Vista desde la infancia, la locura tiene algo de incomprensible y a la vez de fascinante. El miedo llegará con los adultos que creen pertenecer a un universo normal.

Augusto fue el primer chico loco que conocí. Era mi vecino. Debo admitir que había algo en él que me atraía. Los años pasaron pero recuerdo sus ojos grandes, cristalinos y vacíos como si los estuviera viendo. Cada tanto, en alguien de ojos claros me reencuentro con su recuerdo. Mi abuela me decía que tuviera cuidado, que no era un chico normal, que no le hablara, que tratara de ni mirarlo. En aquel momento le pregunté por qué no estaba en el manicomio como se suponía debían estar todos los locos. Ella me respondió que no todos los locos estaban en el manicomio, que como los papás de Augusto lo querían mucho yDios les había dado el don de la paciencia, decidieron que viviera en su casa y cuidarlo siempre. Recuerdo que mi cabeza estallaba de preguntas pero no hice ninguna más. Debí seguir indagando porque luego, de tanto pensar me estaba poniendo triste y durante días me costó dormir.

Entonces en los manicomios estaba la gente que aparte de estar loca nadie quería, que estaban solos y olvidados. Luego se me cruzó la idea de que los locos amados debían estar libres y que tal vez me toparía con alguno en el cine, en la carnicería, o en la plaza, o en cualquier parte. Empecé a estar alerta, a identificar locos por todos lados y encontré bastantes. Pero ninguno tan intrigante como Augusto. No podía dejar de observarlo. Desde el dormitorio de mi abuela que estaba en el primer piso, veía íntegro el jardín de su casa.

2

Él parecía ser feliz en ese sitio. Escondida detrás de las cortinas, lo espiaba. A veces hablaba solo y yo me moría de la rabia por no poder escuchar lo que decía. También comía tierra, no alcanzaba a ver si era tierra o lombrices. Otras veces se tiraba boca abajo en el césped y se quedaba así un rato largo, larguísimo, parecía muerto; y cuando comenzaba a inquietarme se levantaba de un salto. Los días que venía Laurita se portaba mejor, se reía mucho al verla jugar. Laurita, su prima, tendría como cinco años. Ella también disfrutaba del jardín y no parecía preocuparle en absoluto que Augusto fuera loco. Supongo que estaba acostumbrada. Tampoco le prestaba demasiada atención. Era muy independiente. Lo que más le fascinaba era una fuente que estaba entre los rosales. Nunca quería entrar a la casa. Era extraño que llorara tanto cuando el padre de Augusto le ordenaba que entrase.

Tengo la certeza de que Augusto sabía que yo lo miraba. Alzaba la vista hacia mi ventana, mi corazón latía y latía, y justo momento en el que el pecho iba a explotarme, él sonreía. Una mueca delineada en su cara. Cada vez que la recuerdo un escalofrío sube por mi pecho hasta mi garganta y vuelvo a estar escondida entre las cortinas verdes de mi abuela.

Había indicios de que Augusto también estaba pendiente de mí, indicios que guardo como quien guarda algo prohibido. Uno era su gato que se aparecía todas las tardes en casa clavándome sus ojos amarillos. Los gatos nunca me gustaron y este no me dejaba en paz. En la vereda, daba vueltas alrededor de mis pies y cuando me detenía, él corría hasta la puerta de la casa de Augusto y me miraba. Solo le faltaba hablar. Me llamaba. Sin embargo, que ese gato me sorprendiera me llenaba de cierta adrenalina. Otro indicio clave eran las flores azules que encontraba en el hall cuando salía para el colegio. Eran pequeñas y siempre eran cinco. Sé que era Augusto el que las dejaba porque desde la habitación de mi abuela, veía todos los días ese arbusto redondo poblado de color. Me parecía mágico.

3

Cómo era posible que de todas las flores grandes y elegantes que tenía en el jardín, él supiera que esas, insignificantes, eran mis preferidas. Los domingos, cuando volvíamos de la misa de once con mi abuela, él iba con su mamá al almacén. Nos cruzábamos siempre en la misma esquina, Roca y Tucumán, y nos mirábamos. Augusto era delgado y tenía manos de pianista. Tenía el cabello castaño algo ondulado y caminaba demasiado lento. A veces daba saltitos y hacía un gesto feo donde mostraba todos los dientes. Mi abuela apuraba el paso cuando los veía venir y saludaba de compromiso a su madre. En ese momento me agarraba tan fuerte de la muñeca que me hacía doler. Yo me daba vuelta y Augusto seguía mirándome. Lo más impresionante de sucara eran sus ojos. Tenían la fuerza para hacer pedazos lo que mirara. Apurate, apurate, decía mi abuela, no me gusta nada ese chico, me da miedo.

