Los mundos distópicos suelen ser bastante insensibles y llegan a enfermarse por la ausencia de expresividad. Una sociedad futura que sufre de un extraño mal y construye un Ringo gigante de metal en busca de una cura que nunca llega.
Y sucedió y sucede y sucederá. ¡Muy buenas noches, mundo en la balanza! En Metrópolis la finalista, el Gran Octógono desarrollaba sus actividades como una “central” humanoelectrónica del Imperio. El Gran Octógono era un polígono irregular, ya que sus lados no tenían igual importancia ni longitud en el dinamismo de aquel mundo. Sin duda el lado AB realizaba la función más vital, puesto que dirigía todos los resortes ofensivos y defensivos del Imperio, la investigación de las materias y las antimaterias, la construcción de nuevas armas físicas y psíquicas destinadas a los enemigos actuales o potenciales de la comunidad, ya fuesen internos o externos, ya se insinuaran en el plano terrestre o fueran sospechados en cualquier galaxia más o menos vecina. Sucedió, sucede y sucederá. ¡Tierra en la balanza, yo te saludo!
- Fue posible y es posible y será posible. ¡Yo te bendigo, santa Posibilidad! Aconteció un día en que los habitantes de Metrópolis exteriorizaron los primeros síntomas de una enfermedad secreta, una suerte de “abatimiento pestoso” que nadie había conocido hasta entonces. El lado EF del Gran Octógono, que custodiaba la salud pública, se lanzó al estudio integral de aquel morbo, no dudando que se debía o a un virus filtrable no descubierto aún o a las radiaciones de algún isótopo desconocido en la Tabla Periódica. Sin embargo, y tras una exhaustiva investigación de sus laboratorios, el lado EF concluyó por afirmar que la plaga no era del orden psicosomático. Ahora bien, la enfermedad crecía en Metrópolis, y sus marchitos ciudadanos desertaban de las usinas de metalurgia y electrónica, languidecían junto a los reactores atómicos y se desmayaban en las bases de lanzamiento de la cohetería interplanetaria. Y como la prensa, que nunca duerme, iniciase una campaña feroz contra la desidia oficial, el lado EF decidió transferir el expediente al lado GH del Octógono, según una estrategia de la burocracia que al parecer ha de subsistir hasta el Día del Juicio por la noche. Sucedió y sucede, porque todo efecto ya está implícito en su “causa”. Y si no ríes en la causa llorarás en los efectos.
- Justo es decir que el lado GH del Gran Octógono, cuya función era la de la enseñanza pública, tenía en Metrópolis una existencia que algunos tildaban de “invisible”, ya que había resuelto sus problemas en dichosa totalidad, a saber: a) un lavaje automático de los cerebros para lograr el vacío absoluto, y b) amueblamiento del vacío así logrado con las ciencias útiles a la comunidad y mediante robots atiborrados de fichas multicolores. A decir verdad, el lado GH limitaba sus acciones a la limpieza del instrumental y a la renovación periódica de los filtros, válvulas y electrodos que se consumían en el uso. Por lo cual sus funcionarios tenían el usufructo de un ocio que los demás, no sin envidia, calificaban de “peligrosamente paradisíaco”. No es mucho, pues, que la llegada del expediente Beta (con tal nombre se caratuló la enfermedad incógnita) destruyese las armonías de aquel edén administrativo: era un “presente griego” en el cual el lado GH presintió una cesantía en masa de sus técnicos y operarios. Que así se tejió, se teje y se tejerá.
- ¡Mandolinante mandolina! ¡Salve, planeta fugitivo! Sucedió que cuando los técnicos del GH se daban por difuntos en la computadora de sueldos, habló uno llamado Ramírez en el cual sus colegas venían temiendo un brote anacrónico del Humanismo felizmente superado en Metrópolis desde la Era del Orión. Y Ramírez habló así:
– A mi juicio, y según la Paleoantropología de mi especialidad, el morbo que padecen los habitantes del Imperio tiene su origen en una “falta de expresión” ya crónica.
– No es posible -objetó el Secretario General-. Hemos fabricado en Metrópolis una beatitud sintética y un éxtasis colectivo a los que no les falta ni un solo átomo.
