Un chico -¿un adolescente?- que habita un mundo de babas. Incapaz de hablar. Un mundo de silencio interior y de inyecciones. Una madre que procura proteger. Tijeras. Una muerte.
Se escondió como pudo en la casa abandonada. Nunca vendrían a buscarlo a esa hora y menos atravesar el baldío. Agazapado en un rincón. Esperó. Escuchó voces y vio las luces de las linternas. Nunca hubo silencio, ni para él. Su cabeza resonaba con gritos. Ella pedía auxilio y después, mucho después, perdón. Después de un rato, se dio cuenta de que tenía un cuerpo sin respuesta. Gritaban asesino.
Los focos alumbraban las paredes de su refugio. Ya no la tenía entre sus manos. Ellos pedían justicia. Siempre se recurre a lo mismo. Se miró los brazos con sangre repartida. Lo mordió en un descuido. Fue antes de su silencio definitivo.
Hizo mucho esfuerzo para recordar el nombre de ella. Leticia gritaron ellos, los otros, aquellos que cortaban a su paso ramas, saltaban cascotes para dar con el asesino. Un hilo de baba colgaba de su boca. Le pasaba siempre que quería hablar.
No ves que es tonto, escuchó desde la puerta del almacén, la tarde en que la fue a buscar. Leticia atendía el mostrador. Sonrió cuando lo vio. Llevaba un hilo sisal para sostener el pantalón y la camisa con dos botones. Leticia se limpió las manos con un trapo. Estuvieron cerca. Él quiso hablar, pero se atragantó con su saliva. Ella le dijo Severino. La primera vez que no sonaba como reto, como ese cinturón en la espalda para obedecer como todos los chicos de su edad.
Quiso abrazarla, pero el padre de Leticia se la llevó al fondo. Andate de acá, Severino. No tenés nada que hacer. Severino escuchaba poco. Apenas sabía que ella se llamaba Leticia y nunca iba a olvidar el pañuelo con el que le secó la baba.
Nunca lo dejaron solo. Su madre rezaba antes de la cena. Él pensaba que lo hacía para que se sanara. Los médicos daban pastillas para que durmiera. Ella cuando salía cerraba todo con doble llave. Severino pasó a ser un chico débil pero peligroso. Intentaba escaparse. Vivía con el secreto de quedarse en la puerta del almacén para verla con el delantal, esperar ese pañuelo.
Se acurrucó cuando escuchó su nombre en la guarida. Severino, en donde tenés a Leticia, gritaron. La acarició y le acomodó su pelo revuelto. Su madre movía los labios todas las noches. En el hospital lo acostaban en una camilla y le abrían los ojos. Lo obligaban a decir palabras imposibles. Baba, solo baba. La enfermera la secaba con gasa. No hay nada que hacer con vos. Su madre lloraba en una silla de plástico. Se retorcía las manos para aliviar una culpa que nunca se sabía a quién pertenecía.
Una tarde lo desnudaron y lo pusieron frente a una pantalla. Hubo fogonazos y conversaciones en voz baja de los médicos. No dejaron pasar a la madre que rezaba en el pasillo en voz alta. Para que todos supieran el dolor. No iba a tener calma. Se acordó de los primeros pasos y la tardanza en todo. Su hijo era distinto. Lo miraban como extraño. Lo común resulta demasiado fácil en la vida.
Ahora había encontrado un lugar para Leticia y para él. La había buscado siempre en la oscuridad. En esa noche que ahora lo convertía a él en humano y a ella en dócil.
Se tapó los oídos con la mano. Reconoció la voz de su madre. Pedía por favor que saliera. Ella siempre pedía. Severino lo sabía porque el murmullo le era común. Esas noches arrodillada en el piso. No te vuelvas escapar, le decía. Le hablaba de un encierro. Ella ahora lo quería tener con ella, lavarle por la tarde los pantalones descosidos y esas camisas sin manga.
Una vez lo detuvieron espiando a través de la casa de Leticia. Se asustaron. Llamaron a la policía que vino a buscarlo en un móvil. Lo empujaron adentro de una celda. Se dieron cuenta de que llevaba una tijera en un bolsillo del pantalón. Le preguntaron lo que nunca podía contestar. Baba, solo baba. Esa vez la madre prometió encerrarlo en la misma casa. No se va a escapar. En la comisaría le dieron un número de teléfono para que pidiera auxilio antes de que sucediera lo grave.
Los vecinos la habían visto salir con Severino. Lo habría abrazado solo para sostenerse con él, como si ese cuerpo que tambaleaba y movía la cabeza de un lado a otro, pudiera sentir su calor. Desde siempre se habían protegido. Desde el momento que había decidido que Severino continuaría su vida fuera como fuera.
