Un genio del piano y su primera profesora. Él deslumbra a su público y ella le cuenta a una periodista su historia, en la que me mezclan el amor a la música, el placer (aunque no siempre) y el sentido último de las verdaderas vocaciones.

La verdad es que él odiaba la música –me dijo y sonrió un poquito mientras me servía el té con las manos deformes de los viejos.

Yo había ido a hacerle el reportaje a la casona de Villa Lugano. Suponía que ella estaba acostumbrada a que le preguntaran por su único alumno famoso. No los periodistas, claro (de esos, yo era la primera). Pero sí los amigos, los vecinos, los curiosos. Estoy segura de que había contado la historia varias veces pero era evidente que no estaba aburrida. Era evidente que la conmovía que alguien se interesara por el momento en que él había llegado a su puerta y había dicho las famosas palabras: Quiero que me enseñe música.

Y ella no era la única. Yo también estaba conmovida. Me conmovía todo, hasta el té, que no acostumbro a tomar. Me enorgullecía haber tenido la idea, haber hecho la llamada, haberla conseguido a ella. Me habían pedido algo nuevo sobre Juan…, y bueno, ahí lo tenían. Sé que cuando me levanté para irme con el sol bajo en el horizonte, apreté la cartera con las cintas grabadas contra mi cuerpo y sonreí.

-¿En serio? –dije, interesada cuando oí lo del odio a la música. Sonaba importante…Había aprendido a no dejar pasar ese tipo de cosas.

No le gustaba nada, repitió ella, fascinada con su propia historia.

-Tuve suerte. –Tenía los ojos brillantes, entusiasmados, ojos que parecían mucho más jóvenes que ella –. Mucha. Al principio no me di cuenta. Juan me lo contó cuando ya casi era famoso. Cuando me tuvo confianza, supongo. –Pensó un momento y supe que lo que iba a decirme era nuevo también para ella –. Supongo que fue después de que me atreví a decirle que su papá me parecía odioso.

Bueno, pensé, esto pinta bien. Me acomodé en el sillón estrecho y floreado. Ahora, cuando me pregunto qué significa lo que me dijo, no estoy del todo segura. Creo que, a pesar de la estrategia y el control y la satisfacción por lo que estaba pasando, hubo momentos en que, mientras la escuchaba, me dejé llevar. Momentos en que no pensé en el diario ni en el grabador ni en las felicitaciones en la redacción.

Juan había estudiado música de chico, me dijo ella. La idea fue del padre. Para el padre, le dijo después Juan a la profesora en ese mismo sillón floreado, la música era como las matemáticas. Había que conocerla. Había que ser capaz de sentarse al piano y tocar una canción en una fiesta de familia. Eso era parte de lo básico. Así que todos los sábados, Juan subía al auto y viajaba hasta la casona de un hombre alto de cabello blanco y manos duras que le hacía repetir mil veces cada compás. Que salga perfecto, ordenaba. Por desgracia, tenía una paciencia infinita.

Juan lo odiaba. Odiaba el reloj detenido sobre la chimenea roja, el metrónomo lento y solemne, los ojos cerrados del hombre cuando lo escuchaba, sus muecas de dolor cuando las cosas no salían como él esperaba. Odiaba el olor a alcanfor de los almohadones de su casa. El roce de la tela rústica que forraba el banco del piano. Odiaba que el olor se le quedara en la ropa, que la sensación de la tela se le quedara en los dedos. Cuando volvía de la clase, se bañaba religiosamente y respiraba con la cara metida en la ducha, despacio, para olvidar.

Las clases eran los sábados. Los viernes, él volvía después de las once, jamás antes. Aunque tuviera que levantarse temprano al día siguiente. Los viernes eran el mejor día de la semana y él salía con los otros a tomar cerveza. Pero después, el sábado, en el desayuno, el padre protestaba mientras la madre murmuraba Es un chico y seguía sirviendo café con leche. En eso, Juan no cedía. A las once, once y media, cuando abría la puerta, la planta baja estaba en calma. Todos se habían mudado a los dormitorios y según le había contado a la profesora, él se sentaba un rato en el living y miraba las ventanas oscuras. Vacía, la casa le parecía casi amigable.

