Las cosas no desaparecen, simplemente se transmutan para parecer lo que no son. Un robo misterioso que tiene una explicación entre piadosa y banal. Ilustración: Frida Kahlo, Retrato de una mujer de blanco.
Afines del siglo XVII – dijo el escritor Félix Durand, con su modo retórico, lleno de simetrías y comparaciones-, en una casa de Cannon Row, en el barrio de Westminster, John Locke opinó que el entendimiento de los individuos era como un cuarto vacío, que recibía las impresiones de las ideas; dos siglos más tarde Gastón Leroux, en su escritorio de la redacción de Le Matin, frente al rumoroso boulevard, pensó que un crimen en una habitación cerrada podía impresionar el entendimiento de los individuos y escribió El misterio del cuarto amarillo. Había algunas diferencias: para Locke, la única realidad estaba en el recipiente estático, en tanto que para Leroux allí solo estaba la apariencia; para Locke algo había entrado mientras que para Leroux algo había salido, lo que, por alguna razón misteriosa de nuestras preferencias sentimentales, es más estimulante y dinámico.
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Se detuvo para tomar aliento. Era el momento propicio. Y todos, por un instante, se interrumpieron entre sí, en su afán de interrumpirlo. Y a todos se adelantó ella, no tanto por su rapidez, sino porque Durant, después de mirar fugazmente las caras, la prefirió y la escuchó, como quien prefiere en el día una onda a otra onda. Un rostro bronceado, los ojos claros y el cabello rubio ceniciento. La llamaban señora de Echagüe y visitaba el club de golf por primera vez, integrando un equipo rival. La tormenta había inmovilizado a los jugadores en un hall de amplias ventanas, contra las cuales se obstinaba la lluvia; varios temas habían languidecido hasta que Durant impuso el suyo.
-Usted había prometido –dijo ella- contarnos el asunto de la desaparición del collar.
– Sí; pero relátenos los hechos – logró colaborar el doctor Argüello Soria.
Exageraba su entusiasmo por los “hechos” porque quería demostrar su seriedad. La seriedad era la llave de su éxito, junto con los anteojos y el sombrero Orión.
-Les hablé de Gastón Leroux – continuó Félix Durand, lanzando una mirada pétrea al doctor Argüello Soria -, porque el collar de Florencia Domselaar desapareció de un cuarto cerrado, vigilado por mi amigo el inspector Agostini y custodiado por numerosos pesquisantes. Es, más o menos, sustituyendo crimen por robo, la situación planteada por Leroux en El misterio del cuarto amarillo. Allí el delito se comete antes de la hora que el lector imagina. Considerando el factor tiempo, la otra solución a un misterio en un cuarto cerrado fue dada por Zangwill: el delito se comete después de la hora que el lector imagina.
El señor Arquímedes Olaguer, fabricante de tejidos, que jugaba al golf para adelgazar y su esposa, que jugaba para impedir que su marido adelgazara con otras mujeres, acercaron sus sillas.
Ese asunto siempre me interesó – dijo el fabricante de tejidos-. Se dijo que en la desaparición del collar hubo algo de sobrenatural.
-El collar desapareció por la fuerza de la razón- repuso Durand, y sus palabras produjeron una ligera incomodidad, una molestia leve, pero instantánea.
Todos estaban dispuestos a admitir alegremente cualquier referencia al milagro, porque no estaban obligados a creer en él, pero la posibilidad de un engorroso juego de premisas, inferencias y análisis los aburría de antemano. Por eso se sintieron aliviados cuando el escritor prometió que develaría el misterio prescindiendo de reminiscencias literarias y complicaciones retóricas.
– “Florencia Domselaar de Núñez tenía sesenta años, pero representaba diez menos. Después de una vida de viajes por Europa se había instalado en Buenos Aires, en un departamento del barrio Norte. Su única preocupación era su nieta Ernestina Vidal Núñez, joven autoritaria y vehemente, que vivía con ella desde la muerte de sus padres. Florencia era una mujer de gustos acentuadamente convencionales; se sometía a lo que estaba “bien” y huía de lo que estaba “mal”, aceptando el contenido de estos conceptos sin averiguar su origen. Si se le hubiera preguntado quién los establecía, habría supuesto lógicamente que era alguien que “era bien”. Se juntaba con amigas que profesaban las mismas normas y, a esa altura de sus vidas, tomaban los mismos remedios. El tomar remedios que no estuvieran al alcance del gran público era para ellas un motivo de orgullo secreto. De vez en cuando, el médico de moda recetaba a Florencia alguna inyección muy costosa, que aún no llegaba en forma regular de las fuentes de producción. Florencia derrotaba con eso completamente a sus amigas, ligaba sutilmente el remedio y su uso con la distinción y la buena cuna y, durante un tiempo, saboreaba su prestigio con ligero cansancio, como si fuera algo que hasta cierto punto hay que soportar, como una carga social. Por supuesto, el remedio perdía totalmente su valor terapéutico cuando se divulgaba que alguna mujer sin apellido también lo utilizaba.
