¿Cómo se termina una terapia? ¿Hay una respuesta esperando en un relato? Un hombre, como todos tal vez, que anda por el mundo con historias propias y ajenas a cuestas.
Al principio Graciela me pregunta cómo estoy y después quiere saber si todavía me interesa hablar sobre el tema que quedó pendiente al final de la última sesión.
– ¿Si el análisis tiene fin? ¿Si tengo cura? -a la segunda pregunta la hice sonriendo, para distender.
– Claro -dijo ella-. Era eso lo que te inquietaba. Es muy difícil saber cuándo acaba la terapia, a mí no me gusta hablar de cura sino de final del análisis, un final abierto. Mirá, estuve pensando…, me gustaría contarte una historia si me permitís.
Graciela me tutea, me pidió permiso para hacerlo la primera vez que nos vimos, en el inicio de la terapia, hace más de diez años. Yo estaba mirando las pinturas abstractas del hall de entrada, entonces ella me dijo que las había pintado su hijo. Tiene tu edad, dijo, permitime que te tutee si no te molesta. Le dije que no me molestaba y entendí que lo usual era tratarnos de usted, así que yo siempre la traté de usted.
– Tengo una colega que es amiga mía de toda la vida -comenzó a contar-, fuimos compañeras en la carrera. Vive en Buenos Aires pero es de un pueblito de por acá cerca. Ella es hija de madre soltera, al papá no lo conoció nunca, su mamá limpiaba casas cuando ella era chica, gente muy humilde. Mi amiga en la adolescencia, trece, catorce años, pegó el estirón y se desarrolló de golpe. Tenía el pelo morocho muy largo, ojos verdes y una linda figura, muy bien formada para su edad. Los chicos la miraban, la buscaban, en especial uno que era hijo de un señor del pueblo que tenía buena posición, muchísimo campo. Mi amiga y el chico se gustaron y empezaron a andar para todos lados juntos. Te digo a los catorce, quince años. Un día el chico la invitó a su casa a mi amiga. La madre la recibió amablemente y no dijo nada en el momento, pero cuando ella se fue habló con el papá del chico y acordaron prohibirle que volviera a verla. Él protestó, no hizo caso, y los padres le pusieron una penitencia: dos fines de semana sin salir. Antes incluso de cumplido ese plazo, los chicos comenzaron a verse a escondidas a la salida del colegio. Se iban cada uno por su lado a las afueras del pueblo, pasando el cementerio, y se quedaban charlando, abrazados largamente ahí casi en el medio del campo, embelesados uno del otro de esa forma tan propia, tan inocente de los primeros amores. Él no creía realmente que la prohibición de sus padres fuera tan en serio y se sentía muy gratificado de desobedecer por la chica, porque sentía además que eso era una demostración de su amor. Cuando terminó la penitencia volvió a salir de noche. La primera vez que lo hizo el padre fue al salón de baile al que había ido él para un cumpleaños de quince y esperó a la salida. Cuando vio al chico salir con mi amiga se bajó de su camioneta, lo agarró del brazo, le dio una patada en el traste delante de todo el mundo y se lo llevó a casa.
Mi amiga lo sintió muchísimo, por supuesto, sintió la humillación y la vergüenza, pero tal vez no fue tanto para ella como para él. De algún modo sabía que eso tarde o temprano pasaría. “Al padre le dicen Conde”, le había comentado la madre, “y vos no tenés sangre azul precisamente”. Pasaron unos meses, a ella poco a poco se le fue pasando la pena y, aunque no volvió a noviar, retomó su vida normal. Del chico, en cambio, se decía que por la vergüenza que había pasado no quería volver a salir de la casa. Transcurrieron semanas y a él no lo vieron más. Un día se supo que había pedido ir pupilo a un colegio rural, el de San Ambrosio. Pasaron los meses, llegaron las vacaciones y el chico fue al campo de su familia a pasar el verano. Él era muy deportista, en el campo tenían cuatriciclos, andaban por los caminos guadalosos, llegaban hasta unas lomas que había a pocos kilómetros, saltaban. La primera vez que él dijo tener ánimo para salir a andar tuvo un accidente, agarró una cortada, voló por encima del cuatriciclo y se mató.
Los padres casi enloquecen de dolor. Se encerraron más de lo que ya estaban. Mi amiga no vio más a nadie de la familia de él. A los pocos meses, su madre consiguió un buen trabajo de mucama en un hotel de Río Cuarto y se mudaron. Mi amiga terminó el secundario, estudió psicología (ahí nos conocimos), se recibió y ganó una beca para hacer un posgrado. Después se fue a vivir a Buenos Aires y se transformó en una profesora universitaria, en una académica bien considerada entre sus colegas.