Esa hora tenía un secreto: el padre regulaba su vida como un reloj, y hasta las 10,30, seguía instalado en el sillón verde con el tocadiscos encendido. Si él llegaba antes de esa hora, le hacía un gesto con la mano y Juan tenía que sentarse a su lado en silencio absoluto mientras el padre le apoyaba la mano en el hombro o en la pierna. Era un rato largo de inmovilidad total, hundidos los dos en la música clásica, densa, lenta que el padre amaba tanto y que Juan sentía como se siente un dolor indefinido e insoportable. Los músculos se le ponían tensos y estrechos, como cordones. El padre cerraba los ojos y sonreía, una sonrisa satisfecha y sincera y la diferencia entre los dos cavaba un límite feroz, una grieta entre una pierna relajada de un lado y una pierna endurecida del otro. El padre no lo notaba. Juan le había dicho a la profesora que estaba seguro de que, para el padre, ese espacio incómodo y desequilibrado era el momento más verdadero que tenía con su hijo.

–Tal vez tenía razón –me dijo ella ahora y fijó los ojos en mí durante un momento. En general, no me miraba. La historia levantaba un escudo a su alrededor, un refugio provisorio.

Así que Juan había evitado los viernes con un leve cambio de horario. Pero la clase de música de los sábados parecía ineludible. Y entonces, un día de mayo, a los trece o catorce años, se negó.

Lo sorprendió lo fácil que fue plantarse en la mesa del desayuno y anunciar No voy a música. No voy más. Me anoté en fútbol.

-Lo que pasó después –me contó la profesora –no me lo dijo nunca. Creo que no le importaba. Seguramente para él bastaba con haber puesto eso sobre la mesa. Con haberlo dicho.

-Sí, claro –dije –, pero ¿y el padre? ¿Qué hizo el padre?

Porque yo ya había descartado a la madre. La madre no parecía más que una de esas figuras de fondo que se cruzan de vez en cuando frente a los ojos, un nombre, apenas, puesto ahí para cerrar las grietas de la historia.

El padre había reaccionado mal, me dijo ella. Había gritado y golpeado el puño sobre la mesa. Había dicho Vas. Había insistido. Antes de darse por vencido, había salido con destructivo y vasto como Bueno, está bien, igual no vale la pena…, es como tirarle margaritas a los chanchos. Y había vuelto al tocadiscos. Sin Juan. Juan nunca había vuelto a llegar antes de las 11.

-Tirarle margaritas a los chanchos –repitió la profesora de música mientras, en el jardín, las sombras de los árboles se estiraban para tocar la ventana –. No entiendo cómo ese chico volvió a la música. En el fondo, no tiene sentido. De eso hablo cuando digo que tuve suerte, ¿me entiende?

Porque dos años después, Juan tocaba el timbre de esa casa y decía Quiero que me enseñe música. Así que yo sonreí para alentarla, me acomodé otra vez en el sillón floreado y me serví un poco más de té.

-Dos años después –dijo ella y cuando me sonrió, me acordé de mi madre en las mañanas, cuando la enfermedad le comía los huesos y ella casi había dejado de resistirse –, vino a verme. Pero antes oyó cantar. Eso fue lo que dijo: Vine porque oí cantar.

Una tarde de verano. La avenida duerme el calor de las siestas. Juan camina por la vereda de sombra, mirando baldosas amarillas. Está justo en el centro del pozo oscuro de la adolescencia, una adolescencia vacía y quieta. No tiene amigos, los libros no le interesan, no le gusta el cine, las clases son un tiempo muerto que está obligado a honrar y que desprecia.

No sabe por qué entra al Parquecito del Ombú. En general, lo evita. Hay demasiados chicos, demasiados gritos, una ronda perpetua de vendedores y madres y una calesita del otro lado, junto al paredón de las vías.

La profesora lo contaba como se cuenta una leyenda, con algo parecido a la reverencia en los ojos, siempre más jóvenes que ella. Primero, dibujó el escenario con las manos deformes en el aire detenido, como si pintara. La plaza quemada de sol. La ronda de chicos indiferentes a la temperatura, al sol radiante, al viento asfixiado de enero. Un banco bajo el ombú, milagrosamente desierto, a la sombra. Cuatro mujeres que charlaban del otro lado, junto a la calesita, tan a contraluz que Juan no les vio la cara.

-No es que le interesara –me aclaró enseguida, la voz perfecta de los que saben ubicar una nota en el canto –. No, al principio. Al principio, y eso lo digo yo, supongo que lo único que quería era pasear su malhumor.

Olvidarse, tal vez perder la mirada en las ramas llenas de cigarras. La música ya está ahí cuando se atreve a notarla. Una canción solitaria, sin instrumentos, sola en el medio de la siesta. Una voz un poco ronca pero entera, intensa como una piedra. A su modo, perfecta.