La mamá de Augusto era una señora gorda y buena. El padre era un tipo muy serio que siempre andaba de traje. Era médico y mujeriego, por lo que le oí decir a la abuela. Laurita iba martes y jueves por la tarde a casa de Augusto. Siempre traía puesto unos zapatitos rojos que me llamaban la atención y arrastraba un muñeco despeinado. Un día hice algo que no debí hacer nunca. La abuela había salido y yo corrí a su habitación como de costumbre para espiar a Augusto. No estaba. Hacía ya dos días que no salía al jardín. La curiosidad me estaba consumiendo y fue allí que se me ocurrió la idea. Tiré por la ventana una de las varillas de mi xilofón con la suficiente fuerza para que cayera en el jardín de al lado. Luego corrí hasta la casa de Augusto diciendo que una de las varillas se me había caído, si era posible que pasara a buscarla. La madre con mucha amabilidad me dejó pasar. El papá me miró de un modo que me dio temor y rechazo. Augusto estaba pintando con colores intensos. Tenía toda la cara y la ropa manchada con pintura. Cuando me vio entrar, su cara de asombro movió algo dentro de mí. De pronto se quedó quieto.

4

Podía sentir en él una alegría incontenible. Mientras yo le hablaba a su mamá él salió corriendo hacia el jardín. Al rato apareció con la varilla y me la dio casi sin tocarme la mano. Se paró tan cerca mío que sólo un hilo de luz nos separaba. Su pintura era muchas cosas, pero me impresionó que en el centro de la hoja había dibujado un círculo y pintado unas sombras adentro. Yo dije que parecía un ojo profundo. No respondió, pero sus gestos eran más que sugestivos. De inmediato me trajo una serie de pinturas para que viera. La madre me dijo que si no me molestaba tratara de mirarlas aunque fuera rápido. No sé por qué me dijo eso, yo quería mirarlas. En las pinturas había imágenes raras, no definidas, pero con fuerza. Augusto me miraba y su respiración se agitaba cuando yo le decía algo de los dibujos. Lo cierto era que yo me sentía muy cómoda y hablaba y hablaba sin parar. Él sólo reía de una forma brusca, con un sonido como para adentro y yo me acordaba de una película donde un chico enfermo se reía parecido.

También pensaba que mi abuela era capaz de morirse si sabía que yo estaba ahí. Estábamos sentados en un banco cerca de la puerta que daba al jardín, cuando Augusto me acarició el pelo. Lo exploraba con la yema de sus dedos y me miraba a los ojos. En un momento dejé de hablar y me besó. Me sorprendí, pero no me puse nerviosa. Él olía como a pan mojado con leche. Me levanté y le dije que mi abuela debía estar por llegar y él se quedó mirándome sin respirar. Se estaba poniendo morado. Cuando estaba por irme le dije gracias y que otra tarde si quería le prestaba mi xilofón, y empezó a respirar de nuevo. Fue un alivio para mí, creí que se moriría ahogado.

Cuando llegué a mi casa no podía dejar de pensar. Sentía culpa y me sentía diferente. Yo creo que lo que me hacía sentir tan mal era que ese beso me hubiese gustado tanto.

5

Como lo esperaba, mi abuela se enteró de mi visita a los vecinos y se llenó de furia. No me dejó salir por una semana. Yo no entendía qué cosa tan horrible le inspiraba ese chico. Estaba confundida porque mi abuela siempre me decía verdades y yo las percibía con claridad, pero esta vez… Había estado tan cerca de él y no sentí peligro. En esos días Augusto se paraba bajo mi ventana y me buscaba. Abría los brazos como si volara. Yo lo miraba y le sonreía.

Una tarde escuchamos las sirenas. Había llegado la policía, y también una ambulancia. Era martes y Laurita estaba muerta. La abuela no me dejaba mirar pero alcancé a verle los zapatos rojos cuando la sacaban. La encontraron en la fuente, cubierta de agua.

Mucho no sé porque mi abuela no me quiso contar más, sólo me remarcó una y otra vez que cuando ella me decía algo la escuchara. No en vano tengo los años que tengo decía. En aquel momento, subí las escaleras corriendo y ahí lo vi por última vez. De rodillas, con los brazos abiertos, mirando hacia lo alto. Entregado a la fatalidad. Lloraba como reía. Un alarido hacia adentro. Así se lo llevaron y mientras lo hacían, me miró con su enorme fuerza. Sólo pude ver como lo alejaban. Lo internaron. No hay amor que lo salve. Durante años preservé la imagen de sus ojos quebrándolo todo. Con el tiempo pensé en averiguar dónde estaba y en ir a verlo, pero luego me pareció absurdo. No en vano tengo los años que tengo, esta vez me dije a mi misma. Y pensé en ir. Decirle que creía en él, que sabía la verdad, pero preferí guardarme esa imagen. La de sus ojos.

 

 

Carolina Biscayart es docente y escritora. Entre sus libros, Invenciones, El inevitable trazo de las horas y El amor es solo una idea.