Pasaron veinticinco años. Un día ella estaba presidiendo el tribunal de una mesa de examen de un profesorado de psicología que se dictaba a distancia, en una universidad privada que la había contratado. Los alumnos cursan en modalidad virtual y se anotan para rendir los finales. Ese día tomaba una materia del último año con la que varios se recibían. En un momento entra a rendir una mujer más grande que el promedio de los alumnos, de unos cincuenta y cinco, sesenta años. Era la madre del chico que se había matado en su pueblo, había cursada psicología a distancia y se presentaba a rendir. Se sentó frente al tribunal y comenzó a hablarle a ella directamente, muy segura, muy serena. Su tema, las etapas del duelo.
Cuando terminó el examen, los tres miembros del tribunal la felicitaron y le dieron un beso porque terminaba la carrera. Cuando le tocó el turno a mi amiga la mujer la abrazó y muy despacio empezó a temblar y después, poco a poco, a sacudirse hasta que prorrumpió en un llanto espasmódico. Mi amiga les pidió a sus colegas que las dejaran a solas un momento. Cuando se calmó, la señora le dijo a mi amiga, varias veces, perdoname, perdoname. Lo curioso es que ella también sintió necesidad de pedir perdón y le dijo lo mismo a la mujer: perdoname, perdoname vos.
Cuando la mujer se tranquilizó mi amiga le preguntó si la había estado buscando, pero la mujer le dijo que no. Que se había divorciado unos seis años antes y que había empezado a buscar qué hacer, que siempre había sido muy lectora pero no había tenido necesidad de trabajar así que no había estudiado nada. Pero cuando se divorció y se quedó sola sintió la necesidad de hacer algo sistemático, de estudiar, y se había inscripto en la carrera a distancia. Solo cuando estaba por viajar a Buenos Aires a rendir la última materia reparó en el nombre de las personas del tribunal pero no asoció ninguno de esos nombres con mi amiga hasta que la vio, en el momento de entrar a rendir. Ahí la reconoció en el acto y por eso le habló a ella, porque se sintió más segura.
Después de eso mi amiga, que tenía en ese momento 39 años, se tomó un cuatrimestre sabático. Había tenido varias relaciones de pareja pero todas malogradas, se había concentrado en su carrera dejando en un segundo plano la cuestión afectiva. Sin embargo, ese verano viajó a las sierras de Córdoba de vacaciones y conoció a un hombre con el que formó pareja. Se casó al año, y al siguiente fue madre, cuando acababa de cumplir los cuarenta y dos.
* * *
Cuando Graciela terminó de hablar nos quedamos unos minutos en silencio. Le dije que le agradecía por la historia y que había muchas cosas que me dejaban pensando. Una era si el chico realmente había tenido un accidente. Otra era si no había una posibilidad de que la madre del chico, antes de anotarse a la carrera, hubiera visto el nombre de la amiga de Graciela en la web de la universidad y que eso la hubiese motivado, sin que ella lo notara, a inscribirse. Y también me preguntaba si con la historia Graciela me estaba queriendo decir que la mujer grande, al sanar, curó también a su amiga, quien no había hecho nunca el duelo por el novio fallecido en la adolescencia. Por último, le dije a Graciela que ella sabía bien a qué me dedicaba yo, que nosotros no tenemos obligación profesional de guardar en secreto lo que se dice en terapia. Que más bien, le dije, dada nuestra profesión, ocurría todo lo contrario. Nos reímos.
– Es mi regalo de despedida por el fin del análisis -me dijo-. Mucha suerte.
– Muchas gracias -dije yo.