“La fortuna de Florencia Domselaar estaba constituida por cuatro casas en el barrio Sur, alquiladas a bajo precio, trescientas acciones de “labor Regional”, sociedad de crédito agrícola, y el famoso collar de perlas del majará de Rasendra, comprado por su marido, el doctor Napoleón Núñez, en Amsterdam, en 1926. El collar estaba valuado en más de medio millón de pesos y debía ser entregado a Ernestina Vidal Núñez, como dote, el día de su casamiento. El casamiento de Ernestina había sido fijado para el primero de septiembre. Cinco días antes, Florencia se presentó en la división de investigaciones y denunció que personas desconocidas habían tratado de violar su pequeña caja de hierro, donde guardaba el collar, en su departamento de la calle Juncal. El inspector Agostini fue encargado del caso.
“Era un hombre incrédulo y curtido, el polo opuesto del investigador racionalista de las novelas, pero con bastante experiencia y espíritu de iniciativa. El inspector visitó el departamento de la calle Juncal y encontró indicios de una tentativa de robo. Probablemente la pequeña caja de hierro en el living no había sido abierta por falta de tiempo. Para evitar una segunda incursión, Agostini estableció una vigilancia constante. El treinta de agosto Florencia se despertó con el ruido de alguien que andaba en la casa, corrió la ventana y llamó al pesquisante que permanecía en la calle por la noche. El hombre corrió, revisó el departamento y todos los alrededores, pero no encontró al merodeador. Todo esto hizo que el inspector redoblara la vigilancia y comprometiera en el caso a su amor propio. Se resolvió que durante la fiesta posterior a la ceremonia estarían atentos varios pesquisantes. Se resolvió, además, que los regalos serían exhibidos en la última pieza del departamento, que sólo tenía una puerta y una pequeña ventana hacia un patio interior. El inspector insinuó a Florencia que no exhibiera el collar, pero tropezó con una cortante negativa. La fiesta perdía casi todo su interés si el famoso collar no era ofrecido a la vista de las amistades. Además, la dama quería entregarlo a su nieta en una forma solemne, delante de un grupo caracterizado de sus amigos, cumpliendo así con el mandato de su marido.
“El primero de septiembre los invitados empezaron a llegar a las nueve. A las diez la fiesta estaba en su apogeo y las luces refulgían en las joyas de las mujeres y en las pecheras blancas de los hombres. En el último cuarto del departamento se exhibían los regalos. Había cuatro vitrinas con joyas, objetos de arte, cerámicas y regalos diversos, y una mesa baja, cubierta con seda roja, donde estaba el collar. Detrás de la mesa, una repisa con dos floreros grandes, transparentes, llenos de agua cristalina. No tenían flores. No había otros adornos ni muebles en la pieza, cuyas paredes desnudas estaban pintadas de color crema. El inspector Agostini, después de cerrar la pequeña ventana que daba al patio interior de la casa, había asegurado la manija de la misma con alambre. En el patio interior estaba un pesquisante, por si alguien, en un rapto de audacia, rompía el vidrio de la ventana y arrojaba el collar. La puerta estaba permanentemente vigilada por dos hombres de confianza. Durante dos horas, los regalos y, especialmente el collar, fueron admirados por la concurrencia. A las doce de la noche, cuando ya el baile se desarrollaba con toda animación. Florencia reunió a los amigos más íntimos y procedió a una entrega simbólica del collar a su nieta. Con estrafalario romanticismo abrió un paquete de cartas de su marido y leyó, con voz cada vez más ahogada, las frases con que el doctor Napoleón Núñez disponía el destino de la joya. “Y te pido que el collar que usaste y que usó nuestra hija sea entregado a nuestra nieta en el día de su matrimonio…” Agostini no oyó el resto porque la voz de Florencia era casi imperceptible y porque dedicaba toda su atención al collar. Cuando terminó de hablar, Florencia se enjugó una lágrima, ajustó el paquete de cartas con un nudo no tan fuerte como el que se le hacía en la garganta y dio por terminada la ceremonia. Agostini entonces indicó la conveniencia de cerrar la puerta para dar un descanso a los pesquisantes. Las personas que habían presenciado el acto y el nuevo matrimonio fueron invitadas por Florencia a pasar al salón; luego ésta y Agostini dieron un último vistazo y la primera cerró la puerta con llave. Los dos pesquisantes fueron autorizados a retirarse por un momento para tomar alguna bebida y el inspector, mientras tanto, permaneció en la puerta. Media hora después, los empleados regresaron y relevaron a Agostini, quien entonces se mezcló con la concurrencia, pues era curioso de los rostros y de la psicología de la gente. A la una de la mañana Florencia quiso verificar si todo estaba en orden, entró en la pieza, comprobó que nada faltaba y volvió a salir.
“Una hora después el inspector Agostini sugirió a la dueña de casa la conveniencia de guardar el collar en la pequeña caja de hierro que había en el living. Los invitados empezaban a retirarse y el inspector pensaba dejar un hombre de guardia hasta el día siguiente, en que la joya sería retirada por su nueva dueña para ser guardada en el banco.