– Les faltan los “átomos expresivos” -insistió Ramírez-. Desde la época glacial en que apareció el hombre, todas las comunidades humanas tuvieron expresión: Grecia en su Homero, Roma en su Virgilio, Israel en su David, los otros pueblos en sus poetas y sus músicos, tal como si los “átomos expresivos” de aquellas felices comunidades se hubiesen concentrado en un “individuo musical” o en un “individuo poético”. Los últimos de la serie dichosa fueron aquellos Beatles o aulladores que hace apenas tres siglos alcanzaron las medallas de sus reyes, los dólares de sus fanáticos y la histeria de sus admiradoras. A Metrópolis le falta un Homero, ¿entienden?
– ¡Ramírez está loco! -se indignó aquí un oficial de segunda-. ¿Qué diría el Gran Octógono si oyera ese dictamen de nuestro perito?
– Me c… en el Gran Octógono -le anunció Ramírez clásicamente.
Si aquel anuncio de Ramírez asombró a los funcionarios en razón de su anacronismo, no los impresionó como amenaza en razón de su imposibilidad absoluta, ya que los metropolitenses no realizaban ese acto fisiológico desde la Era de la Píldora Vitaminosa que no deja residuos. Con todo, su recuerdo trajo a los del GH una ráfaga de aromas folklóricos que duró exactamente un segundo con tres milésimas.
– Lo que ha expuesto Ramírez acerca de los “átomos expresivos” -adujo entonces el Director General- entra de lleno en la “posibilidad científica”. Es necesario que lo conozca el Gran Consejo del Octógono.
Y el expediente Beta, con la opinión de Ramírez, fue girado al Gran Consejo en el cual el morbo común de los metropolitenses hacía estragos. ¡Esfera giratoria, te saludo, fiel a la cortesía! Es posible y ha de suceder. - Claro está que frente a un caso tan peligroso de “regresión”, el Gran Consejo decidió enviar al perito Ramírez a una cámara de desintegración atómica, para que al éter volviera lo que había engendrado el éter. Pero la Junta de Psiquiatría, sin desestimar las razones del Gran Consejo, intervino en favor de Ramírez alegando: 1º) que nadie, como los psiquiatras, desconocía los misterios de psiquis; 2º) que si la Ciencia es una “posibilidad infinita”, o la Ciencia es una diosa o es una meretriz lujosamente decorada; y 3º) que antes de atomizar a Ramírez, era mejor escucharlo y exprimir hasta la última gota de su tesis increíble. Naturalmente, la Junta de Psiquiatría, por tener más verba, ganó esa batalla. Y el técnico Ramírez, una noche, se vio ante los “capos” del Gran Octógono, seres de un poder enorme y de una envidiable longevidad obtenida merced a sus corazones ajenos de trasplante reciente, a sus páncreas de nailon y a sus riñones de fibra sintética. Justo es decir que Ramírez, al principio, se intimidó ante aquellos ancianos niños o niños decrépitos que integraban el Octógono y que ponían en él ahora sus ojitos miopes como si estudiasen a un monstruo antediluviano. Pero derrotó su timidez al considerar, 1º) que los grandes jerarcas del Octógono, merced a sus cerebros atrofiados, no valían un pito sin las computadoras electrónicas y 2º) que la enfermedad Beta los apretaba ya en duros estratos de idiotez. Entonces advirtió que una suerte de risa pretérita jugueteaba en su sangre de antropólogo rebelde.
– Señores del Octógono -les dijo Ramírez-, no vean en mí a un agitador sino a un “retrógrado”. La tesis que me ha valido la expulsión de la Universidad sostenía que “la bestia hombre nace para el conocimiento y la expresión”. En lo que atañe al “conocimiento” sabido es que Metrópolis está en la vanguardia del mundo, pues ha descubierto que no es el hombre quien construye la Industria sino la Industria quien construye al hombre. Desgraciadamente, la “expresión” no ha seguido aquí una vía paralela de ascenso; y en ese orden los marcianos nos aventajan en diez siglos, ya que cada uno tiene un megáfono en lugar de boca y responde a los estímulos de una “broadcasting” interior. La enfermedad Beta que nos consume se debe a una ya insostenible atrofia de nuestra expresividad. Y en busca de su remedio es que yo, “el retrógrado”, hice una excavación en la Historia del Hombre hasta llegar al paleolítico de la música. Naturalmente, regresé con una solución en forma de trompeta.
