Un hijo que lleva la carga de llamarse Segundo porque su madre perdió al primer bebé. Una atmósfera de barriadas, de gente de laburo, el policlínico Eva Perón. Cierta rumiación contra Dios y la compulsión de perder el cuerpo o la vida en una moto enduro, de camino a un infierno mediocre.
Hay sensaciones que son sueños, que ocupan como una niebla
toda la extensión del espíritu, que no dejan pensar,
que no dejan hacer, que no dejan claramente ser.
Fernando Pessoa
El, bautizado como Segundo, fue el primer hijo después del muerto; lo que no impidió que esa imagen, ese olor, ese sonido, quedaran registrados en su derrota. Un relato repetido por la madre, mediante palabras, gestos y más palabras, se acomodó en su cabeza; discreto y expectante, sin apuro. Así la leyenda familiar se hizo carne, y él creció bajo la tutela de un pasado en tecnicolor, tan verosímil como el falso mito de la tierra plana.
La reminiscencia de una tarde perezosa de abril, plena de sol, y de un aroma a chocolate tibio que iba a ser un bizcochuelo de festejo. Las manos secas pero todavía húmedas de ella, su madre, que acomodaron la batita sobre un cuerpo que dormía una siesta. La sorpresa fugaz, comparable a la sensación de oír un timbre que nunca sonó. La sorpresa evidente, al mover con suavidad las rígidas piernitas, al tocar las frías mejillas blancas. El espanto. Una furia descontrolada golpeando la puerta de una vecina amiga:
-¡Graciela! ¡Graciela! ¡No respira! ¡Leandro no respira!
Un taxi asustado, veloz y a los saltos, sobre los adoquines del barrio en mil novecientos setenta. La realidad vertiginosa imponiéndose fuera de foco. Un silencio frenético entre cada bocinazo y los sentidos murmullos de la amiga:
-Todo va a salir bien, rezá, rezá, que todo va a salir bien.
El necio y brutal orgullo que le impidió suplicar, en ese instante desesperado, a Dios; a pesar de un amor maternal que ella adjetivaba y proclamaba como único. Los pocos minutos del viaje que duraron como horas, la corrida feroz por la vereda, por las escaleras de mármol, los gritos violentos pidiendo ayuda. La espera ante una doble puerta blanca, con los dientes apretados y las uñas clavadas en las palmas de las manos. Un llamado telefónico al padre, quien abandonó su trabajo y cruzó la ciudad en un instante. Las palabras siempre odiadas por quienes no estudiaron para decirlas:
-Señora, lo sentimos mucho pero no se pudo hacer nada. La criatura ingresó fallecida.
***
Ya hace quince días que Segundo permanece internado, inmóvil, en el Policlínico Eva Perón del partido de General San Martín. Rodeado de cables, cercado por voces desconocidas; solo espera que el dado de la suerte detenga sus caprichosos rebotes. Luchando en desventaja, sostenido por las drogas; solo aspira a poder cerrar este paréntesis que el mismo concibió algunos años atrás. Resiste con vehemencia, pero, avergonzado por lo que hizo, prefiere callar. La última imagen que retiene su memoria es la sensación borrosa de la moto deslizándose, escapándose de sus piernas, sin que pueda su cuerpo controlarla. Se mantiene siempre en silencio cuando su padre, quien lo acompaña todo el tiempo, le habla con palabras dulces para darle ánimo. Ahora Segundo, tan bien educado para obedecer todos los mandatos, los callados y los dichos, no protesta por la molesta luz sobre sus ojos, ni reclama por ese vaho a desinfectante que lo rodea. Está entregado a los brazos de ese edificio-templo donde se festeja la vida al mismo tiempo que se tributa a la muerte. Cada tanto, cuando cede el dolor, fugaces momentos de lucidez le permiten pensarse, sondear su vida; entonces un llanto sin lágrimas, que no logra interpretar, lo invade autoritario.
***
El padre bueno arropó a la madre entre sus manos de pan y su aliento de menta, en un abrazo privado de comentarios. Atado a un papel que nunca eligió, se calzó un disfraz de hombre estoico que apenas lo cubría. Ella adoptó el rol de víctima única y se tomó cuatro meses para poder tolerar en soledad el hogar vacío. Durante esos días transcurrieron sus horas en la casa de una tía sobreprotectora quien con cautela la cuidó, la acompañó, en el tiempo que su esposo trabajaba como administrativo en una empresa textil. Cuando ella al fin se animó a permanecer sola en el departamento tuvo que enfrentar la presencia opresiva de los pájaros, del viento y la lluvia en las ventanas sucias. Le parecía escuchar como un eco el llanto de su hijo brotando desde cada pared. Sentía, en su estar a la deriva, que las pequeñas habitaciones eran un mar donde flotaba sin remos ni timón. Fue entonces en esos primeros días de soledad cuando pergeñó, sin consensuarlo con el padre, un fúnebre conjuro ante la ausencia de Leandro. Con odio, llorando su fracasado ser, guardó en una pequeña caja de madera algunas pocas cosas: unas fotos, un mechón de pelo, una frazadita celeste con elefantes blancos, un babero y un par de escarpines tejidos al crochet por una de las abuelas. Tiró todo lo demás a la basura. Así quedó congelada y ausente por varios años la presencia del hermanito mayor, bien custodiada, sin velas ni oraciones, sobre un furtivo altarcito para iniciados; manteniéndose oculta para Segundo y para sus dos hermanos menores, pero ejerciendo de subtexto de algunas miradas y de ciertas incomodas respuestas, las cuales, debido al candor infantil, los chicos nunca llegaban a interpretar.
