Los caminos de la libertad a veces requieren que se deje todo atrás, las pesadumbres y los recuerdos de las batallas. Un preso que se aferra a sí mismo hasta que logra levantar vuelo.

No era un tipo ágil, el Gordo Madera. Serían sus cincuenta y pico de años o el doble de esa cifra en kilos, su modo pausado de andar ,  lo cierto es que no era un tipo de rápidas reacciones el Gordo Madera.

Alto, robusto, no muy cuidado en su aspecto, de humildes orígenes, había adquirido una discreta formación, pero fundamentalmente era rico en experiencias.

Los más jóvenes lo escuchábamos con atención, traía consigo una historia frondosa de combates sindicales de otros tiempos , conocía la génesis de los más importantes partidos de izquierda y las más variadas anécdotas de sus personajes fundadores.

Nos colocábamos en círculo alrededor del quemador a gas siempre ardiendo en los fríos corredores  de Rawson. Sin libros ni diarios ni revistas, sacábamos el mayor  jugo posible a sus palabras. Valorábamos sus relatos impregnados de intensas sensaciones,  a veces hasta nos parecía percibir el  humo de cigarrillos de las reuniones interminables, los rumores de fondo de las asambleas fabriles y hasta la tensión adrenalínica previa a la acción directa. Por eso,  tal vez, no nos preguntábamos mucho sobre su descuido personal ni sobre su  tendencia a acumular  cosas sin valor ni utilidad que guardaba “por si acaso” sirvieren. El Gordo era un manantial de historias para escuchar, memorizar  y repasar después, en la soledad del encierro.

Lástima que no todos valoraban del mismo modo sus características , su lento paso reflexivo por los pasillos. Sobre todo los guardianes, también lentos   ellos ocupados en la dificil tarea de abrir y cerrar candados, de gritar órdenes sin sentido,  como rápidos y vivaces para intervenir cuando se trataba de castigar algun detenido. Como si un fuego sádico de repente los animase, en modo primitivo, irracional, casi inhumano se diría si no fuera que lo humano contiene también lo maligno.

-¿Qué hace usted mirando por la ventana, no sabe que el reglamento lo prohíbe?

-Ah, señor celador, ha notado usted el planear casi estático del vuelo de esas gaviotas?

El vuelo de las gaviotas casi gigantes del litoral atlántico de la Patagonia era el único espectáculo digno de admirar en el escaso cielo azul cuadriculado que la celda mostraba.

No, el señor celador no sabía apreciar la belleza de un vuelo libre de gaviotas. Y el Gordo debía trasladar sus lentos huesos hacía un espacio menos confortable, los calabozos de castigo, en aislamiento.

La decisión no lo sorprendía, el Gordo Madera no era extraño a esos inhóspitos lugares. El mecanismo de trasgresión-castigo – más castigo, el Gordo lo venía sufriendo desde Sierra Chica, en medio a la llanura pampeana, otro lugar poco acogedor para sus personalidad parsimoniosa.

Alli, desde junio del 78 hasta abril del 79, pasó más tiempo sancionado que entre nosotros. La guardia externa había descubierto unas denuncias para la prensa extranjera que el Gordo había escrito de su puño y letra.  La guardia interna no dudó en aplicar el “duro peso de la Ley”, carcelaria.

Noventa y ocho días después, probado por los castigos corporales y la escasa alimentación, encontró  a sus compañeros. Ellos estaban preparando una huelga del recreo, que seguramente provocaría represalias. “No es el caso que participes, viendo tu estado actual”, le dijeron.  “Ni hablar, no es dando un paso atrás que se vencen las batallas”, sentenció. Su castigo se prolongó por otros 123 días, hasta que el Control Central decidió cerrar Sierra Chica y trasladar a sus detenidos a otras prisiones.

El Gordo fue a  Rawson. Allí tuvo un momento de tregua, hasta que “mirando volar a las gaviotas” reinició su calvario. Castigo, aislamiento, castigo sobre el castigo por alguna distracción primero, por ensañamiento después, los días , las semanas , los meses sin ver el cielo cuadriculado por las rejas se sumaban. Cuando el Gordo volvía entre nosotros, se lo veía muy flaco, débil, casi sin voz.

Ya en 1981, un guardia lo encontró  en los baños, orinando, apenas un minuto más tarde del horario consentido. Entonces, jóvenes como éramos desconocíamos la existencia de ese órgano pequeñísimo llamado próstata.  Tampoco los guardias entendían razones orgánico metabólicas, así que :”de nuevo a los calabozos”.   Empezamos a preocuparnos seriamente por sus condiciones de salud y no faltaba quien sospechara  de su completa lucidez mental.

Ya para ese entonces , había totalizado 1253 días en celdas de aislamiento de los casi tres mil de detención, todo un récord que ni los jefes  guerrilleros más aguerridos habían debido soportar.

En esos días, recibimos la noticia de que se había negado a recibir alimentos.  Sólo, en los calabozos, sin contactos con el exterior, en medio a la Patagonia, ¡el Gordo Madera había iniciado una huelga de hambre!  El hecho provocó un poco de desconcierto en sus compañeros. La medida era espontánea, individual, sin previa advertencia ni preparación. “No es posible, no hay condiciones”  repetían. “Ya se cansará, goloso como es, aguantará poco”.