– ¿Qué remedio pondría usted a ese morbo de la “no expresión” que aflige a nuestros conciudadanos? -le preguntó el Gran Maestre del Octógono.
– A mi entender -propuso Ramírez- deberíamos construir un Orfeo que reuniera en sí todas las voces nonatas de Metrópolis.
– ¿Un robot expresivo?
– Eso es.
Tras una votación relámpago (la Democracia se mantenía en el Imperio como un lujo no caro y deliciosamente inútil) se resolvió confiar al técnico Ramírez la construcción de un poeta electrónico en escala gigante, obra de salvación nacional que pondría en juego todos los recursos del Estado en la metalurgia, la cibernética y la foniatría.
- ¡Teje, tejedor de humos! ¡Construye, albañil de neblinas! Lo primero que hizo Ramírez en tren de inspiración fue solicitar una botella de coñac francés entre las que se guardaban como un tesoro arqueológico en el Museo Retrospectivo de las Borracheras. Desde hacía un siglo, los habitantes de la ciudad sólo se mamaban con el cocktail de neutrones retardados que sucedió al ácido lisérgico y a las esencias destiladas de los hongos mexicanos. A favor de su botella, Ramírez concibió un beatle o aullador mecánico lo suficientemente poderoso como para llegar a los tímpanos resecos de los metropolitenses. El beatle sería un gigante de metal: tendría la forma del hombre, para que los ciudadanos lo reconocieran en sus pantallas de televisión y se reconociesen a sí mismos en él; y se llamaría Ringo, en homenaje al beatle de carne y hueso que se inmortalizó en su edad, y cuya osamenta ilustre descansaba en la abadía de Westminster. Pero, ¿qué voces y músicas habitarían el tórax electrónico de Ringo? Si el beatle mecánico debía expresar al Imperio, era urgente recoger y grabar todos los no proferidos acentos de sus habitantes, las euforias comunes, los temores y angustias colectivos. El viento se teje si el tejedor es hábil.
- Tras una investigación minuciosa de psicoanalistas y musicólogos, la voz de Ringo fue compuesta, grabada y metida en el pecho metálico del beatle, para cuya residencia se construyó un templete monumental que reunía en sí las más óptimas condiciones de acústica. El repertorio del beatle se concentraba en una pieza única, rapsodia o potpourri, que reunía los temas siguientes de la civilización metropolitana: los éxtasis de la inseminación artificial y de los onanismos electrónicos; el goce de las píldoras vitaminosas que no dejan residuos; la tolerancia o rechazo de piezas anatómicas en injerto; la exaltación que producen los mecanismos bien aceitados y el ulular de la cibernética; el gusto de las aceleraciones y faltas de gravitación en los viajes espaciales; la expectativa y angustia de un ataque nuclear inminente desde las bases enemigas del norte; la seguridad insegura de una invasión posible desde el planeta Venus o algún punto del cosmos ya detectado por los radares; y, sobre todo, la convicción oficial de que Metrópolis estaba realizando el paraíso científico largamente profetizado en la Tierra desde que se inventó el tubo de Geissler. ¡Y sucederá, lo juro por las barbas en flor del gran Heráclito!
- Llegó al fin la noche de las noches en que Ringo, el beatle artificial, sería presentado a los enfermos habitantes de Metrópolis. En su templete de vidrio-cemento y ante las cámaras de televisión, Ringo exhibía una majestad imponente con su estructura de caja sonora, su rostro gesticulante y la enorme guitarra eléctrica sobre la cual ponía él sus dos manoplas en frenesí. Y cuando Ramírez, en overall de gala, hizo funcionar los controles, Ringo dejó escapar toda la sinfonía que se concentraba en su tórax y que los transmisores del Imperio lanzaron al éter. ¡Hurra, mundo zumbante! Las estaciones médicas a control remoto, los hospitales y clínicas, los televidentes enloquecidos no tardaron en gritar la buena nueva o el milagro del beatle. ¡Sí, los enfermos del mal Beta curaban instantáneamente! Agonizantes listos ya para ceder al Estado sus riñones transferibles abandonaban los quirófanos con un frenético paso de baile. ¡Hurra, cascabel ebrio! ¡Metrópolis había recobrado la salud! Aunque la vieja ponzoña del individualismo ya no existía en la ciudad, el técnico Ramírez, por una sola vez y sin que sentara precedente, fue mencionado en la sesión del Gran Octógono; y se le concedió por añadidura otra botella del coñac histórico que se guardaba en el Museo con fines científicos. Y dice la leyenda que Ramírez, esa misma noche, se agarró una tranca sublime que lo lanzó a los bulevares, desnudo como había nacido, y que allí se dio a una exhibición de frescas y perimidas obscenidades. Naturalmente, Ramírez fue alojado en un manicomio de lujo donde acabó sus días apaciblemente.
