El tiempo transcurre gris y conforme mientras una pareja transita la vida en un mundo donde las aceptaciones van marcando un destino.
El era un tipo común. Podríamos afirmar que era el prototipo del común. Ni alto ni bajo, no era lindo pero tampoco feo, ni brillante ni obtuso, sí dócil. En sus estudios, que los tenía, era un promedio de seis puntos. Incapaz de grandes ideas o de tomar decisiones fundamentales, pero eficaz para cumplir órdenes y hacerlas ejecutar. Tenía un buen empleo, por supuesto como mando intermedio y un ingreso, medio también, que no era desdeñable.
Ella era, digamos, bonita. No tenía un cuerpo exuberante, pero sí bien proporcionado. Sus ojos grandes y oscuros, enmarcados en tenues ojeras y sus labios carnosos le daban un aire sensual que atraía una segunda mirada.
Comenzaron a noviar apenas terminada la adolescencia. Vivían en el mismo barrio suburbano. Pasaron de las caricias, cada vez más apasionadas, hasta algunos polvos, casi furtivos, no demasiados. Luego de tres años, ella dijo que era hora de casarse. El aceptó.
Los primeros tiempos fueron satisfactorios, aunque él estableció que el sexo era jueves y domingos. Ella aceptó. Pero el tiempo fue pasando y, aunque ambos querían, no había embarazo. Los estudios no arrojaron anomalías en ninguno de los dos. Hubo que cambiar la rutina y buscar los períodos de fertilidad. Tampoco hubo resultados. Ella se negó a realizar tratamientos, y dijo -Las cosas deben ser naturales-. El aceptó. Ella dijo, esta casa es muy chica, necesitamos, por lo menos, una habitación más. Debemos mudarnos. El aceptó. En la nueva casa, ella eligió una pintura neutra para la habitación más pequeña y luego la cerró. El aceptó.
De tantas visitas, ella había entablado con el ginecólogo, una relación ligeramente más personalizada. En una nueva consulta comenzó, desenfadadamente, a seducirlo. El médico, en lucha entre la ética profesional y la atracción, comenzó a sentirse muy incómodo, hasta que ella, colocando su mano en la entrepierna de él, zanjó la situación. Se vieron asiduamente durante varios meses, pero, al no tener ella ninguna novedad, sus citas fueron espaciándose. La siguiente etapa fue salir a la calle de levante eligiendo cuidadosamente con quien acostarse. Tampoco pasó nada.
Casi un año más tarde, ante la sorpresa de él, que no alcanzaba a entenderlo, ella le dio un certificado médico que decía que en parto casero había nacido una criatura de sexo masculino, sin inconvenientes y con un peso de tres kilos cuatrocientos gramos. Andá al Registro Civil y anotalo, dijo ella. Se llamará José Ignacio. El aceptó.
Luego vino un frenesí, repintar la habitación, decorarla, comprar la cuna.
Poco más de dos años después, ella dijo, José Ignacio necesita compañía, conseguiré otro certificado. Está bien, dijo él, pero que sea otro varón, para no tener que mudarnos. Ella aceptó.
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