Su madre se mordería sus labios cada noche para que alguien acompañara la vida de los dos. Lo llevaba al médico para que él lo durmiera. Sabían lo que ella buscaba. Verlo dormir la tranquilizaba. Acercaba su oído al pecho de Severino para comprobar que respiraba. Una manera de mantenerlo vivo.
Lo de las inyecciones se lo había aconsejado el mismo médico. Son un riesgo, le había dicho. Severino no tiene reacciones comunes. Lo va a ver con los ojos cerrados, le dijo. Ella movió la cabeza. No escuchó que los remedios provocarían un jadeo constante.
Después de todo, Severino entraría en un sueño, en un mundo que le iría a pertenecer más que este. Cerraba la puerta de su dormitorio con llave. Cada rato, controlaba el pecho de Severino. No iba nunca a reconocer que su vigilia como madre escondía el horror de la muerte, de que ese bulto tapado en cualquier momento iría a cerrar los ojos de manera definitiva.
No se había animado a tanto. La idea de que Severino por fin iba a tener cabida en un paraíso propio y común la atraía. Solo el médico sospechó de su intención. Él sonreía a espaldas de ella cada vez que se inclinaba a inyectarlo. Es cuestión de tiempo, murmuraba. Son casos difíciles, señora. Lo había dicho en voz muy baja casi como las oraciones de la madre de Severino que, lentamente, había cambiado el tono de su plegaria: la piedad por la recuperación del inocente se había transformado en la fuerza necesaria para alejar a Severino de un mundo que lo excluía.
La puerta había quedado abierta, las llaves tiradas en el piso junto a la ropa de Severino. La madre corrió muebles y gritó fuerte. Su hijo había escapado. Esa madrugada ella no había abierto la puerta y nunca supo quién había sido anestesiado. Ella pensó en un castigo por haber deseado la muerte. El médico la miró sin entender. Había que encontrar una explicación. A veces los enfermos toman fuerzas extrañas, burlan las dosis y se reniegan a ser pasivos. Quizá su hijo, señora, reaccionó a la muerte y eligió convertirse en un humano con algo de vida, dijo. Ella movía la cabeza de un lado a otro. Le corrió un hilo de baba de la boca. El mismo médico le alcanzó una gasa para limpiarla.
Él se fugó, corrió de boca en boca. En el hospital dieron la alarma. La madre de Severino revolvió la casa y no encontró las tijeras. Los vecinos la vieron cruzar las esquinas con los brazos en alto. Intentaron atajarla en su paso. Imposible.
La siguió un patrullero y un grupo de hombres. Ella sabía adónde tenía que ir. Escapó de la policía. No la dejaron entrar al almacén. Golpeó y gritó, pero no recibió respuesta. Corrió por la calle. Había comenzado a sentirse culpable.
La sostuvieron entre varios para llevarla a la comisaría. Vio una máquina de escribir y un uniformado que le pedía declaración. Pidieron una carpeta y se enteró de un sumario. Se abrió la puerta de la oficina y entró el médico con una jeringa en la mano. Le sacaron varias fotos.
Rezó en voz alta. La hicieron callar y la obligaron a que contara todo. El hombre escribía a máquina todo lo que ella decía. El médico salió por la puerta principal. En una bolsa de plástico había quedado la jeringa.
Severino tapó con unos ladrillos el cuerpo de Leticia. Las linternas alumbraban la esquina de su cueva. Los asesinos conservan un olor especial, como el de los animales heridos que escapan. A ella no le iba a contar lo que pasaba. No podía. La saliva caía de su boca hacia los cascotes que cubrían el cuerpo de su protegida.
Ninguno de los dos podía responder. Él se acomodó como pudo sobre el cuerpo de Leticia. Le pesaban los movimientos. La noche continuaba como cómplice. Escarbó en su bolsillo para encontrar la tijera. Ya no había voces.
Severino cruzó sus brazos. Esperó. Se había acostumbrado a ser paciente. Tenía con él a Leticia. Nada importaba tanto como eso. Confundió los gritos de afuera con los de la enfermera para que se tranquilizara. Nunca había sido obediente porque no entendía mandatos ni la rebeldía.
Lo habían empujado a la vida. Dudaba si alguna vez la había merecido. Sabía de remedios, placas y de alcohol. Su voluntad iba desapareciendo junto a una vida que hacía un rato también se había ido.
Una camioneta estacionó en la casa. Bajaron muchos hombres que buscaban castigo. Apuntaron con las luces. Pisaron ramas y cemento seco. En la esquina de una habitación dieron con dos cuerpos. Tuvieron que sacar cascotes para saber que se habían demorado demasiado con la vida de la chica.
En la superficie, Severino lleno de baba y de sangre había dejado de ser, por fin, puro instante para dar un paso más.
Imagen de apertura: la célebre historieta de Alberto Breccia para La gallina degollada.