Cuando el tiempo se viste con las ropas de la eternidad lo que queda afectado es el sentido de la identidad. Nadie sabe bien quién es, como le ocurre a alguien en plena epidemia y que se despierta con 40 años más.
Tal vez tendría que contar cómo fueron los hechos. Lo he estado pensando durante las últimas horas; casi no he salido de la inmunda pieza de este inmundo hotel justamente para aclararme las inmundas cosas. Todavía me siento aturdido. También tengo miedo. Me angustia sentirme como un tipo que está encerrado en un sótano como si le fuera imposible encontrar una salida. Pero es imposible encontrar una salida cuando se ignora cómo uno llegó tan lejos. Tan lejos de la lógica, incluso.
Soy Nahuel Arkham, tengo treinta años, y me dormí anoche en mi casa de las afueras de Resistencia y me desperté esta mañana como Anselmo Valerga, en un sombrío hotel distante a un kilómetro de mi casa. Entre estos dos hechos sólo existe el horror y mi desesperación, fuera de ello no tengo una sola respuesta.
Sé que ahora soy Anselmo Valerga porque, sobre la mesa de luz, estaban el DNI a ese nombre y el carné de socio de un club. Me estoy enterando que tengo setenta y dos años y que soy viudo. El hotel se llama Flor de Lis y el tipo, o sea yo, vive en medio del abandono y la pobreza. Revisé sus únicas dos camisas, el saco de lana y el pantalón de muda que colgaban del ropero sin puerta.
La remera y el pantalón con los que me desperté me van un poco holgados pero Anselmo Valerga mide mi talla, está visto. En los bolsillos hallé un boleto viejo de colectivo de larga distancia, un fósforo de cera aplastado, miguitas de pan, la carcasa vacía de una birome y un trozo de papel de estraza con un número telefónico anotado con lápiz. Imaginé que ese número podría ser la boca del túnel que me podría regresar a quien era, a ser nuevamente Nahuel Arkham.
Tras la conmoción de los primeros minutos me asomé al espejo del baño y descubrí una cara abotagada, de ojos cansados y sin brillo. Cetrino, de boca pequeña y sin labios, con una barba entrecana de varios días, miraba desde el espejo sin ninguna sorpresa aunque yo o el que era yo en su interior, clamaba por salir de esa pesadilla. Dije algunas palabras sólo para conocer su voz: sonaba baja y rota seguramente por el cigarrillo. Yo, Nahuel Arkham, jamás había fumado, en cambio Anselmo Valerga era evidente que estaba quemado por la nicotina.
Mi cuerpo no olía bien de modo que me di una ducha y sin secarme, me tiré desnudo a la cama sin detenerme a reparar en la mugre de las sábanas. Hacía calor y no sabía qué hora era. Por la luz de la mañana calculé que serían alrededor de las ocho. Me sentía vaciado, el estupor y el terror me habían sumido en un limbo silencioso, hacía esfuerzos para no olvidar quién era. Un nuevo espanto se abalanzó sobre mi enorme confusión: empecé a temer que, si olvidaba quién era o cuál era mi nombre, podría quedar varado en ese cuerpo extraño para siempre, sin recordar nada de mi vida real. Soy Nahuel Arkham, me repetía y esa salmodia, a su vez, me enloquecía.
Decidí tomar el toro por las astas. Me vestí y tras atravesar un largo pasillo penumbroso y de puertas cerradas, llegué a una pequeña estancia en la que había una mesa, el libro de huéspedes, un teléfono y un hombre pelirrojo sudado, abanicándose con una revista, que fumaba sin ganas. Era el conserje. La luz filtrada por las cortinas lo hacía aparecer como si estuviera incandescente. Me saludó con un golpe de cabeza y salí. No conocía esa parte de Resistencia. Las casas parecían cerradas desde siempre y en la esquina divisé una cabina telefónica.
Cuando introduje la tarjeta y escuché el tono me sentí a salvo aunque –al segundo- me di cuenta de que era una tontería. Disqué el número anotado en el papelito. Escuché que descolgaban el teléfono. Grité: ¡Hola, hola, hola! Y se cortó la comunicación. La tarjeta se había agotado en ese llamado.
Me sentía muy agitado, me chillaban los bronquios. El tal Valerga fumaba demasiado y ahora yo estaba pagando las consecuencias.
Perdido adentro del cuerpo de un viejo enfermo y pobre, sin un centavo encima y sobre todo, ignorante del porqué me había transfigurado en todo eso y sin tener idea de cómo escapar de esa trama siniestra, pensé seriamente en matarme, en tirarme debajo de un colectivo o de un auto. Emergiendo del marasmo, se me ocurrió caminar hasta mi casa. ¿Seguiría yo, en esa casa, siendo Nahuel Arkham?
En ese momento vi un gran cartel amarillo encima de la ochava de la esquina.
CUÍDESE. LA EPIDEMIA NO PERDONA.
Me llamó la atención pero seguí, tenía otras preocupaciones.
Cuando me detuve a menos de cincuenta metros de mi casa, estaba agotado, me flaqueaban las piernas y boqueaba como una corvina fuera del agua. Me sentía morir. Me recosté en la ochava y desde un auto, mientras pasaba, me gritaron ¡Abuelo, se siente bien? Dije que sí con una mano y maldije por lo de abuelo.
Como todos los días, a primera hora, Estelita mi vecina salía a dar vueltas en bicicleta. Puro training para sostener su belleza. Éramos muy amigos. De pronto la vi avanzar sobre la calle. Un relámpago cruzó mi cabeza: le pediría ayuda a ella, no tenía dudas de que me creería. Poco faltó para que lagrimeara, nunca antes una oportunidad me había emocionado tanto.
-¡Estela, Estelita! – grité con mi voz anciana dominada por una penosa euforia. Me costaba creer en mi suerte.
Pero Estelita me miró de arriba abajo con un gesto de asco y volteó hacia adelante para seguir pedaleando con sus poderosas y lindas piernas.
El día pareció ensombrecerse: era natural que sucediera eso, ella no vio más que un anciano menesteroso y desconocido que parecía tener toda la intención de molestarla.
Me dirigí resuelto a mi casa. Me pareció más grande de lo que era. El pequeño jardín delantero –iluminado por el sol de la media mañana- parecía de cobre bruñido. Llegué a la puerta. Dudé en tocar el timbre unos segundos. Decidí golpear con los nudillos. Esperé otros veinte segundos y la puerta se abrió.
Allí estaba yo, en el vano de la puerta, con cara de recién despierto, vestido con el pijama azul que me había puesto la noche anterior. Quedé petrificado cuando me sonrió o, mejor dicho, ese Nahuel Arkham (que ya no era yo) sonreía a Anselmo Valerga.
Fue entonces que estiró los brazos, me tomó de los hombros y me sacudió con afecto mientras me decía:
-Pero qué sorpresa, Valerga, tanto tiempo que no lo veía, ¿qué lo trae por aquí? Por favor, entre, entre, que la epidemia está brava.
Miguel Ángel Molfino es periodista y escritor. Entre sus libros, Pampa del Infierno, Monstruos perfectos y El mismo viejo ruido.