- Se abrió desde aquella noche la Era de Ringo el beatle salvador. Y Metrópolis adquirió en adelante una fuerza expansiva que llegó a inquietar a sus enemigos terrestres y a sus observadores cósmicos. Todas las noches, desde su templete, Ringo aullaba, gesticulaba y punteaba su guitarrón: cada nuevo triunfo de la técnica o de la investigación científica era grabado y añadido al repertorio del beatle. Y los habitantes del Imperio, frente a sus receptores, exultaban ante aquel poeta mecánico que rugía y gesticulaba por ellos. Metrópolis entendió así que ya era hora de universalizar su orgulloso dominio. El orgullo es funesto cuando adquiere la forma de un batracio que se infla con sus propias ventosidades, y más aún si la Bomba X estaría y estuvo y estará.
- Porque la Bomba X ya estaba en las células grises de un físico lleno de piadosas ternuras. ¡Y Ringo debió saberlo y aullarlo en su guitarra electrónica! ¿Qué debió saber el Orfeo de alambre? Que una Bomba X deja con gran facilidad el cráneo de un físico para entrar en un ciclotronante ciclotrón. ¿Qué debió aullar el beatle? Que no hay mucho intervalo entre las tiernas lágrimas de un físico y una explosión atómica. ¿Y qué culpa tendrían el físico y el beatle? Llorará en los efectos quien no rio en la Causa. Por eso, cuando la Bomba X estalló y su hongo gigantesco pudo abrirse como una flor de uranio sobre Metrópolis; cuando la ola expansiva dio en tierra con el templete de Ringo, entonces el Beatle Final se vio libre de su cautiverio. Movido por un remanente de sus condensadores, echó a caminar entre los derrumbes, gesticulante aún de risas mecánicas, aullando su canción de usina, hiriendo el cordaje imbécil de su vihuela. Ringo avanzaba por entre muros que se tambalearon aún como ebrios, columnas y chimeneas rotas, materiales en pulverización, calcomanías de hombres y mujeres laminados en el suelo. Ringo gesticulaba, reía y aullaba en un silencio sin pájaros y en un calor de horno. ¡Y fue posible y es posible y será posible, mundo feroz en la balanza!
- Por último, sobre sus piernas de autómata en libertad, Ringo entró en un Museo de la Paleomúsica, y sus pies duros trituraron instrumentos antiguos, violas y contrabajos, trompetas y fagotes, órganos de tubos retorcidos, estatuas de compositores ilustres recién caídas de sus pedestales. El Beatle Final aún cantaba y tañía; pero sus condensadores ya se le agotaban, su voz languidecía en un tartamudeo de fonógrafo sin cuerda y sus pies vacilaban entre los escombros. Cayó al fin, primero de rodillas y después largo a largo: en su derrumbe, la testa de Ringo fue a dar contra una cabeza de Beethoven recién degollada. El Ángel de la Muerte, que recorría la ciudad, vio las dos caras juntas: la de Beethoven, con su rictus humano que aún retenía la piedra, y la de Ringo, con las aristas y rigideces que le dio la metalurgia. Y en el contraste de los dos rostros entendió el ángel la razón exacta del cataclismo.
- Sucederá porque sucede y sucede porque sucedió. ¡Yo te saludo, tierra en la balanza, fiel a la cortesía! Que tengas buenas noches.
Leopoldo Marechal (1900-1970) fue uno de los grandes nombres de la literatura argentina. Entre sus libros, Adán Buenosayres, Megafón o la guerra y Antígona Vélez.