Juan cierra los ojos. Eso le dijo a la profesora. Que al principio había cerrado los ojos para estar más cerca. La canción habla de amor y de pueblos chicos. De razones para seguir viviendo.

-Nunca supe qué canción era. Él no se acordaba y esas canciones son todas iguales. –La voz era apenas despectiva. Escondida en ella, como de costado, me pareció oír el amor del padre por la música clásica. Tal vez, pensé de pronto, ella y el padre tenían más en común de lo que ella creía –. Juan me dijo que era triste y que terminó enseguida. Me dijo que él abrió los ojos cuando dejó de oírla.

La que canta es una de las cuatro mujeres, por supuesto. Están sentadas en un banco circular junto a la calesita y una de ellas, una mujer gordita, mal vestida, el pelo grisáceo, sin teñir, sonríe un poco después de la canción mientras otras dos aplauden. Las cuatro inclinan la cabeza en un círculo pequeño, tibio. Hay charla, susurros que apenas si llegan hasta Juan entre las plantas.

Juan no se acerca. La canción retumba un poco en él, todavía, como si no quisiera irse, como si no supiera adónde ir. Y entonces, reconoce los gestos, la ropa, la cara.

-Él me lo contó así –me dijo la profesora de música y puso los ojos en mí de nuevo, y después, de pronto, despertó: –Pero la estoy aburriendo, creo. ¿Qué quería preguntarme?

Yo tenía preguntas, por supuesto. Pero para entonces, con el sol un poco más cerca del horizonte, la historia me había devorado. Las preguntas eran otras.

-¿La madre? –pregunté porque no había habido ninguna otra mujer. La madre que yo había descartado.

-La madre, claro. ¿Sabe? –me confesó ella mientras se levantaba para volver a poner la pava en el fuego –, yo nunca le presté atención a la madre. Juan hablaba siempre del padre. Del odio del padre, del desprecio del padre, de la mano del padre sobre su hombro. Yo traté, pero nunca conseguí que le gustaran los clásicos. Nunca. Esa era la música del “viejo”, decía él. Y que le parecía horrible. Una lástima…

Pensé en el padre, sentado junto a Juan en el sillón, los ojos cerrados, escuchando, el brazo sobre el hombro del hijo, sin notar nada. Ni la tensión. Ni la tristeza. Ni el espanto. Cada uno en su propio lado de la grieta.

Así que ahí está la madre. No es la que canta pero es una de las otras y eso es mucha sorpresa. Juan descubre que su madre tiene una vida distinta de la cocina y las frases en voz baja y la televisión de la tarde y alguna que otra llamada telefónica a su hermana cuando no está el marido.

La sigue algunas tardes vacías del verano. Algunas semanas, la sigue. Tres, en total. No descubre gran cosa: hay una confitería en la que a veces se reúnen ella y las otras tres a tomar algo, siempre a la hora de la siesta. Y hay un comedor infantil en un barrio pobre. Además, el Parquecito del Ombú, sobre todo cuando no hay viento.

En la confitería, Juan descubre desde la vereda que la mujer que canta jamás pide nada para tomar. Y que su madre pide muy poco. Un café. Una medialuna. Nunca las dos cosas juntas.

El comedor infantil es sucio, grande, fresco, con la cocina a un costado. Las cuatro mujeres cocinan fideos y lentejas para chicos que las besan con la boca llena.

-Juan lo vio por la ventana del galpón –me contó la maestra de música mientras se servía otra taza de té. Después, pensé que tal vez vivía a puro té y galletitas porque cuando me fui esa noche no había preparativos para la cena y cuando abrí la heladera para servirme soda (lo único que tenía, me dijo y me pidió disculpas), encontré estantes vacíos, un pedazo de manteca, un yogur de vainilla, un paté abierto, un frasco de mermelada, una latita de salsa. -Me dijo que vio los besos y entendió de pronto la rabia del padre cuando desaparecían bruscamente dos o tres paquetes de harina, una leche en polvo, unas monedas. Supongo que habría temas que no se tocaban en la casa. El de la pobreza, por ejemplo. Juan me dijo que el padre los llamaba “negros”. Pero la madre tenía un costado un poco…, bueno, él no dijo “político” ni nada de eso. Dijo “diferente”.

Tres semanas después, Juan toca el timbre de la profesora y dice Quiero que me enseñe música y, como casi todo lo que no es música, la investigación sobre la vida secreta de su madre termina bruscamente.