Pasó un día, dos, una semana y la huelga de hambre seguía. Las noticias llegaban de a fragmentos.  Pasó la segunda semana y el Gordo no aflojaba, seguía sin comer. Además, desde hacía dos días se negaba a beber. ¡Huelga de hambre y de la sed! La situación se volvía seria, casi grave. En caso de debilidad extrema, era costumbre llevar al detenido una semana a la enfermería y después hacerlo retornar a los gelidos calabozos. Pero, ¿cómo iban a hacerlo con un detenido que se negaba a ingerir alimentos? ¿Usarían la alimentación forzada o lo dejarían irse como hizo la Tachter con Bobby Sands?

El dia número quince, nos enteramos de  que el Gordo con otros tres detenidos habían sido embarcados en  un avión rumbo a Buenos Aires, con destino a la nueva cárcel de Caseros.  El Gordo Madera había ganado esta parte de su batalla. Suspiramos aliviados.

Cuatro meses después, un mismo decreto del Poder Ejecutivo nos encontró juntos en una lista en la cual nos otorgaban  la “libertad vigilada”. Así el destino quiso que  compartiera con él, en una celda múltiple con un “biorsi” en una esquina,  las últimas horas de detención.  Era el preludio del ansiado momento de la libertad.

Todos nosotros nos habíamos desembarazados de nuestras pertenencias carcelarias, tratando de salir lo más livianos posible. “El preso no se lleva afuera nada material de lo que adentro tuvo”, se decía. Sólo  unas cartas retenidas por la censura.

En cambio , el Gordo Madera recibió una bolsa llena   de los más variados elementos que habia acumulado en sus diversas celdas. Sancionado como siempre estaba, los guardias metían sus pertenencias sin cuidado alguno por seleccionarlas, adentro de unas bolsas rudimentarias.

El Gordo vio la bolsa y empezó a preparse para la austera vida que le esperaba, en su casa. Así que  lejos de  deshechar esos objetos impregnados de encierro y maltrato , el Gordo se sentó y parsimoniosamente empezó a analizarlos uno por uno.

“Un calentador a querosén? Me sirve” y lo metía en la bolsa.

“Una media rota? No me sirve y la dejaba en el suelo.

“Un cuaderno con la mitad de las hojas borroneadas?”. Cortaba las hojas ya usadas, las dejaba en el piso. El cuaderno?, me sirve, a la bolsa.

“Una camisa arrugada, con el cuello un poco gastado?” Mi mujer dará vuelta el cuello. A la bolsa.

Restos de tabaco, paquetes de yerba por la mitad, remeras agujereadas, cuartos de salamines, viejos mates arruinados por la humedad, botones rotos,  hojas con dibujos elípticos que pretendían describir el vuelo de las gaviotas , trapitos de distintas medidas , biromes secas, pedacitos de madera con incisiones sin terminar, fósforos usados, papelitos para armar cigarrillos pegados unos con otros. Elementos que sólo en una vida de encierro y privaciones absurdas se podrían acumular y que ahora el Gordo desechaba sobre una pila de casi un metro de altura que se formaba en el centro de la celda de tránsito.

Cerró su bolsa con los objetos útiles y se consideró listo para salir. Cuando   el guardia vio el montón de residuos orgánicos y no orgánicos que “adornaban” el centro de la habitación, empezó a gritar. Volvimos a escuchar una serie de injurias y amenazas, iguales o peores a las que sentía cada vez que lo enviaban castigado a los calabozos y un escalofrío  nos sacudió.  El guardia, aumentaba el volumen de sus gritos ordenándole  recoger toda esa basura, esa porquería. El Gordo, en cambio, siguió caminando tranquilamente, absorto en quizá cuales pensamientos. Mientras caminaba lentamente, pasó el umbral de la puerta. De repente, se paró, se detuvo. Miró al guardia y dijo: “Claro, tengo que hacerlo “. El guardia  se calmó y dejó pasar al Gordo que , en ese  momento, sólo en ese preciso momento de sus 2832 días de detención dio por primera vez un paso atrás.

El Gordo Madera volvió a la celda, se desabrochó la bragueta  sacó afuera  su miembro , lo dirigió a la esquina de la celda e inició una prolongada, interminable, inconmensurable meada. Un turbio río de orina salió de su uretra, un líquido con el color oscuro de los calabozos sin ventanas, el olor acre de los ácidos estomácales del hambre , el crujir de los huesos en los lechos de cemento. Un caliente flujo purificador que liberaba el cuerpo de sevicias, dolores, ausencias.

Al salir, el sol nos pegó en la cara con toda su fuerza. Encandilado,  yo solo podía distinguir manchas amarillas a mi alrededor, pero juro que lo ví. Lo ví al Gordo Madera salir de la prisión, a mi lado. Lo ví con su zaino improvisado en la espalda. Lo ví dar un paso, dar dos pasos. Lo ví dar el tercer paso, y como las gaviotas gigantes de Rawson que observaba desde su ventana cuadriculada, lo ví al Gordo Madera emprender vuelo. Un vuelo seguro, sereno. Lo vi volar y volver hacia nosotros planeando para saludarnos y después penetrar el azul intenso. El cielo,  ya no más cuadriculado.  de su libertad.

 

 

Carlos Corbellini es periodista y escritor. Actualmente reside en Italia.

 

 

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