“Florencia aceptó la proposición y junto con Agostini se dispuso a entrar a la habitación cerrada. La dama abrió la puerta y avanzó en la pieza junto con el inspector. De ambas gargantas se escapó un grito de asombro. ¡El collar había desaparecido! El inspector volvió sobre sus pasos y encargó a sus dos subalternos que no dejaran salir a nadie. Su orden era una precaución inútil, pues nadie había entrado ni salido de la pieza después que ésta quedara cerrada y con vigilancia. Luego cerró nuevamente la puerta y junto con Florencia revisaron todos los rincones. La ventana que daba al patio estaba cerrada y el alambre colocado por el inspector no había sido tocado.”
-Nadie había salido- dijo Durant al terminar su relato- desde la última inspección hecha por Florencia a la una de la mañana. El collar desapareció entre la una y las dos, cuando entraron de nuevo Florencia y el inspector. En ese lapso nadie entró ni salió.
-¡El collar no pudo haberse esfumado! – dijo con incredulidad el doctor Argüello Soria.
-Yo no emplearía ese verbo- corrigió Durand-; prefiero decir que desapareció.
-Pero, ¿entonces hubo algo mágico?
-No; salvo que usted llame magia al juego maravilloso de la mente.
-No me parece bien que usted se burle de nosotros – dijo con alguna molestia el señor Olaguer.
– No me burlo: afirmo que una mentalidad superior concibió un robo perfecto, al estilo de los buenos enigmas policiales…
La joven del rostro armónico y bronceado preguntó:
-Usted tiene una versión del misterio?
-Cómo lo descubrió? – apoyó con cierta vacilación el fabricante de tejidos.
– El robo no podía haberse efectuado después de abierta la puerta; la única solución es, pues, que el collar desapareció antes de cerrada la habitación por última vez. En una palabra, en vez de un enigma Zangwill hubo un misterio Leroux. Florencia, cuando entró a la una a verificar la existencia del collar, lo arrojó en uno de los jarrones. Éste tenía un disolvente y el collar, que era de material plástico, desapareció.
– ¡Entonces no hubo robo! – dijo el señor Olaguer, y su negativa fue rápidamente reforzada por un gesto de sus esposa-. Si el collar no tenía valor no era susceptible de ser robado…
– Sí; hubo robo – insistió Durand, vacilando por primera vez en el curso de su disertación.
Había sorprendido, con embarazo, una mirada irónica clavada en su rostro. Optó por interrumpir el relato con un pretexto convencional:
– Hubo robo, pero las personas vinculadas al hecho pertenecen a círculos… este… Hay cosas que es mejor no mencionar… Está aclarando. Me parece que me voy a la estación.
Había aclarado, pero ya era demasiado tarde para jugar. Hubo un rumor de sillas arrastradas y de pasos.
Sólo quedó sentado el fabricante de tejidos, decidido a no moverse hasta conocer el final de la historia. Pero Félix Durand había ya recuperado su chambergo y salía por el sendero bordeado de rosales. Sobre los macizos flotaba una luz que parecía proceder de las rosas y no del sol crepuscular. Una sensación de magia luchaba en su alma con un creciente sentimiento de culpa. Al llegar a la puerta oyó la voz clara de la señora de Echagüe y ese taconeo rítmico y duro de las mujeres esbeltas. Se detuvo. Al llegar, ella le dijo, simplemente:
– Yo también voy a la estación.
– Alcanzaremos el de las siete – Explicó Durand, solícito.
– No es indispensable –repuso la joven- podemos caminar despacio.
-Usted tiene que disculparme – dijo Durand, cuando entraron en la vereda arbolada – sólo al final comprendí que estaba cometiendo una indiscreción.
– No se preocupe. Yo misma lo alenté. Además, usted no tenía por qué saber que mi nombre de soltera es Vidal Núñez. Me molestó que me definiera como autoritaria y vehemente, pero en seguida me di cuenta de que eso se lo transmitió el comisario. Yo me opuse a que siguiera la investigación contra mi abuela. De todos modos, yo lo sabía todo…
-Ah! ¿Usted sabe que Florencia vendió el collar hace años?
-Sí; lo vendió en Europa, en uno de nuestros viajes. De modo que estuvo bien que usted se refiriera a Gastón Leroux. Hizo fabricar luego una réplica en material plástico y esperó el día de mi casamiento, en el que se debía entregar la joya. Pero después pensó que yo descubriría el engaño e inventó el robo perfecto. Yo acepté la farsa. ¿Para qué hacerla sufrir? De todos modos, ella se había gastado el dinero conmigo.
Cuando llegaron a la vía férrea el viento había ya barrido las últimas nubes. El sol resbaló en el cielo y se hundió detrás de los árboles, agitando sus dedos de luz.
Manuel Peyrou (1902-1974) fue uno de los grandes cultores del cuento policial en la Argentina. Entre sus libros, La noche repetida, El estruendo de las rosas y La espada dormida.
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