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El corazón de Segundo soporta frente a toda lógica y embiste como un toro porque nunca supo hacer las cosas de otra manera. Es la tercera vez en cinco años que lo ingresan de urgencia a un hospital, y en todas las ocasiones debido a accidentes en carreras de motos enduro. Apenas cumplidos sus dieciocho años invirtió todo lo que tenía ahorrado en comprar su primera moto, a pesar del enojo y la férrea oposición de su padre. Es un pasatiempo que le resulta bastante costoso y que le exige muchas veces trabajar horas extras en la siderúrgica donde está empleado. Pero Segundo explica siempre a quienes lo reprenden que no existe sensación comparable a la que experimenta corriendo con la moto; que la adrenalina que le genera cada salto, derrape o acelerada, justifica enfrentar ese riesgo constante. Un amor por el peligro que también cultivan sus hermanos quienes son instructores de parapente, uno en las sierras de Córdoba y otro en la cordillera mendocina: tres hermanos bien engrillados al mismo mandato. Aunque gusta Segundo de darse aires de superado, de persona madura que tiene el control de su vida, nunca tuvo el valor de interrogarse qué motivó la elección de un pasatiempo tan inseguro. Y sumido en esa negación son habituales sus oscuras bromas sobre la ruleta rusa que representa cada carrera. Justifica su humor negro diciendo que le sirve de amuleto, que le resulta una cábala simple y barata para exorcizar el miedo inevitable. Pero esta vez ningún talismán fue suficiente porque una fractura de clavícula o una leve conmoción cerebral, que habían sido las causas de las anteriores internaciones, son incomparables con las graves consecuencias de este accidente.
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Cuando estaba en cuarto grado mi mamá me llevó a un bar sobre la avenida comercial que quedaba a dos cuadras de nuestro edificio. Era todo un acontecimiento, una situación muy extraña. Nunca hacíamos algo juntos porque ella siempre fue una mujer solitaria, poco demostrativa, y con una amargura de la cual mi divertido padre se fue contagiando. Esa mañana de sábado eligió una mesa pegada a una ventana y yo me acomodé curioseando el local. Sentí en ese instante la misma alegría tantas veces experimentada junto a mi papá en los incontables momentos que compartíamos los tres hijos junto a él: los viajes al río Paraná y sus infinitas horas sobre el muelle gris del Club de Pescadores y Cazadores del Oeste, las tardes de domingo gritando goles en la platea alta del estadio Monumental, los torneos de baby fútbol que jugábamos en el Club 17 de Agosto del barrio de Villa Pueyrredón, en el cual él ejercía de tesorero. Miré a mi mamá y le sonreí con todos mis dientes pero ella, solemne, desvió su mirada hacia la caja e hizo una seña con su mano levantada. El mozo llamó submarino a una barrita de chocolate junto a un vaso de leche caliente y aprendí que un tostado era un sándwich finito, un poco quemado, de queso y de jamón. Mi mamá comentó algunas trivialidades sobre el clima y la ciudad mientras se tomaba una enorme taza de café sin azúcar. Al terminarla, con un aire extraño, buscó algo en su voluminosa cartera de cuero negro y lo apoyó sobre la mesa:
-Tomá, esta es la libreta de casamiento de tu mamá y de tu papá.
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En un sobrio pasillo mal pintado, con sus curiosas puertas y sus carteles indicadores, los padres de Segundo escuchan las cuidadas y medidas voces de tres médicos. Ante la ausencia de mejoría, y luego de haber realizado varios estudios, entienden que corresponde tomar una decisión sin más demoras. La intervención quirúrgica de la columna vertebral es de extrema complejidad por el riesgo cierto de dañar la médula espinal, pero se encuentran en un callejón sin salida. Con dudosa convicción ambos firman los necesarios permisos y consentimientos; el padre, a espaldas de la madre, disimuladamente se persigna.
