, segura de sí, sonara cerca o lejos, esa voz polaca tan inteligente que nunca se escuchaba en el aula, en la escuela, sin producir algún efecto.
Iosel detestaba a Andrei. “Por envidia”, pensaba Dina. La rapidez del polaco en matemáticas era mayor que la de su amigo, poco acostumbrado a tener competencia. Un día, Iosel le contó a Dina algo deprimente: en un recreo, Andrei había perorado contra los judíos ante un grupo de muchachos que lo escuchaban como en misa.
–¿Cómo contra los judíos? ¿Qué dijo? –preguntó ella, buscando ansiosamente algún argumento para demostrar a Iosel que se trataba de un malentendido.
Andrei, informó el otro implacable, había discurseado sobre la gran patria polaca, la pobre patria oprimida que merecía polacos en su tierra, sanos católicos polacos, heroicos y comprometidos, no intrusos aviesos, calculadores, asesinos de Cristo y chupasangres que desde hacía siglos vivían aprovechándose de un pueblo trabajador, piadoso…
Era viernes. Después de la tristeza que le duró todo el shabat, Dina resolvió que, pese a cualquier apariencia, el verdadero lugar de Andrei era la masa, la informe masa de polacos ignorantes y soeces de donde, confundida por las brillantes luces que rodeaban al personaje, su imaginación había accedido a sacarlo. El lunes asistió a la escuela resuelta a sentir por él la indiferencia que hasta entonces solo había disimulado. Ahí, exactamente ahí puede comenzar esta historia: ahí empezó su mala suerte.
En la clase de literatura, el profesor Piacecski anunció que dos de las redacciones que le habían entregado en la semana anterior estaban muy sobre el nivel de las demás y valía la pena leerlas. Dina recordaba bien el trabajo: una descripción bajo la consigna “la imagen más triste que vieron mis ojos”. Ella había descripto los pimpollos cerrados y marchitos que la tía Jaique le había regalado en primavera. Para su sorpresa total escuchó que el maestro decía, mirándola y sonriendo:
–Voy a leer los dos trabajos. Primero las damas. La señorita Hamer escribió una descripción titulada “Morir de espaldas”.
Cuando terminó, Dina no podía levantar la vista del banco. No sabía si gritar de alegría o llorar de vergüenza y, en todo caso, no podía ni quería hacer ninguna de las dos cosas (salvo llorar, tal vez, pero a escondidas). Unos dedos le tocaron con insistencia el hombro, se dio vuelta y vio el rostro emocionado de Janka:
–¡Felicitaciones! ¡Es hermoso!
Dina agradeció, sintiendo fuego en las mejillas; antes de darse vuelta se cruzó con la mirada exultante de Iosel. Pálido de asombro y orgullo, le sonreía con toda la cara. Ella sonrió a su vez, radiante e incómoda al mismo tiempo, y volvió rápidamente los ojos a la seguridad de su banco. Se moría por verle la cara a Andrei, pero no soportaba la certeza de que toda la clase la estaba observando.
Por fortuna para ella, no fue el centro de la situación durante mucho más tiempo.
–¡Ahora, el caballero! –dijo el señor Piacecski, no sin cierta ironía–. La descripción se llama “Adiós al amigo”, fue escrita por Andrei Kowal.
Aliviada, sin dejar de mirar hacia abajo, sin mover las manos que sostenían su cabeza, percibiendo de reojo sus largas trenzas bamboleantes que caían a los costados hasta tocar la madera gastada del pupitre, Dina respiró hondo y se concentró absolutamente en la lectura. Con voz clara y expresiva, el profesor leyó la descripción de una mirada mansa, húmeda, doliente y resignada, la mirada de despedida y amor del amigo que va a morir. Ella comprendió asombrada, después de un rato, que el texto hablaba de un perro, un perro entrañable con el que Andrei había crecido, un animal mudo que todo decía, todo sabía, y ahora sabía que él partía y el otro quedaba, que la vida juntos había sido justa y había sido buena, que su pequeña simpleza la justificaba con una plenitud y una legitimidad que alcanzaban pocas vidas humanas.
Entre su gente no había perros. Ningún judío de Kazrilev tenía un perro. “Debe valer la pena tener uno”, pensó Dina. Con alarma vio que una lágrima había caído sobre el banco de madera. Conservó cuidadosamente su posición y con el mayor disimulo movió apenas una mano para secarla, después llevó los dedos muy aprisa a la mejilla. Cuando el señor Piacecski terminó de leer, el silencio en el aula era sobrecogedor. De pronto el curso estalló en aplausos y ella, conmovida, entregada, aplaudió también.
–¿Por qué, por qué aplaudiste vos también? –casi gritaba Iosel, furioso, ya con Motl en el carro, de regreso a Kazrilev.
Dina no entendía tanto enojo.
–Era muy buena la redacción, Iosel, me emocionó y aplaudí. ¿Qué hay de malo?
–Ellos no te aplaudieron, a vos no te aplaudieron. Y tu redacción era muy buena, era mejor.
Dina se quedó callada, no se le había ni ocurrido que tuvieran que aplaudirla. Además…
–Era mejor la de él –afirmó sinceramente–. Prefiero que no me aplaudan, me da mucha vergüenza.
–No te aplaudieron por judía. ¿Sos tonta? ¿No entendés? Completamente pálida, Dina miró el piso del carro. Serio, silencioso como siempre, Motl le dio con las riendas al caballo para que apurara el paso y gritó con su voz de niño. El otoño había avanzado, eran pocas las hojas que quedaban en los árboles.
Terminaron el viaje en silencio absoluto. Dina no sabía qué pensar. Era cierto que nunca antes un docente había leído el trabajo de uno de ellos en voz alta, incluso si tenía calificación máxima, y que, en cambio, muchas veces habían felicitado públicamente a Janka, o a Andrei. Era cierto que el gesto del profesor Piacecski podía haber molestado mucho al curso. Pero que el trabajo de Andrei era maravilloso, de eso no había duda alguna. Y el de ella…
¿Tanto podía valer describir dos rosas marchitas del patio de tía Jaique? Iosel hilaba demasiado fino, pensaba demasiado. “Es un judío resentido”, resolvió con pena, y lo miró. La barba rala del muchacho todavía temblaba de indignación.