Tuve un instante de vacilación al momento de salir, sentía que al darme vuelta para irme estaría cerrando definitivamente una puerta. Pero ella me dijo: quedamos en contacto por cualquier cosa ¿sí?. Gracias, dije de nuevo, y me fui. Me sentía alegre pero también con una buena dosis de inseguridad por lo que iba a comenzar a partir de entonces porque muchas, muchísimas veces, ante un dilema o una angustia, pensaba que seguramente las cosas iban a resolverse y la angustia a apaciguarse cuando hablara con Graciela en la siguiente sesión. Así que, ¿cómo serían las cosas de ahora en adelante? Al comenzar a caminar, toda la claridad y la sensación de comprensión que había sentido al escuchar lo que me había contado mi terapeuta comenzó a enturbiarse. Se me abría un campo de preguntas encadenadas, ¿escribiría, como había sugerido, sobre lo que me contó Graciela?, ¿por qué tuve la reacción automática de apoderarme de esa historia como si fuera una presa de la que podía sacar provecho?, ¿quería ella que lo hiciera cambiando, obviamente, nombres y escenarios? ¿La historia que me contó me enseñaba algo sobre mí o había sido una especie de prueba para saber si era capaz de leerla correctamente? ¿Quiso saber ella, entonces, si yo comprendía que el tiempo del análisis y la posibilidad de la cura es azaroso e incierto? ¿Quería decirme además que nadie se cura solo, que la cura es siempre entre dos? Y, lo más inquietante, ¿no me estaba regalando Graciela la historia de su vida ya que yo había hecho mención, muchas veces, a que el analizado dice todo de sí mientras que el analista siempre protege su intimidad? ¿Se había inventado Graciela la historia de su amiga o, mejor dicho, había puesto su propia historia en el personaje ficticio de su amiga sin nombre entregándome, al incluir estos cambios, la historia ya hecha, lista para ser puesta por escrito? De ser así, la analista le estaba retribuyendo a su analizado algo equivalente a lo que éste primero le había dado, lo cual significaba que el acceso a mi intimidad, a mi historia, a mi dolor, tenía un carácter de don que ella valoraba y que al final me devolvía contando su historia. Como siempre, la caminata de regreso a casa después de terapia era un momento placentero en el que sentía una sensación de expansión interna, era además algo muy íntimo pese a que me gustaba que transcurriera en la calle, entre la gente. Y ver las caras, los cuerpos, las parejas, las personas hablando por teléfono, luchando contra el viento o deteniéndose a tocar la cabeza de un perro me ayuda a pensar, a verme, a sentir. Y ahora pensaba, ¿yo estaba curado? ¿y qué significaba eso?, ¿que ya no sufriría, que tendría respuestas para todo, que mi mente o mi psique era algo así como una superficie virgen o, por lo menos, una superficie que parecía virgen puesto que me había dedicado durante años a reparar sus cortes, sus tajos, sus grietas provocadas por el ácido del dolor? Eran toscas imágenes, pero sin embargo había un punto en el que sí, me sentía curado. Con miedos y deudas, sabiendo que me iban a seguir pasando cosas y que iba a sufrir, pero ya desde otro lugar. En ese momento me acordé de una vez que entré a la oficina que compartía con varios colegas en el instituto en el que daba clases. Era el final de la tarde, un momento en el que la gente se suele ir directo a casa luego de dar su última clase. Pensé que estaba solo cuando entré, pero enseguida escuché una exhalación rápida en la primera oficina que estaba tras un tabique de vidrio opacado, luego una inspiración también intensa y rápida, doble. Alguien lloraba. Me asomé con cautela y vi a una colega que había ingresado hacía pocos meses y con quien no tenía mucha confianza. Me disculpé pero ya me había visto. Le pregunté si estaba bien, si necesitaba algo. Me dijo que estaba bien, agradeció y también pidió disculpas. Pensé que ya no entraría nadie, me dijo. A continuación, me contó que días pasados había muerto su perro, que en la clase que acababa de dar había trabajado con la obra de Sara Gallardo y que había leído en voz alta unos pasajes de Los galgos, los galgos. Dijo que ella se suele emocionar con ese libro. Pero normalmente me controlo, no creas, agregó. Esta vez, sin embargo, le había costado más de la cuenta y se había venido a la oficina para soltar tranquila las lágrimas. Y en efecto, cuando me habló, ya no obligada a ocultarse y viendo que no me incomodaba, que yo sonreía, dejó caer dos gruesas y simétricas lágrimas, solo dos, al mismo tiempo, y eso fue todo. A continuación, rio y se secó la cara con un pañuelo de papel. Tuve la sensación de asistir a un hecho natural, como cuando uno mira la desembocadura de un río. Ella había ido hasta la oficina por pudor o para no incomodar a los alumnos pero le dio cauce a su emoción conectada con la pérdida y eso me pareció algo sano. Si había dolor era un dolor bueno, no ese sufrimiento sordo, el reconcomio turbio y áspero que me asediaba a mí desde hacía años desde el fondo de mi ser. Quise llorar así, como ese día lloraba ella por su perro muerto, también yo ahora al final, yendo por la calle; llorar libremente, de mí a mí, por mí, feliz, curado y listo para vivir todo lo que quedaba por delante.
Pablo Dema es escritor y editor. Entre sus libros, Fotos, Hoteles y De piedra y de fuego.
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