En la tercera semana, la última antes del timbrazo, Juan toma el tren. Necesita un libro para la escuela y va a buscarlo a la librería La Regla, a dos estaciones. Y la escena se repite en otro ámbito: Juan está en otra, flotando en el espacio duro de la adolescencia y la voz le entra en los oídos de a poco, casi sin tocarlo al principio, hasta que de pronto la tiene a su alrededor, entera, completa, y no puede desprenderse de ella. En el vagón, la voz viene en una canción parecida a la del Parquecito, el mismo tono ronco, dulce, perfecto; las mismas palabras melodiosas y vacías.

Cuando termina, la mujer de pelo gris, la amiga de su madre, se aplaude a sí misma y pasa caminando despacio entre los asientos con una bolsita negra en la mano. Juan le dijo a la profesora que él no le dio nada. La miró un momento a los ojos y en ese momento, el tren llegó a una estación y él tuvo que bajar corriendo. Había estado a punto de pasarse, dijo.

II
Así que ésa era la historia: después de la segunda canción, habló con un compañero de la escuela que tocaba la guitarra en las fiestas y las excursiones y apareció en la puerta de la maestra y dijo Quiero que me enseñe música.

-Al principio no entendí –me dijo la profesora –, para mí “música” siempre había sido música clásica. Los otros, los “modernos”, decían “guitarra”, “quiero que me enseñe guitarra” o “batería”. No decían “música”. Pero me equivoqué, ¿sabe? Me equivoqué. –Lo decía con una mezcla rara de tristeza y alegría, como si en el fondo hubiera preferido enseñarle música clásica. Sé que era vieja (a mí me parecía de otro siglo con su té y su heladera ordenada y vacía y la casa llena de cortinas) pero todavía le gustaba decir “me equivoqué”, todavía le gustaba que la sorprendieran.

Juan no quería “música clásica”. Quería, le dijo, “cantar como en la calle”. La profesora de música oyó “calle” y entendió “moderno”. Creo que estaba orgullosa de eso. De haber sabido cómo no perder a su alumno antes de empezar. Tal vez era como el padre en algunas cosas pero no en todas. Sin duda (y esto lo digo yo), no se parecía en nada al primer profesor de Juan. Es que necesitaba el dinero, me explicó.

Ella y Juan se entendieron.

La comprensión estaba ahí todavía, años después, en la forma en que ella movía los labios cuando decía el nombre. Juan. Y no sólo porque él fuera famoso o porque de alguna forma la hubiera reivindicado como maestra.

–Viene a verme cada tanto –dijo de pronto.

Pero la historia no había terminado.

-Y bueno, cuando él me contó todo esto, yo ya él era bueno en serio. Así que le dije que quería oír a la amiga de la madre. –Seguramente vio la sorpresa en mí porque me preguntó –: ¿Le parece raro? ¿Qué? ¿Usted no hubiera…?

Yo le hice un gesto vago. A mí, la música me conmueve sólo a medias, y sólo cuando la letra tiene belleza.

Juan la llevó al comedor. Fueron juntos el día en que las cuatro amigas cocinaban para el almuerzo y servían la comida en los platos cascados de loza barata. Juan se paró en la puerta.

–Me dijo que él no iba a entrar. Que la madre no sabía que él sabía. Que yo dijera otra cosa, por ejemplo, que venía a ayudar. Había varias mujeres, ¿sabe? No sólo las cuatro del Parque.

Así que el chico se quedó afuera, bajo el sol, esperando. Adentro, la amiga de la madre cantaba mientras repartía el almuerzo. Cantaba sin fuerza, sin el deseo de que la voz llegara más lejos que el ruido de los cubiertos, las risas de los otros, las palabras. Pero ella era maestra de música. No necesitaba más. Entendió el poder de la canción en medio de la mañana. Y no mintió. No habló de ayudar a los chicos. Fue directamente hasta la amiga de la madre y le habló de las posibilidades.

-Le conté cómo era cantar en un teatro, con las luces bajas, la acústica, las caras del público en la sombra. Cantar con todos en silencio. –Dijo eso y me miró un momento, detenida –. Creo que no me entendió porque dijo que no. Eso no me gustaría, dijo. Y parecía segura. Parecía segura –repitió la profesora de música con la mirada vieja por primera vez –. No lo entiendo.

Märgara Averbach es traductora, docente y escritora. Entre sus libros, Agua quieta, Una cuadra, El bosque del primer piso y La tela de araña.