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Observé a mi mamá algo cohibido y esperé sin entender para qué me estaba dando la libreta. Luego de un silencio incómodo me contó que se habían comunicado de la escuela pidiendo que lleváramos ese documento. Me explicó que era un trámite habitual que se realizaba en todos los colegios públicos cuando los alumnos cumplían los ocho años. Abrió despacio la libreta de tapas duras, buscó con dedos seguros entre las hojas, y me la acercó para que la mire. En letras de imprenta decía “Defunciones” y escrito a mano con tinta azul pude leer “Leandro Soto – 17 de abril de 1970”. Pregunté qué significaba defunciones. Escuché una explicación muy breve pero que entendí inmediatamente. Pregunté con miedo quién era Leandro. Esa tarde por primera y única vez vi lágrimas en la cara de mi mamá. Sin sentir una angustia especial, sin entender muy bien por qué, yo estaba llorando frente a ella con mis ojos irritados, con la nariz tapada, temblando. Con un ritmo lento y una voz seria me relató la muerte blanca de mi hermanito mayor, cómo dejó de existir días antes de cumplir sus tres meses de vida. Me contó que había sido un bebe hermoso y fuerte; la sana envidia de todas sus amigas quienes se maravillaban con lo vivaz que era, con las ganas con las que se alimentaba, con lo profundo que dormía toda la noche sin despertarse. Me enteré que mi madrina Zoraida y mi padrino Oscar iban a serlo de Leandro y que ellos sintieron como una sanación del alma el poder ser padrinos de mi bautismo. Describió el ataúd blanco donde llevan a los nenes chiquitos, y a la pequeña urna de madera junto a la urna de mi abuelo materno, en un nicho del cementerio de la Chacarita. Enumeró los eternos días de su duelo por esa muerte injusta, una muerte sin sentido, sin explicación, y me dijo que no se había suicidado para no dejarlo solo a mi papá. Con parsimonia, atenta a todos los detalles, construyó la historia que aún conservo en mi memoria. Me justificó, con palabras claras, el por qué me había ocultado hasta ese momento lo sucedido. Explicó que lo hizo para que yo no creciera con la herida interna, con el trauma que representa para un chico un hermano ausente; y me aclaró que a su debido tiempo se lo contaría a Santiago y a Andrés, mis hermanos menores.
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Y de esa manera ocurrió y se repitió la escena calcada. Dos veces más se consumó la ceremonia concebida y presidida en la cabeza de la madre. Luego que el hijo más pequeño tuvo su ritual de iniciación, con el submarino y el tostado, aparecieron dos fotos de Leandro sobre un estante de la biblioteca. A partir de ese momento se pudo hablar de él en las reuniones y en la mesa familiar; desaparecieron los codazos disimulados y las miradas de reojo, ante cada comentario distraído. Y los tres hermanos supieron entonces nuevas historias sobre el primogénito: que era el que había nacido con más peso de los cuatro, que tenía un desarrollo motor sorprendente, que antes del mes levantaba la cabeza al estar boca abajo. Descubrieron por qué la madre apagaba la radio, furibunda, apenas sonaba El Firulete o Taquito Militar, las milongas con la cual ella lo había acunado. El fantasma potenció, así rearmado, su influencia impune sobre los tres inocentes.
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Escucha Segundo, impávido, el parte médico sobre la parálisis irreversible de sus piernas. Su gesto reprimido, ridículo, contrasta con la tensión y la evidente emoción que envuelve a los cirujanos. Escucha y niega con su habitual capacidad para hacerse el distraído, para poner su mente en blanco. No siente dolor, narcotizado su cuerpo con potentes calmantes. No hace preguntas, apenas se permite mover los ojos y balancear, con la boca cerrada, de lado a lado su mandíbula. Se retiran los médicos y queda a solas con sus padres, intenta entonces sonreírles condescendiente, pero no le puede sostener la mirada a un hombre que en tres semanas se avejentó una década. El padre rompe el silencio:
-Hijo, no tenemos que perder la fe en Dios. Estoy seguro que vamos a dar con un tratamiento para que puedas recuperarte.
-Juan Carlos, por favor… no es momento de endulzar las cosas, hay que ser realistas. Segundo es joven y tiene que resolver qué va a hacer con su vida, sin falsas expectativas.
Los tres miran hacia distintas paredes y ella sentencia impostada:
-Una nunca deja de ser madre.
Familia y amigos están muy sorprendidos por la actitud con la cual recibió la noticia. Todos lo visitan incómodos, afectuosos, tristes, desesperados por pronunciar las palabras correctas; pero ellos no saben que él se siente satisfecho.
No sospechan que Segundo cree, con la inocente pasión de los niños no queridos, que llegó su hora de subirse al altarcito. Para dejar de ser la copia defectuosa del que debía estar en su lugar. Para salir de su lugar de suplente apenas tolerado. Que ahora sí, después de tanto anhelarlo, su mamá lo va a querer a él como a su hermanito mayor, quien supo remontar el vuelo a tiempo. Segundo, obligado a ser un muerto para poder vivir, no logra percibir que ninguna inmolación alcanza cuando el amor brilla por su ausencia.
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Segundo aun respira… pero de continuar aferrado al mismo rumbo ya la escritura está a la firma, todo está dicho, bien definidas las escenas, los aplausos, el vestuario, el número de nicho y la parcela.
Segundo aun respira… pero en la fría incertidumbre de las noches su cuerpo, empecinado, es un estertor-potencia, un poder decidirse a virar el rumbo y enfrentar al infierno. El infierno de ser tan mediocre esclavo al papel asignado, acumulando equívocos y tontas ilusiones; un vulgar pequeño infierno. Pero infierno personal y rotulado por ser el mismo la sierra y la cadena.