Los golpes de suerte pueden llegar a tener efectos indeseados, la prosperidad atrae gente indeseable. Un pueblo, una herencia mal habida y un poder demasiado ambicioso.

El chino era filipino, pero el pueblo no estaba para sutilezas geográficas. Era el único en su especie y cuando a alguiin se le ocurrió que podrían llamarlo el oriental, le recordaron que había un uruguayo que acaparaba ese mote desde la década del ’70.

El uruguayo era dado al mate y el vino; el primero en la soledad de la tarde, y el tinto en la muchedumbre nocturna de Donde Estela, el único bar del pueblo, atendido por su propia dueña.

Cuando el uruguayo murió nadie llegó en caravana oriental a reclamar su cuerpo, tal que lo enterraron al anochecer en el cementerio del pueblo y sobre la tierra pusieron el mate y un banderín del Defensor Sporting que encontraron en la habitación que alquilaba.

La Estela dio un breve discurso ante la veintena de parroquianos que al terminar volvieron al bar. Dijo algo sobre el honor uruguayo y hasta se atrevió a una metáfora en torno a la nobleza del vino.

El filipino no entendió una palabra, quedó solo ante la tumba, y sólo reaccionó cuando le gritaron “chino, ya fue”.

En su ínfimo vocabulario castellano el hombre de los ojos rasgados y las formas breves había aprendido 10 o 15 palabras que le servían para garantizarse la supervivencia.

No trabajaba, pero una vez por mes viajaba a la oficina del correo de la ciudad más cercana para buscar un giro, que el pueblo creyó era una jubilación generosa.

Desde entonces es un hecho para el pueblo que en China las jubilaciones son muy buenas, y hay hasta quien soñó con viajar y ofrecer en ese país sus últimos esfuerzos laborales.

Al regresar de su incursión mensual el filipino pagaba una ronda en Donde Estela, y brindaba con cada uno de los parroquianos beneficiados. Glacias, le decían entre sonrisas.

Era el único día al mes que el filipino visitaba el bar. Pasaba sus días caminando con un perro que había adoptado. La acequia lo veía ir y venir sin pausa, varias veces al día.

Se tejieron especulaciones sobre el carácter errante de los chinos, su frugalidad, y su relación de mutua fidelidad con los perros, que vino a desbaratar el mito anterior y muy extendido en el pueblo sobre el gusto de los asiáticos por los perros asados en salsa agridulce.

Un mes y medio después de la muerte del uruguayo, falleció el perro del filipino.

El hombre de los ojos breves y las maneras rasgadas se acostó sobre la tumba que cavó a un costado de la acequia y ya no se levantó.

Ese gesto reforzó la idea sobre la fidelidad entre los chinos y los perros.

Nadie se atrevió a enterrarlo. Dejaron que el tiempo, la lluvia, y el verano se encarguen de reunir, tierra adentro, al perro y al chino.

Osmael, con O por algún motivo que nadie preguntó, era hijo del único peruano del pueblo, y tenía, por sus ojos rasgados y su tez oscurecida, un lejano aire al chino.

Al llegar el día en que el oriental recientemente fallecido debía viajar a la ciudad para cobrar su giro, el padre llevó a Osmael hasta la puerta del correo y le encargó “hacé lo que te dije”.

Osmael enfrentó a la empleada de la sección giros y encomiendas, y ensayó un “buen día, lo de siemple”, con una entonación ensayada de las películas de la segunda guerra donde los yanquis masacran amarillos de uniforme que dicen amelicano y polotos.

La señora apenas si levantó los ojos de la revista que tenía sobre la falda, extendió un sobre gordo a Osmael, y un papel donde señaló con el dedo una línea punteada.

Osmael hizo una cruz y salió corriendo con el sobre, se subió al Chevy de su padre el peruano, y abrió la ventanilla para que el viento enfríe la transpiración que lo empapaba.

La operación se repitió mes a mes. Gracias a ese aporte llegado del Asia lejana, el pueblo comenzó a prosperar. El padre peruano de Osmael puso una tienda de ramos generales a la que llamó El Chino, en clara alusión. La inauguración reunió a todo el pueblo, que se atrevió a un tardío minuto de silencio sólo interrumpido por el lejano ladrido de un perro que los más creyentes atribuyeron a un mensaje del más allá.

En torno al almacén de ramos generales florecieron emprendimientos vinculados al transporte, el acopio, y la venta de servicios propios de una localidad pujante como el delivery de pollo a la parrilla.

En homenaje al inesperado benefactor, los negocios se llamaron El Chino Caminante, El Perro del Chino, Chino y Hermanos, y un arriesgado Kiosco Chang, propiedad de uno que aseguraba que todos los apellidos chinos eran así.

La pujanza del pueblo derivó en un intento anexionista por parte de la ciudad más cercana, que contó con el apoyo político de las autoridades de la Provincia, quienes vieron en la movida la posibilidad de financiar con los recursos del pueblo la decadencia de la ciudad y a la vez torcer las futuras elecciones locales con los votos de la urbe en detrimento de la modestia demográfica del pueblo.

“Eso es la democracia”, explicaron los dirigentes.

Finalmente, y a pesar de la oposición del pueblo, la anexión se concretó.

La ruina se apoderó del lugar, incapaces como fueron sus comercios de competir con los negocios de la ciudad.

Sus habitantes comenzaron a atribuirle la desgracia a la memoria del chino, y sus gestos y formas tuvieron nuevas lecturas. La frugalidad fue interpretada como miserabilidad; su fidelidad hacia los perros como una desviación que rozaba las más horribles perversiones.

Los comercios cambiaron sus nombres: Chino Maldito, La Peste Oriental y El Chino Invertido.

El Concejo Deliberante aprobó ordenanzas xenófobas, y hasta el padre peruano de Osmael se vio obligado a emigrar.

Sólo Donde Estela sobrevivió a la malaria. Allí cada noche una muchedumbre de parroquianos se juntan a contar historias que nadie cree.

 

Santiago Rey es periodista, trabaja en radio y colabora en varios medios. Además es director del sitio enestosdías. Su último libro es Silenciar la muerte sobre el asesinato de Rafael Nahuel.